Desde Perú – Vi un niño hoy
Juanjo Fernández Torres
Vi un niño hoy y fue sólo cosa de un segundo darme cuenta que no era uno más entre la multitud que a esa hora fluía como una gigantesca y viscosa ameba alrededor nuestro. Estaba él sentado al filo de una vereda transitada de toda laya de zapatos y sandalias, con su pequeña mano derecha agarrotada a una bolsa negra, de las que hacen con otros plásticos cien veces reciclados, tan usada que parecía un paquete arrugado y ligeramente brilloso y que delataba el bulto de la mercadería que debía ofrecer a los transeúntes de la transitada avenida La Marina, que cruza cuatro distritos de la poblada Lima –caramelos, chocolates, chicles, frunas–. Su brazo izquierdo con el codo levantado, más hueso que músculo, descansando sobre un costado de su cabeza, dejando atisbar una mata de cabellos recios, negro azabache con aquel toque de rojo con que el sol marca a quien lo desafíe hora tras hora al descubierto. Su cara morena en un segundo plano de sus grandes ojos almendrados, perdidos en la inconsciencia de un sueño de medio día, lejano y ajeno a su mundo de calles y postes, de carros y bocinas, de canto a capella exhausta a tanta gente desconocida.
¿Ere ése su momento de escape de la realidad aplastante o de su aburrimiento por el siguiente instante de su vida, tan vacío como el anterior?, ¿era su búsqueda de los juegos inocentes negados a su camino de callejones repletos de supervivencia?, ¿era su nostalgia adelantada por el almuerzo todavía tan fuera del alcance de las cuatro monedas en su único bolsillo sano o por la quietud de la noche húmeda al calor de otras cinco respiraciones en el pequeño cuarto familiar?, quién sabe.
Atiné a sentarme a su lado al mismo filo de la vereda abarrotada de transeúntes concentrados en un insano ir y venir. Lo acompañé en silencio durante su nostalgia poniendo extremo cuidado en no romper su arrobamiento de felicidad del día, su minuto de cercanía a la niñez que nunca conoció ni en sueños, su condición de un único ser humano buceando en un mar de ciudadanos ocupados en hacerle paso al progreso a punta de empellones sin pedirle permiso a nadie, menos a él. Le hice silenciosa compañía, agradeciéndole desde mi mismo por haberme dejado beber de su mirada el único sorbo de ecuanimidad de esa salvaje hora punta urbana, por haberme permitido sentir el pedazo de tierra prometida extraviada dentro de nosotros mismos.