Hans Christian Andersen (1805 – 1875). «La vela». Un cuento inédito.
Por Teresa R. Hage
La vela (Tællelyset)
[1820]
H. C. Andersen
To Mme Bunkeflod
from her devoted
H.C. Andersen
Hervía y bullía mientras el fuego llameaba bajo la olla… Era la cuna de la vela –y de aquella cálida cuna brotó la vela entera, esbelta, de una sola pieza y de un blanco brillante, con una forma que hizo que todos los que la veían pensaran que prometía un futuro luminoso y deslumbrante; y que esas promesas que todos veían, habrían de mantenerse y realizarse.
La oveja, una preciosa ovejita, era la madre de la vela, y el crisol era su padre. De su madre había heredado el cuerpo, deslumbrantemente blanco, y una vaga idea de la vida; y de su padre había recibido el ansia de ardiente fuego que atravesaría médula y hueso… y fulguraría en la vida.
Sí, así nació y creció cuando con las mayores, las más luminosas expectativas se lanzó a la vida. Allí encontró a otras muchas criaturas extrañas, a las que se juntó; pues quería conocer la vida y hallar tal vez, al mismo tiempo, el lugar dónde más a gusto pudiera sentirse. Pero su confianza en el mundo era excesiva; éste sólo se preocupaba de sí mismo, nada en absoluto de la vela; pues era incapaz de comprender para qué podía servir, por eso intentó usarla en su propio provecho y cogió la vela de forma equivocada, los negros dedos llenaron de manchas cada vez mayores el límpido color de la inocencia, que al poco desapareció por completo y quedó totalmente cubierto por la suciedad del mundo que la rodeaba, había estado en un contacto demasiado estrecho con ella, mucho más cercano de lo que podía aguantar la vela, que no sabía distinguir lo limpio de lo sucio… pero en su interior seguía siendo inocente y pura.
Vieron entonces sus falsos amigos que no podían llegar hasta su interior, y furiosos tiraron la vela como un trasto inútil.
Y la negra cáscara externa no dejaba entrar a los buenos, que tenían miedo de ensuciarse con el negro color, temían llenarse de manchas también ellos… de modo que no se acercaban.
La vela estaba ahora sola y abandonada, no sabía qué hacer. Se veía rechazada por los buenos y descubría también que no era más que un objeto destinado a hacer el mal, se sintió inmensamente desdichada porque no había dedicado su vida a nada provechoso, incluso, tal vez, había manchado de negro lo mejor que había en torno suyo, y no conseguía entender por qué ni para qué había sido creada, por qué tenía que vivir en la tierra, quizá destruyéndose a sí misma y a otros.
Más y más, cada vez más profundamente reflexionó, pero cuanto más pensaba, tanto mayor era su desánimo, pues a fin de cuentas no conseguía encontrar nada bueno, ningún sentido auténtico a su existencia, ni lograba distinguir la misión que se le había encomendado al nacer. Era como si su negra cubierta hubiera velado también sus ojos.
Mas apareció entonces una llamita: un mechero; éste conocía a la vela mejor que ella misma; porque el mechero veía con toda claridad –a través incluso de la cáscara externa– y en el interior vio que era buena; por eso se aproximó a ella, y luminosas esperanzas se despertaron en la vela; se encendió y su corazón se derritió.
La llama relució como una alegre antorcha de esponsales, todo estaba iluminado y claro a su alrededor, e iluminó el camino para quienes la llevaban, sus verdaderos amigos… que felices buscaban ahora la verdad ayudados por el resplandor de la vela.
Pero también el cuerpo tenía fuerza suficiente para alimentar y dar vida al llameante fuego. Gota a gota, semillas de una nueva vida caían por todas partes, descendiendo en gotas por el tronco cubierto con sus miembros: suciedad del pasado.
No eran solamente producto físico, también espiritual de los esponsales.
Y la vela encontró su lugar en la vida, y supo que era una auténtica vela que lució largo tiempo para alegría de ella misma y de las demás criaturas.
Traducción: Enrique Bernárdez