Restaurante “El Lujo Invisible”
Por Ramón J. Soria Breña
Hoy el lujo es un producto del consumo turístico paquetizado hasta el último detalle para que la clase media pueda comprarlo y emular las vivencias materiales de las personas ricas que exhiben su buena vida en los medios de comunicación de masas.
Se construye el marketing del deseo materializado en lugares, experiencias y objetos: hoteles, alimentos, viajes, relojes, perfumes… con una precisión y una eficacia total. El discurso del lujo, su aspiración y su formato, se ha convertido en un gran supermercado virtual y real soñado por todos, disfrazado además con el señuelo o el barniz de la felicidad.
Pero existe otro lujo que vive agazapado en las grietas de la sociedad de consumo, en los pequeños y difusos espacios marginales, experiencias, lugares u objetos que tienen valor pero no precio, y que, sin embargo, para nuestra sorpresa, nos hacen de verdad felices, con una emoción muy íntima y un goce muy profundo. Por eso, cuando me hablaron de este peculiar restaurante intuí que me iba a gustar pero ¿sería posible compartir la experiencia de un lugar cuyo nombre era “el lujo invisible”?, ¿debía hablar de él?… Y, la pregunta de más complicada, ¿quién podría acompañarme a comer?.
Era evidente que no sería J. la mejor compañía ya que el lujo que aprecia, admira, desea y a veces compra es el que se muestra en revista como Gentelmen, Vanity Fair, Esquire o Vogue. Ni tampoco podía llamar a Y. cuya idea del lujo está atravesada por todo lo etiquetado como auténtico, primitivo, alternativo, natural, bio y toda esa mandanga neojipi que luego suele tener precios más elevados que el lujo convencional. Ni podía avisar a M. que no puede dejar de traducir a euros contantes y sonantes cualquier cosa que compra o consume, analizando o elucubrando acto seguido y durante muchos minutos y hasta horas si el precio pagado vale o no vale lo consumido o disfrutado.
Llamaría a E. cuyo último lujo compartido fue subir a pasar la noche a un refugio en Gredos cercano a un pequeño pueblo llamado Guijo de Santa Bárbara para contemplar en la primera fila del mundo la Vía Láctea mientras nos comíamos un bocadillo de buen jamón ibérico extremeño con una botella de Jerez, refrescado en una fuente heladora que manaba muy cerca. Juro que parecía que pudieras tocar el chorro blanquecino de billones de estrellas remotas con los dedos.
El primer lujo que compartí con E. fueron unos espetos de sardina mojados con un cava muy frío y muy barato que devoramos en una pequeña playa de Begur bajo una barcaza rota, mientras discutíamos sobre los golosineos de Pla y las fantasías guisófilas de Cunqueiro.
Tampoco puedo dejar de recordar ahora un amanecer en Baeza, mano a mano con ella, ante una montaña de churros recién hechos por la mejor churrera del mundo que rematamos luego en cierto hotelito coqueto con un helado de aceite y un polvo estupendo. Me surge ahora la pregunta, ¿porqué entonces no engordábamos?
He ido por tanto con E. a este restaurante llamado “el lujo invisible” y he sido feliz, he disfrutado. El lugar nunca saldrá en las revistas ni en las guías de lujo, no tiene estilo, no está a la moda, no es original, no es retro, ni moderno, ni vanguardista, ni típico, ni exótico. Pero nos han tratado con mimo y cuidado, hemos comido rico y bebido con placer sin requemar la VISA. No voy a contar más.
Hay muchos pequeños o grandes lujos invisibles en la vida de cada cual. La mayoría no cuestan dinero o cuestan bien poco, son cercanos, asequibles, íntimos, peculiares, intransferibles, muy nuestros. Lo difícil es descubrirlos, ser sinceros con nosotros mismos y no caer en los cantos de sirena de los lujos envenenados por el marketing. Hay muchos restaurantes estupendos, sinceros, honrados, de precios contenidos y guisotes muy ricos y memorables. Por ejemplo, el otro día en Madrid, dentro de un pequeño mercado cercano a la Plaza de España, uno de los mejores críticos gastronómicos de Europa me descubrió dos restaurantes estupendos, “de lujo”, de ese otro lujo invisible, siempre.
Ya he dado bastantes pistas.