El libro, ese singular universo*
Por René Rodríguez Soriano
Sé que hay un infierno. Vive en las palabras de Dante y nos asaetea con su presencia cotidiana en una realidad que, además de chata y monda, se empecina en imitar la fantasía. Y, como de las palabras que se suceden y se suceden, desde dentro de sí mismo, el libro se reinventa, se cuestiona, se retroalimenta y da nueva a infinitas posibilidades…
De vez en cuando vuelvo a las tandas de maní tostado y Manuelico; no había placebos ni en la radio ni en la televisión, él llenaba de historias y de asombro los umbrales del anochecer. Había fogata, té de jengibre, y eran hondas, remotas y sin protocolo las historias, ¡pero cuánto se gozaba a de la alfombra mágica en la que nos montaba Manuelico: amo y señor de los artilugios para conjurar ese mundo maravilloso que al final de cada esperábamos con gozosa ansiedad!
¿A dónde iban las palabras y de qué lugar regresaban cada noche? Manuelico volvía con más historias, y nosotros nos internábamos subyugados a los reinos del espanto y de los sueños. A la luz de la leña seca, crujiente y luminosa, la oralidad se apropiaba del instante y del espíritu de niños y mayores, y no había de otra que esperar el atardecer del nuevo día. Ni pensar en Gutemberg, en Borges o en la Biblioteca de Alejandría; Pedro Animal, Juan Bobo y el Sastrecillo Valiente mantenían a raya a Pedro el Cruel y todas sus malvadas huestes.
La memoria era el templo donde oficiaba Manuelico, y cual si fuera un sombrero de copa, noche a noche, por su lengua florecían como conejos los más inimaginables caminos de la magia y la aventura. El libro entraría después, lleno de ilustraciones que sucumbieron cada vez que la descuidó el costurero e, insumisos, alcanzábamos a manipular sus tan vedadas tijeras. Éramos una aldea que apenas alcanzaba para un solo cruce al arroyito que zumbaba por las noches mil tonadas de grillos y cocuyos. Cada historia concluía justo donde iniciaba la otra.
Y habría de llegar la escuela con su arsenal de tizas y creyones para desvelarnos la grafía de las palabras; íbamos hacia ella por los mismos trillos por donde se arreaba el ganado y entraban y salían los trabajadores con sus aperos y arneses. Y aunque Dolores con sus trastos y su entrega, no dominaba el fuego y sus fisuras como Manuelico, nos dotó de destrezas para nadar con tino en las turbias aguas del lenguaje y la memoria: aprendimos las letras y su topografía. Entonces fuimos a los libros, a beber de su savia, a volar.
Cuando llegó el primer libro, me interné entre sus páginas con desmedido encanto. Nacieron cientos y cientos de preguntas, tomaron cuerpo y se esparcieron las dudas y las descreencias; de un tirón, sin respirar, quise leerme la exigua Biblioteca Municipal e intenté devolver a sus antiguas páginas cada una de las litografías que antaño trasquilé de los anaqueles de mi hermano. ¿Fue acaso corretear de nuevo por los yaraguales llenos de guarapo y florecitas fucsia tras las mariposas amarillas? Confronté, consentí: leer era un poco más allá del ancho mundo donde había llegado a lomo de la ya cansada yegua del viejo Manuelico.
Y entonces quise más y más.
El libro, sin lugar a dudas, fue la llave para abrirme una ventana a lo desconocido, novedoso. Quiroga, los Andersen, Mark Twain, Salgari, Perrault, Verne y ese inolvidable tomo de Las más bellas leyendas de la antigüedad clásica, de Gustav Schwab, me llevaron y me trajeron por furnias, pantanos, quebradas y senderos de palabras. Leí mi isla, mis contornos, preñados de leyendas y alzados sin camisa corrigiendo la historia a machetazo limpio: Bosch, Cestero, Roumain, Penson, Lacay Polanco, Rijo…
Y las palabras se quedaban allí, página tras página. Podía volver a ellas y encontrarles los mil y un significados; perderme en el armazón del libro, su forma, su peso, su grosor, su densidad. El libro tenía cuerpo, volumen y podía ponerlo y tomarlo de encima de la mesa; acomodarlo junto a otros en pequeños o grandes anaqueles; prestarlo, extraviarlo y recuperarlo, sin que jamás perdiera su contenido, se diluyera en el vacío: tenía vida y había sobrevivido desastres y hecatombes. Alguien me habló de Alejandría, de las llamas, del odio acérrimo de tiranos y patronos por el contenido y continente de los libros.
Y entonces llegué a Borges, Novalis, Flaubert, Goethe, Mallarmé y Calvino en su afán de infinito: escribir el libro absoluto que traspasara la inmensa llanura que es una misma en cualquier lugar de la tierra, del tiempo y de las lenguas. Y en esas andaduras, tropecé con Cortázar, García Ponce, Elizondo, Felisberto, Musil, Proust y el viejo de los Garmendia, administrando con mesura los signos y los símbolos convencionales de la lengua; dejando vida y piel en cada renglón, a toda página, y en cada libro que, a su vez, engendraba y procreaba cientos de cielos y universos.
Sé que hay un infierno. Vive en las palabras de Dante y nos asaetea con su presencia cotidiana en una realidad que, además de chata y monda, se empecina en imitar la fantasía. Y, como fuente de las palabras que se suceden y se suceden, desde dentro de sí mismo, el libro se reinventa, se cuestiona, se retroalimenta y da nueva vida a infinitas posibilidades del libro que, palabra en ristre se yergue airoso contra vaticinio apocalíptico, ni el fuego ni el desdén ni la apatía ni la sevicia ni el odio darán al traste con una de las herramientas más singulares de la humanidad. Su importancia no sólo radica en las horas de placer y de vuelo que nos brinda su lectura; el libro, desde sus primeros soportes en tablillas de arcilla o sobre las rocas, nos posibilita salvaguardar y propagar la historia, viabilizando de manera muy puntual y precisa, la comunicación en el sentido más amplio.
Cada etapa del desarrollo de la humanidad, con sus limitaciones y sus luces, amplía el abanico de posibilidades. Viniendo desde el papiro de los egipcios, pasando por el papel de los chinos y auxiliándose de la imprenta de tipos móviles de Gutemberg, el libro en soporte de papel que conocemos hasta hoy ha llenado sus cometidos: enseñarnos a pensar, hacernos libres.
Ni el de las cavernas con sus figuras cuneiformes, ni Manuelico con aquella inmensa voz que nos dibujaba el mundo a mitad del siglo pasado, visualizaron jamás un soporte virtual para sus imágenes y sus palabras que no se almacenarían ni encima ni una detrás de la otra. El libro es una realidad de la era tecnológica que comenzó a tomar control de las cosas desde el momento mismo en que la casi subutilizada máquina de escribir se viste de obsolescencia, y se convierte en simple objeto coleccionable.
Y el Blogger, ¿no será acaso un descendiente lejano de Manuelico que nos puntualmente con toda su música de luciérnagas, fantasmas e imaginería suelta a toda cancha? Cambian los tiempos; cambian las formas y se acortan las distancias, y se es gato o se es liebre, simplemente. Tanto el libro físico, ese de variadas formas y tamaños, con el que hemos andado y desandado tantas leguas, en tantas lenguas y lenguajes, como el ingenioso engendro con el que nos seduce en estos días el amplio espectro de la red, son alas de un mismo pájaro: y mansa agua para la misma sed de conocimientos y libertad.
De la misma manera que el nombre no es el hombre, el soporte no es el libro en sí. Hablo del libro que contiene ese texto o tejido con ese poco de neurosis necesario del que con tanta pasión y placer hablara Barthes; ese jaguar que nos consume en las llamas de su goce de entregarse o engullirnos es más fuego aún, llama ardiendo en las arenas del tiempo, coexistiendo, auxiliándose, confabulándose; engendrando nuevos tramos, nuevas vías y soportes, dotándonos de alas para abordar los retos, los páramos, las taras y las innovaciones con el placer lector que nos libera más allá del divino laberinto de los efectos y de las causas.
* El libro, ese singular universo hace parte de Los libros de la isla desierta, de Carlos X. Ardavín Trabanco
Fuente: MediaIsla