Nadie puede escribir como escribes (y esa es tu fortaleza)
Por Juan Pablo Carrillo Hernández
El carácter profundamente subjetivo de la escritura hace de esta actividad un territorio autónomo, un espacio donde podemos comprometer aquello que somos y también lo que no somos y hacer de esto nuestra fortaleza.
Escribir está sobrevalorado. Se trata de un ejercicio valioso en sí mismo y por varias razonas, qué duda cabe, pero pienso que desde hace un tiempo, décadas quizá, son muchas las personas que creen que escribir es más un talento que una capacidad, una suerte de don o de habilidad reservada a un puñado de privilegiados, un gremio que, por otra parte, se ha encargado de reproducir y perpetuar este prejuicio, chapando la escritura con los oropeles del oficio y la profesión, dictaminando desde sus tribunales el supuesto valor que puede tener algo que se ha escrito.
Escribir, es cierto, no es una capacidad natural, al menos no en ese sentido de lo natural que, en contraste, posee el lenguaje oral. Aprendemos a hablar por imitación y al hilo de los días, pero el lenguaje escrito alguien más tiene que enseñárnoslo. O al menos esa es la consigna y también el pretexto por el cual se cuelan la marginación y la exclusión. Durante siglos y aún en nuestra época, el analfabetismo ha funcionado también como un mecanismo de control social, una forma de mantener a raya, una regla de etiqueta no escrita que en la frivolidad de algunos sirve incluso para distinguir clases sociales y descubrir el origen de una persona.
¿Pero qué decir del analfabetismo de los letrados? ¿Qué decir de quienes saben leer y escribir y sin embargo no leen ni escriben? O leen pero no escriben. Así como hay campañas de promoción a la lectura y gobiernos y organizaciones civiles preocupados por los pocos libros que se leen en determinados países, quizá deberían emprenderse también cruzadas para que la gente escriba, masivamente. ¿O escribir no es tan importante como leer?
Sí, escribir es tan importante como leer, y probablemente más todavía, sobre todo si consideramos el carácter liberador de ambas actividades. Escribir es, potencialmente, más liberador que leer porque la lectura en nuestro tiempo también es territorio de la programación mental y la ideologización. ¿Sirve leer si lo que se lee son los libros de Paulo Coelho y Dan Brown? Serviría si algún día los libros de Paulo Coelho se terminaran y el lector se viera forzado a explorar lo desconocido y lo ignorado. Pero lo cierto es que ni los libros de Paulo Coelho se terminarán nunca (porque otros como él se multiplicarán ad infinitum) y el lector de este tipo de literatura se ha vuelto tan refractario a un nivel mínimo de dificultad que, aventuro, preferiría dejar de leer a, digamos, probar suerte con Kafka.
Por eso considero la escritura como un espacio, si no ajeno a la colonización del pensamiento, al menos más propicio para hacer evidente esta colonización ―y, si es el caso, subvertirla, rebelarnos contra ella. Escribir para hacer patentes las ideas que no son del todo nuestras y sin embargo son las mismas con las que pensamos y actuamos a diario. Un dominio en el sentido literal del término: la soberanía absoluta del yo, con sus heredades y sus bastardías, su autocontrol y sus vastas regiones inexploradas, un rincón o un universo autónomo, libre según la medida de nuestra propia libertad.
¿Y hay quienes piensan que pueden valorizar todo esto? En cierto sentido nadie tiene la capacidad para valorar lo que escribes porque nadie es capaz de escribir como escribes. En la escritura comprometemos lo que somos, y no exagero. Las palabras que usamos son las palabras que escuchamos en nuestra infancia, las que leímos en nuestros primeros libros, las que repetía el más querido de nuestros amigos. En las palabras que usamos está esa parte de nuestra vida que pasamos en las bibliotecas, en las salas de cine, en las calles y las cantinas y los mercados, en las correrías de madrugada. No las frases de la mujer que creíamos que nos amaba, sino las palabras que elegimos para contarnos la historia de una mujer que creíamos que nos amaba. La sintaxis desde la cual intentamos entender el mundo. Los regaños de nuestros padres y nuestros maestros. Las trasposiciones. Las metáforas. Los equívocos. Los errores. Eso, lo que somos y lo que creemos ser, lo que los otros creen que somos, lo que quisiéramos ser, lo que nunca fuimos, lo que nunca seremos, es parte de la red a veces compleja y casi siempre absurdamente simple que se vuelve real cuando escribimos.
Por eso la escritura libera.
Por eso nadie puede escribir como escribes.