En la variedad está el acierto
Por Luis Borrás
La primera edición de estos Desencuentros es de 1997, en la colección Andanzas, de Tusquets. Ahora la misma editorial lo reedita en Maxi, su colección de bolsillo, ofreciéndonos la oportunidad de leer los relatos de Luis Sepúlveda a un precio asequible y en un formato ideal para esa literatura portátil tan típica del verano.
Luis Sepúlveda alcanzó la fama y el reconocimiento de los lectores en la década de los 90 con una novela breve: “Un viejo que leía novelas de amor”. Pero a los entusiastas del relato nos gusta recordar que antes de hacerse un conocido novelista los cuatro primeros libros que publicó fueron libros de cuentos y que después de esa exitosa novela ha seguido escribiendo y publicando relatos y novelas compaginando los dos géneros. El raro y destacable caso de un escritor que al llegar a la categoría de novelista no renuncia a seguir siendo cuentista.
A Sepúlveda, que obtuvo el título de director de teatro en la Universidad de Chile y más tarde en la Universidad alemana de Heilderberg la licenciatura en Ciencias de la Comunicación, el moderno enciclopedismo electrónico lo califica de escritor, periodista y cineasta. Y esos aspectos de dirección artística y escenografía, de mirada, composición y perspectiva cinematográfica o teatral están en sus relatos. En 1973 tras el golpe de Estado de Pinochet fue encarcelado en dos ocasiones y finalmente tuvo que abandonar Chile. Su condición de exiliado le llevó a recorrer Uruguay, Brasil, Paraguay, Ecuador y Nicaragua y le llevo hasta Europa. Esa experiencia viajera de cronista de su propio nomadismo y su fuerte compromiso ideológico también están presentes en su obra literaria.
Desencuentros son un total de veintisiete cuentos de diferente extensión y temática muy variada divididos en cuatro grupos y un relato final a parte. Hay “Desencuentros amistosos”, “con uno mismo”, “en los tiempos que corren” y “de amor”; y ese relato final fuera de grupo: “Otra también puerta del cielo” es una ficción metaliteraria que narra el “encuentro” en el París de Rayuela –“Camino por estas calles que, estoy seguro, el Ogro recorrió con las manos en los bolsillos, jugando a que el viento haga volar las solapas de la gabardina y nos confiera un aspecto de pájaros extraviados”– con dos de sus personajes secundarios que luego se convirtieron en protagonistas de 62 Modelo para armar.
Parece ser que cierta parte de la crítica y de los escritores de su país desprecian a Sepúlveda por ser un autor de “best-seller al estilo de Isabel Allende” y escribir “con sencillez y claridad evitando el rebuscamiento estilístico, la oscuridad filosófica y el enrevesamiento literario”. Y sí que es cierto que Sepúlveda no pretende en ninguno de sus relatos complicarle la vida al lector metiéndole en un laberinto criptográfico; algo que yo al menos agradezco porque no soy partidario de esos libros que requieren un descifrador de claves o un exquisito paladar educado en la neo-cocina experimental. Para mí la virtud se halla en la justa medida: ni en el exceso ni en la falta.
En este libro hay veintisiete oportunidades para encontrarnos con narraciones de todo tipo. Para tropezar con cierta cursilería carnal y sentimentalismo efectista y facilón, para algún misterio que resulta el relato primerizo de un adolescente en un taller de escritura y para una evidente idealización política que hoy resulta chirriante teniendo en cuenta que toda aquella retórica revolucionaria y guerrillera ha acabado convertida en dictadura o ha derivado en esperpento; pero también con muy buenos cuentos por la mezcla de atractivos personajes y escenarios fuera de lo común: el faquir de un circo; el puerto, sus marineros, bares y prostíbulos, contrabandistas y boxeadores; en otro por ser un relato que habla de la infancia y los sueños de aventura que se estrellan con la triste realidad, en otro al narrar la juventud y reproducir con exactitud lo que en esos años significan la amistad y el imán del sexo; y en otros al hacernos adultos y saber lo que significa el amor perdido, su recuerdo – como en “Historia de amor sin palabras”, para mí uno de los mejores de todos- o su reencuentro quince años después puntual -y fugaz- a su cita en el andén de una estación.
Y de igual manera que podemos pasar por la infancia, la juventud y la madurez hay tiempo para pasar por varias ciudades -de Europa a Hispanoamérica- y por diferentes décadas del siglo XX. Para ir de la historia antigua y sus pergaminos a la vivida en primera persona tras el incendio del Palacio de la Moneda. Para viajar en tren al norte y al sur de Chile; a una selva amazónica en guerra; a la antigüedad maya y sus bibliotecas y enigmas y al México de uno de sus mil generales y revoluciones. Hay tiempo para evocar aquel Santiago de juventud que “olía a acacios, a jardines recién regados, a baldosas manguereadas convocando al frescor de los crepúsculos de aquella “ciudad rodeada de símbolos de invierno” o aquella misma ciudad de los años cincuenta con cines, salas de baile y tardes escuchando la radio en una sala de estar cuando existían los talleres de costura en donde se arreglaban corbatas y sombreros y el amor se leía en los labios.
Es cierto que por ese “escribir con claridad y sencillez” sus relatos por lo general resultan evidentes, obvios; pero eso no significa que todos sean iguales, que no pruebe diferentes estilos. Hay espacio para los relatos largos y cortos –entre los que se encuentran dos de los mejores del libro: “Para matar un recuerdo” y “Café”; para los de argumento político -como “El campeón”– que tiene esa visión subjetiva, idealizada y chirriante como defecto, o parcial y benevolente –como en “Desencuentro al otro lado del tiempo”– en el que a pesar de esa mirada tendenciosa resulta un relato excelente, o que –como en “Un auto se ha detenido en medio de la noche”– es absolutamente angustioso, trágico y real. Muchos podrían ser filmados por tener ese mirada y escenografía cinematográfica y otras veces se pone enigmático o surrealista y falla –como en “Formas de ver el mar” y “Del periódico de ayer”-, en otra resulta regular –“Cuando no tengas un lugar donde llorar”– pero en otros -como en “My favorite things”– resulta perfecto.
Es cierto que explica las metáforas para no dejar lugar a dudas, pero esa explicación a mí no me resulta ofensiva. Que sus cuentos están libres de insinuaciones y que Sepúlveda nos muestra claramente la intención del relato librándole al lector de su interpretación, pero eso no quita para que no pueda disfrutar de la historia y que a veces sea capaz de clarividente sutileza como en el excelente y amargo “Un hombre que vendía dulces en el parque”. Es verdad que algunos son completamente realistas y en otros mezcla lo real y lo mágico, la fantasía y lo posible; que los que –al menos para mí- son los mejores tienen un mismo aire emotivo y sentimental, que narran una misma pérdida de más de veinte maneras distintas, pero creo que en toda esa variedad está el acierto de estos Desencuentros.
Luis Sepúlveda. Desencuentros. 240 páginas. Colección Maxi. Tusquets Editores. Barcelona, 2013.
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