Cuanto más inteligentes, menos creyentes
• Un exhaustivo repaso a los estudios publicados en el último siglo muestra una correlación negativa entre inteligencia y religiosidad
• Los autores sugieren que un mayor intelecto cumple las funciones que suele cumplir la fe
Por Miguel Ángel Criado
Panorámica de Jerusalén con el muro de las lamentaciones en primer plano / Sheepdog85 / Wikimedia Commons
La ciencia tiene cada vez más claro que existe una correlación entre inteligencia y religiosidad pero es negativa: los más inteligentes tienen tendencia a ser menos religiosos. Al menos esa es la conclusión principal de una investigación que repasa todos los estudios que han analizado esta relación entre intelecto y fe desde comienzos del siglo XX. Para los autores de este metaanálisis, la religión cumple una serie de funciones para el ser humano que explican su pervivencia a lo largo de la historia. Pero, para un número creciente de personas, sus mayores habilidades intelectuales hacen innecesario a dios.
El trabajo, publicado en Personality and Social Psychology Review, ha recopilado todos los estudios que han encontrado sobre religión e inteligencia. Consultaron los archivados en la base de datos de la Asociación Americana de Psicología que se ajustaran a términos de búsqueda como coeficiente de inteligencia, IQ, inteligencia o habilidadess cognitivas y, también temas como religión, espiritualidad, o creencias religiosas. Además revisaron uno a uno los artículos aparecidos en revistas científicas especializadas en religión y consultaron en Scholar, el buscador académico de Google, con la combinación de palabras religión + IQ + inteligencia.
Encontraron 62 estudios. La mayoría medían la inteligencia con alguno de los test IQ o, en particular en el caso de investigaciones con estudiantes, mediante exámenes de aptitud. Las mediciones de la religiosidad eran más heterógeneas, desde escalas de creencias religiosas a preguntas del tipo vas a misa. Los científicos codificaron todos esos valores para permitir una comparación estadística.
“53 estudios mostraron una correlación negativa mientras 10 presentaban una correlación positiva”, dice el estudio. Es decir, desde un punto de vista estadístico, altos valores en la variable A (inteligencia) se corresponden con bajos valores en la variable B (religiosidad). Además, en 33 de ellos la correlación negativa era significativa: los valores difícilmente se pueden deber al azar o a un error en el muestreo.
Pero correlación no significa causalidad. ”No sabemos si hay una relación causal y no descartamos otros posibles factores que puedan influir en la correlación”, dice el profesor del departamento de psicología de la universidad de Rochester (EEUU) y coautor del trabajo, Miron Zuckerman. Pero analizaron otras variables como edad, sexo, raza o educación. Las tres primeras no afectaban a la correlación y, en la última, sólo un estudio establecía que sí, pero también era negativa.
La historia de esta problemática relación entre inteligencia y religiosidad la inicia una serie de estudios de la universidad de Iowa en 1928. Dos científicos examinaron por separado correlatos entre sentidos, capacidades motoras y cognitivas con la religión. Se incluyeron test de inteligencia en la batería de tareas a realizar por los sujetos a estudio. Ambos trabajos encontraron que, a mayores niveles de inteligencia, menores grados de religiosidad.
30 años después, el investigador Michael Argyle recopiló todos los estudios publicados hasta entonces realizados con estudiantes y jóvenes. Su conclusión fue similar: “los estudiantes inteligentes tienden a aceptar menos las creencias ortodoxas y tienen una menor probabilidad de tener actitudes pro religiosas”. Sin embargo, los años 60 concentran la mayoría de los estudios que encuentran una correlación positiva o inexistencia de ella entre religiosidad e inteligencia. En varios de los trabajos se destaca el papel mediador del ambiente social en el que uno crece para explicar el ateísmo o teísmo.
En la última década la ciencia ha vuelto a poner sus ojos en la cuestión y, la práctica totalidad de los estudios apuntan a una mala relación entre habilidades intelectuales y creencias religiosas. En 2009, un amplio estudio en 137 países mostró una relación de nuevo negativa entre niveles medios de inteligencia y religión.
La inteligencia sustituye a la religión
En la segunda parte del trabajo, los investigadores, sin afirmar que exista una relación causal, intentan explicar por qué los inteligentes suelen ser menos religiosos. Tres son las hipótesis que se plantean. Por un lado, el ateísmo sería una expresión de inconformismo. Los inteligentes tienen una menor probabilidad de conformarse con la ortodoxia religiosa. Una segunda posibilidad tiene que ver con las habilidades cognitivas. Al inteligente no le basta, no puede aceptar las creencias que no están sujetas a examen empírico o el razonamiento lógico. Su estilo cognitivo, más analítico que intuitivo, les hace refractarios a la religión. Esta es la tesis más aceptada en la actualidad.
Pero los investigadores apuestan por lo que llaman equivalencia funcional. Si la religión ha pervivido durante tantos milenios es porque cubre una serie de necesidades humanas. Para los autores del estudio, la inteligencia también las puede cubrir. Así, la religión permite un encaje emocional, ofrece la visión de un mundo ordenado y predecible. También ayuda a autorregular los impulsos, ajustando la conducta en pos de objetivos. Otra de sus características es que eleva la autoestima. Por último, ofrece un rincón, un sistema cohesionador que da seguridad en tiempos de incertidumbre. La inteligencia, según este trabajo, también puede prestar estos servicios.
“Una de las funciones de la religión es ofrecer respuestas a las cuestiones existenciales. Yo creo que una alta inteligencia también ofrece estas respuestas”, opina Zuckerman. Pero hay una de las funciones que cumple la religión en la que la inteligencia no la puede sustituir y por eso los investigadores no la han incluido en su concepto de equivalencia funcional: “La única reserva que tenemos sobre esto es que la religión, al responder a las preguntas existenciales, alivia en cierta medida, el miedo a la muerte. Como decimos en el estudio, no tenemos constancia de investigaciones que demuestren que la inteligencia proporciona una función similar”.
El caso de los niños superdotados
Hay dos estudios que han merecido una especial atención por parte de los investigadores. En 1921, Lewis Terman inició un estudio con niños superdotados que aún sigue. Él buscaba las bases genéticas de su inteligencia. Pero el seguimiento de 1.500 niños, con un IQ medio superior a 135, a lo largo de su vida, incluía análisis en profundidad de cada niño mientras crecía, también de opiniones y sentimientos religiosos. En una escala de cero a cuatro (donde cero significaba que no daban ninguna importancia a la religión o eran antirreligiosos), los termitas presentan unos niveles muy inferiores comparados con los de la sociedad estadounidense en general. Además, su religiosidad se reduce con la edad. Así, los últimos datos disponibles, de 1991, muestran un valor medio de 1,45 entre los superdotados ya ancianos frente a los 3,50 de la población.
En 1989, otro estudio con superdotados arrojó resultados similares. En aquella ocasión, se investigó a los niños de la escuela elemental Hunter College. En esta institución neoyorquina sólo van niños superdotados. Los entrevistados tenían entonces entre 38 y 50 años. Cuando entraron a la escuela, el IQ medio era de 140. Este estudio era diferente al original de Terman. Aquí se les preguntaba por las posibles fuentes de su satisfacción personal y en la lista aparecía la religión. Sólo el 0,4% atribuyó a los valores religiosos parte del mérito de su situación personal.
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