Franz Kafka (1883 – 1924). “Lo cotidiano en sí mismo ya es maravilloso”

Por Teresa R. Hage

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Diarios I
[1910-1923]
Franz Kafka

1910

Los espectadores se pasman, cuando pasa el tren

«Wenn er mich immer frägt» («Siempre que él me pregunte»). La ä, desprendida de la frase, salió volando como una pelota por la pradera.

Su seriedad me mata. La cabeza encajada en el cuello de la camisa, los cabellos ordenados en torno al cráneo con absoluta inmovilidad, los músculos de las mejillas, más abajo, tensos en su lugar…

¿Sigue estando ahí el bosque? El bosque estaba poco más o menos ahí. No obstante, apenas mi vista se alejó diez pasos, desistí, nuevamente atrapado por la aburrida conversación.

En el bosque oscuro, en el suelo empapado, sólo me orientaba por la blancura del cuello de su camisa.

En sueños le pedí a la bailarina Eduardova que bailase otra vez el czardas. Tenía una ancha banda de sombra o de luz en pleno rostro, entre el borde inferior de la frente y el centro de la barbilla. Precisamente llegó alguien con los asquerosos movimientos del intrigante inconsciente, para decirle que el tren iba a salir. Por la forma de escuchar la noticia, vi con terrible claridad que ya no volvería a bailar. «Oh no», dije, «eso no», y tomé una dirección cualquiera para alejarme.

Anteriormente le pregunté por qué llevaba tantas flores metidas en la cintura. «Son de todos los príncipes de Europa», dijo. Me puse a pensar en el sentido que tenía el hecho de que aquellas flores, frescas en su cintura, le hubiesen sido regaladas a la bailarina Eduardova por todos los príncipes de Europa.

La bailarina Eduardova, amante de la música, viaja, como en cualquier otro vehículo, también en el tranvía eléctrico en compañía de dos violinistas, a quienes hace tocar con frecuencia. Porque no hay ninguna prohibición que impida tocar en el tranvía eléctrico, si lo que se toca es bueno, si les resulta agradable a los viajeros y no cuesta nada, es decir, si después no se pasa el platillo. De todos modos, al principio es un poco sorprendente y, durante unos breves instantes, a todo el mundo le parece improcedente. Pero en plena marcha, con el fuerte viento que sopla y en una calle silenciosa, la música es bonita.

La bailarina rusa Eugenia Platonovna Eduardova (1882-1960)

La bailarina Eduardova, al aire libre, no es tan bonita como en escena. El color pálido, esos pómulos que tensan la piel hasta el punto de que apenas si puede mover la cara, la nariz grande que surge como de una cavidad, con la que no se pueden gastar bromas… tales como comprobar la dureza de la punta o cogerla delicadamente por el hueso y moverla de un lado a otro, diciendo: «Ahora sí vas a venirte conmigo.» La corpulenta figura de alto talle, con sus faldas llenas de pliegues —¿a quién puede gustarle?— se parece a una de mis tías, una señora de edad; muchas tías viejas de mucha gente se parecen a ella. En la Eduardova, cuando está al aire libre, nada compensa tales defectos, aparte de sus hermosos pies, porque no hay realmente nada que motive el entusiasmo, el asombro o simplemente el respeto. Y así, he visto con mucha frecuencia que la Eduardova era tratada con una indiferencia que incluso caballeros muy correctos, muy diplomáticos, no sabían ocultar, aunque, naturalmente, se esforzasen mucho en este sentido, por tratarse de una bailarina tan famosa como lo seguía siendo la Eduardova.

El pabellón de mi oreja se palpaba fresco, áspero, frío y jugoso como una hoja.

Es totalmente cierto que escribo esto porque estoy desesperado a causa de mi cuerpo y del futuro con este cuerpo.

Cuando la desesperación resulta tan definida, tan vinculada a su objeto, tan contenida como la de un soldado que cubre la retirada y se deja despedazar por ello, entonces no es la verdadera desesperación. La verdadera desesperación ha ido, siempre e inmediatamente, más allá de su meta, (al poner esta coma, se ha demostrado que sólo la primera frase era cierta).

¿Estás desesperado? ¿Sí? ¿Estás desesperado? ¿Escapas? ¿Quieres esconderte?

 

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