La Masacre de Múnich: El día que el espíritu olímpico se manchó
Por Francisco Espinosa
Esa noche, el mundo occidental se había ido a dormir con la hazaña completa del estadounidense Mark Spitz. La séptima medalla de oro del nadador velocista era lo más comentado en las noticias ante el talento de un súper hombre. Los Juegos Olímpicos de Múnich 1972 tenían 10 días de haber comenzado con un ambiente festivo en tiempos de paz. En medio de una madrugada relajada, uno de los episodios más oscuros en la historia del deporte se viviría para cambiar la forma de ver al mundo.
Después de México 68, la ciudad alemana rompía récord con 900 millones de espectadores en 100 países testigos de la inauguración en el majestuoso estadio olímpico de Múnich con su incomparable arquitectura. Después de 36 años, los juegos regresaban a Alemania con una realidad muy distinta lejos del nazismo autoritario de Hitler. El horror del que se había librado el mundo, tendría una nueva faceta que provocaría un caos que hasta la fecha, sigue estando vigente.
De los siete mil atletas que acudieron a la cita, llamaba la atención la delegación israelí. El mundo celebraba la presencia de judíos en suelo alemán 27 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Mientras el espíritu olímpico vivía tiempos de felicidad, el planeta atestiguaba una realidad inestable. Un grupo palestino que se hacía llamar “Septiembre negro” había secuestrado al Primer Ministro de Jordania Wasfi Tall y a un avión de pasajeros que se dirigía a Israel durante 1971. Los juegos representaban un respiro público.
Tres semanas antes de la justa, un informe del Ministerio de Relaciones Exteriores alertó al servicio secreto y a las autoridades de la justa para que estuvieran atentas sobre un posible atentado. Sin embargo, los encargados de la seguridad en Múnich no hicieron nada queriendo salvaguardar una imagen sin armas. Hace 41 años, en punto de las cuatro de la mañana, miembros del grupo terrorista vestidos de atletas escalaron la malla de protección de la Villa Olímpica ayudados por deportistas estadounidenses, pensando que como ellos, regresaban de una fiesta a horas no permitidas.
Sin demora, se dirigieron directamente a la sección 31. Una zona alejada de la villa donde se encontraban los israelíes. Moshé Weinberg, entrenador de lucha libre, se percató entre sueños mientras un palestino armado intentaba abrir la puerta de su habitación. De inmediato se lanzó antes de que entrara alertando a los demás. Gracias a esto nueve personas lograron escapar por las ventanas mientras él era acribillado. En otra de las habitaciones, el levantador de pesas Yossef Romano fue asesinado al enfrentarse a uno de los encapuchados con un cuchillo de cocina. El cuerpo de Weinberg fue sacado a uno de los pasillos exteriores como un mensaje. Nueve miembros de la delegación judía fueron tomados como rehenes.
Luttif Afif era miembro distinguido de Septiembre Negro y encargado del comando aquella madrugada de Múnich. Dos meses antes había sido miembro de los trabajadores que terminaron de construir la Villa Olímpica. A las cinco de la mañana, después de que un oficial descubriera el cadáver expuesto, la policía alemana estaba presente en el lugar. Para cuando llegó el alba, el mundo entero ya sabía de la noticia. Alrededor del edificio estaban 4,000 periodistas y 2,000 cámaras de televisión mientras la justa continuó en el estadio olímpico.
Un comité se forma para encarar la situación. A las seis de la mañana, dos notas caen desde la zona secuestrada. En una se informa sobre la autoría de los hechos y en la otra se exigía la liberación de 234 palestinos encarcelados en Israel antes de las nueve para soltar a los rehenes. Con solo tres horas, el gobierno alemán se comunica con el de Israel que le ofrece un grupo especial para que viaje hasta Alemania y se encargue de la situación. Los europeos rechazan la oferta, mientras desde Medio Oriente se niegan a negociar con los terroristas.
Entre negociaciones, Afif, vestido con un traje de Safari, concede alargar la prorroga hasta el mediodía y una visita de dos miembros del comité olímpico para revisar el estado de salud de los secuestrados. En el interior, un cuerpo está tapado con una sábana blanca y las paredes están llenas de sangre. En un pequeño cuarto, los nueve rehenes están amarrados con tres encapuchados apuntándoles constantemente. Uno de los miembros contabiliza cinco terroristas, dato vital que la policía le había pedido conseguir.
A las once de la mañana, la presión pública obliga al comité a suspender los juegos al menos 24 horas. Ante la negativa del gobierno israelí para negociar, en Múnich saben que tendrán que recuperar el inmueble y los rehenes a la fuerza. Un grupo de policías suben hasta la azotea del edificio sin el más mínimo de experiencia en situaciones parecidas. Por ley, el ejército alemán tenía prohibido participar en asuntos de índole local. Rebasados por la situación, sin formar un cerco que resguardara la zona de los medios de comunicación, el ataque sorpresa es televisado a todo el mundo. El operativo se cancela.
Entre tanto ajetreo, el grupo exige un avión que los lleve hasta El Cairo. El comité de rescate acepta ideando un plan imperfecto con todas las carencias de conocimiento. Un autobús recoge a los encapuchados y a los rehenes para trasladarlos a dos helicópteros ubicados a 250 metros del lugar. En total, son ocho terroristas, dato importante al que no se le tomo en cuenta. En un aeropuerto militar a las afueras de Múnich, un Boeing 727 espera al convoy. Tres agentes arriba del avión discuten el plan de asesinar a Luttif y su mano derecha cuando subieran a revisar el aeroplano. Temerosos de que activaran alguna bomba, bajan y huyen.
Cinco francotiradores esperan para dar de baja a los terroristas. Dos sobre la pista, tres en la torre de control. Sin las armas adecuadas, con sólo tres faros de visibilidad, la operación fue un rotundo fracaso. Tras fallar el plan, un intenso tiroteo de media hora se desata en medio de las plegarias de los rehenes amarrados divididos en los dos helicópteros. Abatido el líder Luttif, un miembro del comando asesina a los cuatro rehenes de la primera aeronave para después hacerla explotar con una granada. Otro asesina a los cinco restantes, mientras autoridades de Múnich presumen al mundo como un éxito el operativo calmando a las familias de los involucrados.
A media noche, cuatro coches blindados ingresan al lugar con los medios de comunicación grabando todo desde la entrada. Al salir uno de los vehículos, las cámaras captan el llanto desconsolado del chofer. Las buenas noticias se derrumban. Moshe Weinberg, Romano, Ze’ev Friedman, David Berger, Yakov Springer, Eliezer Halfin, Yossef Gutfreund, Kehat Shorr, Mark Slavin Andre Spitzer y Amitzur Shapira fueron asesinados en aquella noche fatídica para el mundo.
Al día siguiente, para el asombro del planeta, Avery Brundage, presidente del COI, se dirigió a los 80,000 asistentes en el estadio olímpico en un discurso que abogaba por la fortaleza del espíritu olímpico sin hacer mención de los asesinados. “Los juegos deben continuar”, sentenció provocando la renuncia de muchos atletas consternados. Años después, el mundo sabría que la televisión alemana no tenía contenidos para suplantar las actividades olímpicas en caso de suspender la justa. El mundo conocería la cacería humana entre dos pueblos.
Golda Meir, mujer implacable y primer ministro de Israel, lanzó la operación secreta “Ira de dios”. Por primera vez se autorizaba una política de acción contra el terrorismo. Entre 1972 y 1973, 12 palestinos vinculados a la Masacre de Múnich fueron cazados en distintas partes del mundo por el servicio secreto de Israel. Desde ese día, la lucha política y militar entre los dos países no ha cesado. La política sobre el combate del terrorismo se ha acrecentado e incluso llevado a ser pretexto para otros fines. El horror de aquellos juegos manchó el espíritu olímpico. Hoy, la Villa es una casa habitacional con una placa en recuerdo a los asesinados. En 2004, los familiares de los atletas muertos recibieron 3 millones de euros de parte del gobierno alemán después de demandarlos por el ineficiente operativo de rescate.
[Sin Embargo]