Reflexiones sobre la sociedad digital y la cibercultura I: resonancias históricas
Por Elisabet Roselló
Cada vez tenemos más claro que pertenecemos a un nuevo modelo de sociedad. Para la gran mayoría de nosotros como mínimo una vez al día consultamos Internet para algún menester. Hacemos transacciones, compras, relaciones humanas, relaciones laborales, nos entretenemos, descubrimos nuevas visiones y nuevas opiniones, nos evadimos, nos llevamos golpes bajos, altos, duros y suaves,…. Aunque no todo el mundo tiene ordenador con conexión a Internet, y mucho menos dispositivos como smartphones o tabletas. La cuestión es que la sociedad digital no es un asunto de esas personas, y mucho menos va de la sociedad que está metida en redes sociales. No es sinónima de sociedad virtual o etérea, nos lo ha demostrado con las revoluciones sociales que se han gestado en lo virtual desde hace unos años en diversos puntos del mundo. Es algo palpable.
El hecho es que estamos viviendo una revolución íntegra. La crisis es sinónimo de proceso de rupturas, destrucciones y reconstrucciones, que sólo mediante la acción de cada persona y comunidad conduce los sucesos hacia el diseño de un futuro incierto. Esta revolución se ha comparado a la revolución de la imprenta y el universo de Gutenberg: como dicen los McLuhanistas, los nuevos medios marcan revoluciones.
Tenemos inquietudes, dudas, miedos y esperanzas comparables a lo que sucedió con la difusión de la imprenta y el papel impreso en Occidente (puesto que su invención se sitúa en China en el siglo XI, aunque si apuramos, incluso en época sumeria ya tenían unos cilindros y otros artefactos con los que imprimían en la arcilla pequeños textos allá en el quinto milenio a.C.).
Los alfabetizados de la época creían, por ejemplo, que perderían el conocimiento de la escritura, igual que ahora pensamos cosas similares respecto a la digitalización de los libros. O que la calidad de los libros -anteriormente escritos e ilustrados a mano- iba a bajar y a traer consecuencias culturales un tanto nefastas.
Johannes Trithemius, un abad de uno de los tantos monasterios que se dedicaban a la realización de manuscritos, no fue un enemigo de la imprenta como a veces se le ha figurado. Pero escribió un trabajo titulado De laude scriptorum manualium (Alabanza al trabajo del escriba), donde quedó patente cierta preocupación por el papel de los monjes en la reproducción de libros y su posible futura obsolescencia. Trabajo que buscó tener aceptación y difusión entre su propio gremio en ese siglo XV de tantos cambios casi planetarios, que por ironías de la Historia se conserva una copia en su versión impresa
Lo significativo del asunto de Trithemius, así como de sus contemporáneos, es que no necesariamente tuvieron un “problema con”, u odio a la imprenta, pero el cambio de medios planteaba dudas y miedos, porque sencillamente su eficiencia de producir unidades de comunicación de ideas era más rápida y productiva. Esto también conllevó ciertas sensibilidades sobre la saturación de información en el panorama cultural, y la lenta pero progresiva alfabetización de más estratos sociales (antaño estaba reservado a monjes, escribas, y alguna suerte de noble letrado por afición). Más profundamente, replanteaba cuestiones muy afines a nuestra época actual.
En poco más de un siglo sería una de muchas muestras el papel de la imprenta con la triste Guerra de los Treinta Años (1618-1648) en la que se confrontaron la Europa protestante frente la católica y sus ecos resonaron en otros países como el nuestro o en las colonias americanas. La imprenta tuvo un importante papel en la difusión de ideas sobre todo protestantes (libros, manifiestos, panfletos,…), o ideas que sencillamente molestaban a los poderes, como por ejemplo las ideas científicas. Como hoy en día se difunden imágenes, entradas de blog y eventos en las redes sociales.
La cuestión es que la revolución digital no sólo ha marcado la comunicación humana, sino también la producción, la noción del tiempo. En cierto punto, también podríamos decir que a la revolución de medios, se está sumando una revolución de producción equiparable a la II Revolución Industrial, si es por encontrar más similitudes históricas, jugando a la heterodoxia y la imprudencia histórica como licencia para generar comprensión humanística. Dicen que estamos entrando en la III Revolución Industrial (como Jeremy Rifkin o Chris Anderson anuncian), marcada por las Tecnologías de la Información y Comunicación, por la tecnología de autoproducción como las impresoras 3D, y por las Tecnologías de Aprendizaje y Conocimiento. Y lo que dicen no es para nada descabellado.
Es una cuestión muy compleja. Pero es para proclamar a cuatro vientos que muchos países estamos perteneciendo a la sociedad digital, así como a su (ciber)cultura. Tengamos o no ordenador, conexión a Internet o Smartphones. El hecho es que el tiempo lo vemos de diferente manera. A cierto hedonismo se ha sumado querer tenerlo todo inmediatamente, porque nuestros cerebros han aprendido que las respuestas pueden ser instantáneas o seguidas secuencialmente de forma rápida a nuestras acciones, y nos ansiamos si tarda una hora, un día, o una semana la respuesta, aunque ello no pueda ser así. Esto ha afectado al trabajo, a la vida personal e incluso a las relaciones más íntimas.
La sociedad digital no es una cosa surgida en el 2001, se inseminó tan buen punto se planteó la cuestión de procesar la información de forma externa, mediante intríngulis matemáticos. Se supone como padres de la informática a Charles Babbage con sus máquinas de supercálculo analítica y la nunca finalizada diferencial, y a Ada Lovelace, socia de Babbage, ambos coetáneos de esa II Revolución Industrial (1850-1910 aproximadamente); dícese la primera programadora de la Historia, hija de Lord Byron. Pero mejor situarnos ya en la posterioridad de las guerras mundiales, y en los años 70 donde la computación iba tornándose más asequible, y en los años 80 cuando surgió Internet y las primeras comunidades sociales digitales, ahí están los primeros germinados de nuestra sociedad digital, esperemos que no digitalizada.
La cibercultura ha suscitado los nuevos planteamientos de esta época. Producción y ¿consumición? de la cultura y nuevas formas de expresión e hibridación y remixeo; reflexiones sobre la separación entre lo real y lo imaginario o virtual, y hasta la extensión de la reflexión sobre la dualidad cuerpo-mente, añadiendo la máquina como extensión del sistema nervioso (de nuevo ahí está McLuhan); nuevos modelos de valores; nuevas utopías, nuevas distopías (no olvidemos que cyber viene del griego y su significado es relativo al control, ahora bien ¿de quién?), como en ambos casos podría hablarse del transhumanismo, utopías para unos y distopías para otros; nuevas visiones sobre las distancias geográficas y sociales y la multiculturalidad,… Podría seguir enumerando más cuestiones planteadas, pues se reflexiona prácticamente sobre todo lo relacionado a la esfera humana.
De este cambio no escapamos nadie para bien y para mal, como en esa revolución Gutenbergiana. Ha superado la masa crítica en muchos ámbitos. Es un cambio de cambios, una revolución compleja en el que la crisis económica podríamos decir que es una parte (y es que la globalización es pareja a esta transformación), donde juegan resistencias de la antigua era y radicalismos hacia lo nuevo, y tantos puntos de vista intermedios. Todos tenemos un papel, más hoy en día que nos hemos hiperconectado a escala planetaria. Por eso la inacción ahora se ha convertido en una acción. Permitidme constatar, pues, que estamos en una revolución histórica sin parangón y que gradualmente estamos perteneciendo a la sociedad digital y creando una nueva (ciber)cultura. Tengamos o no connexión a Internet.
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