La figura del niño como recurso dramático en el cine latinoamericano contemporáneo
Entre las décadas de los años 60-70, el cine político tomó un lugar crucial en la cinematografía internacional. En Europa, luego de la revuelta del 68 en Francia, los cineastas comenzaron a marcar sus guiones y escaletas con la tinta de la sinergia de las movilizaciones sociales y políticas que afloraron con ímpetu revolucionario en toda Europa, Estados Unidos y América Latina.
En el caso de Latinoamérica, productores de diferentes nacionalidades, escudriñaron los recónditos símbolos de una realidad política regional a fin de reflexionar, a través de los recursos del drama– materia prima de la idiosincrasia fílmica latinoamericana –, la estética de un emergente cine social capaz de denunciar los procesos dictatoriales que vivían los países latinoamericanos en la postrimería de la guerra fría. La ficción, al igual que el documental, dieron apertura a un nuevo discurso cinematográfico que trascendía el paradigma hollywoodense, el cual aún permeaba la vieja escuela audiovisual, superficialmente crítica, melodramática y mitificadora de lo tradicional que tuvo fuerza hacia mediados del siglo XX, sobre todo en el contexto de posguerra. De este modo, el cine político desde los años 70 configuró un estilo narrativo sui generis que desembocaría en un drama latinoamericano consciente de su realidad cultural, social e histórica que permitió el cuestionamiento ético de lo político.
Este tipo de cine apremiaba en un contexto en que la injerencia política foránea y la hegemonía cultural norteamericana, aunado a las políticas económicas avaladas por figuras locales autoritarias, serviles y despóticas, permitían la importación de valores occidentales en detrimento de los locales. De esta manera, la agitación social en las urbes, las guerrillas en las montañas, la represión, las desapariciones, las torturas, los desmovilizados, la miseria y la exclusión, preparaban un terreno fértil para el cuestionamiento crítico y deconstructivo del panorama social, político, cultural e identitario a través del cine.
Esta forma de hacer cine en Latinoamérica, no sólo aportó un discurso estético audiovisual de la realidad social latinoamericana que pudiese incidir en los proyectos revolucionarios de emancipación nacional, sino que ayudó además, a entender los contextos históricos y coyunturales de los países en cuestión; dado que la representación de los actores locales, en algunos casos, auténticos sobrevivientes de los hechos, permitió acercarse más a las particularidades simbólicas, materiales y culturales de cada país, mostrando así, un entramado de significaciones de la identidad de cada nación.
La irrupción de esta propuesta cinematográfica, tanto en el campo documental como de ficción, tuvo nobles intenciones, y existe un acervo fílmico creado con poco presupuesto – y en muchos casos en la clandestinidad – entre finales de la década de los 60 hasta los años 80. Por ejemplo, emblemáticos filmes como (La hora de los hornos, 1968) de los directores argentinos Pino Solanas y Octavio Getino, (El coraje del pueblo, 1972) del director boliviano Jorge Sanjinés, (La tierra prometida, 1973) del director chileno Miguel Littin y (Adelante Brasil, 1980) del director brasileño Roberto Farias. No obstante, por el tenso conflicto político que hundía a los países de Latinoamérica, muchos directores terminaron encarcelados, asesinados y algunos más en el exilio.
No fue sino hasta la década de los 90, durante los procesos de transición “democrática” y en los acuerdos de paz de algunos países de Latinoamérica, cuando este tipo de cine comenzó a tener mayores espacios de producción, creación, distribución y difusión.
De modo que el tema de las dictaduras militares, tanto de izquierda como de derecha, pudieron replantearse con mayor confianza y se pudo ejercer una aguda crítica a través del cine documental, y una representación reflexiva mediante el drama y la ficción, escenificados en esos periodos oscuros, dolorosos e indelebles que sumieron a muchos países de Latinoamérica.
Desde la última década del siglo XX hasta el primer cuarto del siglo XXI, el drama en el cine latinoamericano, ha centrado su atención en diversos temas sociales que aquejan a muchos países de Latinoamérica, tales como la marginación, la pobreza, los desplazamientos, las migraciones, conflictos étnicos, raciales, culturales, sociales, territoriales, políticos y violencia sistémica; muchos de ellos son reflejo y consecuencia de los procesos coloniales, los regímenes dictatoriales y de los sucesivos experimentos económicos impuestos por organismos financieros internacionales.
El drama social como recurso en el cine latinoamericano
El drama, ha estado presente en el cine latinoamericano desde principios del siglo XX, pero es en las últimas décadas cuando las connotaciones políticas le dieron un giro fuertemente social a este género, tanto en la literatura como en el cine.
El drama social, conquistó la narrativa latinoamericana en distintas tendencias artísticas, desde la novela, el teatro, la música y el cine. Los contextos políticos permitieron la proliferación de diversas expresiones y estilos, procurando anclar el realismo a una construcción estética vernácula que superó definitivamente el estandarte mimético de la producción regional de cine. El realismo mágico en la literatura surge paralelamente con esta inquietud cinematográfica con escritores como Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Carlos Fuentes, entre otros.
Esta tendencia narrativa articuló, junto con el cine, un género que asentó su identidad en el drama social latinoamericano, dándole una singularidad estética a la producción fílmica regional de finales de siglo, y que hoy en pleno siglo XXI sigue vigente en directores como Francisco Vargas Quevedo, Andrés Wood, Mariana Rondón, Pablo Perelman, Luis Mandoki y Carlos César Arvelaez, entre otros.
Este cine latinoamericano, contempla la radiografía social como columna vertebral de su industria. Apuesta al realismo como método liberador de la historia, la identidad, la memoria y la conciencia social latinoamericana. Una historia común heredada de estructuras coloniales, regímenes dictatoriales y políticas criminales fraguadas “democráticamente” por condiciones estructurales y por las leyes del mercado, engendrando así, una Latinoamérica sumida escandalosamente en la exclusión social y con sociedades empujadas a una modernidad tecnológica y desarrollista que choca con las múltiples realidades culturales y con las demandas sociales de vastos sectores desposeídos, oprimidos y silenciados.
Hoy este cine aborda las más variadas dimensiones de la realidad social contemporánea e histórica latinoamericana, con una estructura dramática que ha encontrado una auténtica representación en actores claves como el anciano, el joven, el niño y la mujer. Desde películas como: (En el tiempo de las mariposas, 2001) del director Mariano Barroso, basada en una novela de la escritora Julia Álvarez o , 2006) del director Luis Llosa, inspirada en la novela homónima del escritor Mario Vargas Llosa, donde las historias son protagonizadas por el símbolo femenino, como representación del drama de la madre patria, en un contexto amargo para la República Dominicana del periodo trujillista.
Fotograma de La Fiesta del Chivo
La representación de los niños como recurso dramático
A inicios del presente siglo, han aparecido películas que han puesto en el centro de la trama a la figura del niño, ya sea como un personaje vivencial pero con un sentido revelador, o como un narrador homodiegético, autodiegético u omnisciente. Esta propuesta en el cine latinoamericano, aparentemente tiene un fuerte sentido simbólico en la narrativa fílmica contemporánea, ya que la figura del niño no es vista simplemente como un concepto sociocultural, sino como una alegoría del mundo idealizado por los adultos ante la adversidad de una realidad que se pretende cambiar o transformar. La versión del niño es, digamos, la visión edénica del mundo que desearíamos alcanzar, es decir, la utopía de los pueblos.
La escenificación del niño es un estilo recurrente en el cine con tramas históricas de la guerra y posguerra de Europa, a decir de (El pequeño Vanya, 2005) de Andrey Kravchuk, (La lengua de las mariposas, 1999) de José Luis Cuerda o (El ladrón, 1997) de Pavel Chukhrai, y está muy presente en el cine de oriente medio, en películas como (Persépolis, 2007) de Marjane Satrapi, (Las tortugas pueden volar, 2004) de Bahman Ghobadi, (Los niños del fin del mundo, 2004) de Marzieh Makhmalbaf, (Cometas en el cielo, 2007) de Marc Forster y (El hijo de Babilonia, 2011) de Mohamed Al Daradji.
En 2007 apareció una película promovida por la UNICEF, titulada (Los niños de nadie, 2007) donde 7 directores: Mehdi Charef, Emir Kusturica, Spike Lee, Kátia Lund, Jordan Scott, Ridley Scott, Stefano Veneruso y John Woo, plasmaron pequeñas historias de niños de diferentes partes del mundo enfrentando las asperezas de la vida.
No es casualidad que la mirada íntima de un niño sea puesta al desnudo en filmes que muestran contextos adversos como la miseria o la guerra, donde sólo el drama salvará al espectador de la desazón y la desesperanza, por ejemplo en la película (Niños del cielo, 1999) de Majid Majidi o en el (Laberinto del Fauno, 2006) de Guillermo del Toro.
La actuación de los niños no es un mero recurso narrativo, sino la representación de un mundo ofuscado por una realidad despiadada que sucumbe a los designios de la razón, y no a los senderos de los sueños, los sentimientos y lo utópico.
Desde luego, la figura infantil mueve las fibras sicológicas del espectador y el mensaje llega de esta forma a un público más amplio. Por ejemplo en la película titulada (Alsino y el cóndor, 1983) del director chileno Miguel Littin, ésta es, posiblemente una de las primeras incursiones dramáticas donde el actor principal es un niño. La trama se centra en un niño campesino nicaragüense que, durante la guerra de liberación nacional en la Nicaragua Somocista de 1979, desea volar como el cóndor. El sangriento contexto choca brutalmente con el sueño de Alsino, no obstante, su drama supera la realidad de dolor y muerte que le rodea. Este film logra sacudir las fibras emocionales de un amplio público, ya que las estructuras narrativas como los fusiles, los cadáveres y la montaña, son sólo el acontecimiento accidental ante la locura pueril de querer volar. El deseo de volar del personaje es mágico, alegórico y hasta utópico, siendo el recurso dramático central frente al vuelo real de un helicóptero, piloteado por un militar norteamericano que dispara contra a su pueblo.
Fotograma: El Labeninto del Fauno
La representación de este universo dramático de los niños, está presente en varias películas que salieron iniciando el vigente siglo. Tal es el caso de la película (Voces inocentes, 2004) del director mexicano Luis Mandoki, en la cual un niño de 11 años llamado Chava, vive en una comunidad rural periférica de la ciudad de San Salvador, el Salvador. El niño experimenta la adversidad de su pueblo en un contexto de guerra que asola a este país. No obstante, el amor, la amistad, la lealtad y los sentimientos humanos más nobles, hacen superar la indignación del personaje que, a pesar de la guerra y la muerte, los asimila como un acto de fe.
La película de la directora venezolana Mariana Rondón, titulada (Postales de Leningrado, 2007), nos cuenta una historia inspirada en la década de 1960, de cuando la guerrilla venezolana, época en que las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, se movilizaban en las montañas. La historia es narrada desde el imaginario pueril de una niña, hija de una joven guerrillera que huye por todo el país. La niña cuenta la ilusa trama como un narrador homodiegético entre juegos y disfraces, en los que debutan superhéroes y guerrilleros, y aunque la historia no escapa a las torturas, muertes y desapariciones, le muestra al espectador el drama entre la mirada heroica de una niña y la cruda realidad.
La representación de la visión de los niños es patente en el drama latinoamericano. El siglo XX fecundó y enterró los autoritarismos pero, irónicamente le abrió campo a un cine dialógico protagonizado por entidades sociales claves como la infancia, sector que por mucho tiempo fue condicionado y afectado por diversos procesos socio-ideológicos, guerras y procesos políticos variados. En la película (Machuca, 2005) del director chileno Andrés Wood, el protagonismo de dos niños, Gonzalo Infante y Pedro Machuca, ambos provenientes de sectores sociales distintos, y abismalmente opuestos, son el claro reflejo de las fragmentadas sociedades latinoamericanas. La película es inspirada en el contexto del gobierno socialista de Salvador Allende, en Chile. Ambos niños comparten la intimidad de un mundo idealizado, pero los condicionantes políticos, sociales e ideológicos desvirtúan su universo, separándolos con la brutalidad racional que caracteriza a las sociedades clasistas y racistas heredadas de estructuras coloniales.
Fotograma de la película «El Violín» (Sensacine)
Una vez más el drama de la utopía es puesto en escena en la película (El violín, 2005) del director mexicano Francisco Vargas, escenificada en el contexto de la denominada “guerra sucia” que vivió el México a mediados del siglo XX. El nieto de don Plutarco, e hijo de un militante de la guerrilla campesina que pretende derrocar al gobierno, es el que aprende los sabios conocimientos de su abuelo. El niño no tiene un papel narrativo central, pero es el que representa la semilla de la lucha. Con la eventual muerte de su padre y abuelo, el niño es el encargado de contar la historia y continuar la utopía generacional. En esta película el niño representa el claro reflejo de una realidad que se vive día a día en Latinoamérica: la denuncia. Pero también la omisión, y el olvido como en la película (En los colores de la montaña, 2010) del director colombiano Carlos Cesar Arvelaez. Este film cuenta el mundo desde la visión de Manuel, un niño de una comunidad rural de Colombia, atestada de guerrilleros de izquierda y paramilitares de ultra derecha; además de desplazamientos humanos, minas anti personales, luces de bengala, ecos de detonaciones de fusiles y de hélices de helicópteros. Manuel conoce parcialmente el mundo que le rodea, no obstante, su vida transcurre naturalmente embelesado con el balón de futbol que le regaló su padre, sus fantasías bucólicas, sus dibujos paisajísticos y las luces misteriosas de la montaña. A pesar de ver las huellas de la violencia, Manuel sigue soñando con ser un portero de fútbol.
En la película (La lección de pintura, 2011) del director chileno Pablo Perelman, la historia versa sobre un niño con un inusual talento para la pintura, hijo de una madre soltera que migra a una pequeña provincia en busca de trabajo. El niño, apoyado por un boticario y por la comunidad entera, logra desarrollar su talento y plasma en sus pinturas las particularidades, no solamente del poblado, sino también el fortalecimiento de un gobierno socialista que parecía ofrecer mejores condiciones para todos.
Sin embargo, el sueño de convertirse en artista y aprender en la capital se ve truncado por el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, de una manera, por demás angustiante pues el niño es separado de su madre y llevado solo junto con sus pinturas en un tren vigilado por militares pinochetistas.
Quizás de todas las historias sobre dictaduras y desapariciones de personas, esta película se destaque por el hecho de que el personaje es apenas un niño, silenciando por su visión crítica y utópica a favor de una revolución social. El niño es la alegoría de las nuevas ideas silenciadas en América Latina.
El discurso del cine social latinoamericano, no pretende sólo mostrarnos una versión contemporánea e histórica de América Latina, sino también los códigos del lenguaje y la representación necesarios para llegar a la realidad. Las películas hasta ahora mencionadas, tienen una coyuntura, pero también un lenguaje que no contradice las experiencias vividas y testimonios que se encuentran en la historia oral, oficial y popular de los pueblos. La cuestión estética de este cine, está impregnada por los imaginarios socioculturales, las experiencias políticas, el folk, las tradiciones orales, y eso explica su fuerte arraigo identitario.
La contribución del drama y el drama social, dibujó una estética basada en el realismo, el cual es consecuente con los contextos regionales y rompió, indudablemente, con los viejos paradigmas cinematográficos impuestos. Abrió todas las posibilidades para la construcción de un discurso local enfocado en el hecho social: la memoria histórica, las revoluciones y el cambio social.
Por último, la figura infantil como recurso dramático y las simbologías como el silencio, la utopía, el olvido, la división, la denuncia, la memoria, etc. son constantes en la realidad latinoamericana.
Larry Montenegro Baena
Director de La Tribu Posmoderna
www.montenegrobaena.blogspot.com
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