…En tiempo de miseria (XXI) – España como problema (y coda final)
Por Luis Martínez-Falero
Desde el mismo siglo XVI, narrado con tintes gloriosos por historiadores y docentes en mi infancia y primera juventud (casi de manera contemporánea a los hechos), España se ha erigido en un problema. Hablamos de corrupción, traición, incapacidad de los dirigentes y de otros males, incluida nuestra natural tendencia cainita, y quizá se nos olvida que nuestra Historia está trufada de acontecimientos y personajes que responden siempre a estos esquemas. Tal vez nos pille un poco lejos que Felipe II suspendiera pagos hace algo más de cuatrocientos años y declarara la bancarrota, o que unos y otros se enriquecieran a costa de las arcas reales o públicas. Pero el síntoma es histórico, hasta el punto de que ya no es un síntoma, sino una epidemia que cruza los siglos, reinados/repúblicas/dictaduras y gobiernos hasta desembocar en la actualidad. De poco o nada nos sirve el consuelo de que Portugal, Grecia o Italia han pasado por los mismos problemas, hasta el punto de que su política se ha visto y se ve invadida por oportunistas, mafiosos de vario pelaje, filonazis, neofascistas y ladrones de guante blanco e ideología oscura o difusa. Mejor no pongo el molde en mi propio país, no vaya a ser que me escandalice más aún de lo que ya lo estoy. Pero ni mirando a otro lado (aunque sea para reprimir la náusea) el problema desaparece, ni cambiando periódicamente de partido en el poder España varía demasiado en esa constante, a pesar de las variables epocales. Lo único que ha salvado este país de la debacle absoluta es que los habitantes de esta piel de toro, seca bajo un sol de justicia, han seguido trabajando, sacando adelante su tarea, con la dignidad de quien considera que la dejadez y la corrupción que reinan en torno no les afecta. Porque lo primero que se ha perdido es la autoridad moral. ¿Con qué cara puede hablar el Rey o el Presidente del Gobierno de justicia, igualdad, derechos para todos, esfuerzo y responsabilidad, etc, etc., cuando leemos en la prensa lo que leemos y vemos lo que vemos casi a diario? Eso legitima a cualquiera a practicar el dolce far niente en el trabajo que tenga que desempeñar, visto que el mundo gira igual se trabaje o se lea el Marca o el Qué me dices, sin distinción de sexo ni edad (ni en la actitud ni en las lecturas). Da igual irse a los toros tras el Desastre de Cavite (1898) que irse de caza tras el desastre del Prestige (2002): quienes recogen los restos son siempre los mismos.
Luego recurrimos al arsenal de excusas: Es la envidia de los países extranjeros, válida tanto para explicar la crisis por vía de los especuladores como las derrotas sucesivas en Eurovisión. O los lemas patrióticos Aquí se vive mejor o Nosotros tenemos un clima con sol todo el año. La primera es falsa y se refuta sola cuando uno visita cualquier país y comprueba que la gente también se divierte y toma cañas y sale de compras y vive de manera muy parecida, con las variantes geográficas y antropológicas oportunas. Lo del sol tiene su gracia, no ya por las lluvias y el frío que nos acosaron hasta casi anteayer, sino porque desde los 60’ es la fuente de ingresos más constante para España. Seguimos dependiendo del turismo como hace cincuenta años. Lo que sucede es que el sol y las playas o las montañas ya estaban ahí, es decir, no creo que haya un gobierno que pueda atribuirse el mérito de esa fuente de ingresos. Es más, visto lo visto, nuestra única salvación es ésa. Hitler, por aquello de la pureza de la raza aria, creía que griegos, españoles y portugueses deberían ser los pastores del Reich; ahora, parece que estamos predestinados a ser los camareros de Europa. Ese cambio del sector primario al terciario no me parece un gran avance, al tiempo que seguimos arrastrando nuestras carencias, porque para entrar en la UE tuvimos que renunciar a sectores estratégicos de nuestra economía, desmantelando industrias y cultivos al aceptar la limitación de nuestra capacidad productiva. Se nos vendió que ya somos europeos, cuando siempre lo fuimos. Uno de los adagios más comentados, de los recopilados por Erasmo desde finales del siglo XV (Adagiorum opus / Adagia, 1500-1508), es fumos vendere (Quilíada I, Centuria III, fols. 137-138 de la edición de Lyon de 1550), es decir, ‘vender humo’. Y ése ha sido el gran negocio para muchos: vendernos humo, a lo largo de nuestra Historia y de manera diversa, a costa de lo que sea, pero siempre en beneficio de unos pocos, porque la mayoría ha sido siempre el mercado para consumir el vacío: el vacío de las palabras, el vacío de las promesas o el vacío de una tradición ya tan rancia que se deshace al tocarla.
Junto al vacío, nos han dejado la resignación como la otra gran aportación, esta vez procedente de la Iglesia. Se equivoca María Zambrano cuando señala en Pensamiento y poesía en la vida española (1939) que la característica esencial del carácter español es su estoicismo, conduciéndonos hacia Zenón o Séneca, cuando en realidad se trata de su traducción católica: la resignación cristiana, que nos lleva a no rebelarnos, a aceptar la voluntad de dios (¿qué tipo de dios ese ése que se entretiene en jugar con nosotros, como si fuéramos clicks y clacks de Famobil), a asumir nuestras desgracias como prueba valedera para la clasificación al Paraíso. La única voluntad válida y constatable a lo largo de la Historia (también de la nuestra) es la voluntad humana, colectiva, el compromiso para luchar por cambiar las cosas, por hacer más justa la sociedad, por expulsar a los especuladores, sean del dinero o de la palabra, o por superarse en conocimiento y esfuerzo. Porque la resignación, tal como nos la han vendido, no es más que una modalidad de humo, un anestésico local para las adversidades, una mentira más de quienes no renuncian al poder y nos siguen pidiendo el diezmo, sea en la Declaración de la Renta, sea en los horarios escolares. Y eso desde la Edad Media.
España es el problema y es la solución. Podemos mirarla con resignación o rebelarnos contra la inercia de siglos y siglos, del feudalismo al caciquismo (más vivo que nunca), del absolutismo a la dictadura y la perduración de sus tics. Sólo asumiendo nuestro deber como ciudadanos, recuperando nuestra soberanía secuestrada, podemos mirar al futuro con la mirada limpia, sabiendo que podremos dejar a nuestros hijos algo más que una triste historia repetida una y otra vez, como un viejo disco de vinilo rayado por el uso.
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Durante veintiuna semanas he dejado en esta columna una reflexión sobre lo que acontece y ha acontecido en mi país, en muchas ocasiones empleando el sarcasmo. Pero que nadie se llame a engaño: el sarcasmo (hijo bastardo de la ironía) determina un alejamiento de lo que se narra o describe, generalmente por resultarnos tremendamente dolorosa la formulación estricta y escueta del objeto del texto. Esta sí que es una característica fundamental de Occidente: reír por no llorar. Porque vivimos en la corte de los milagros, en un guiñol cruel y tragicómico, donde cada día nos sorprende un nuevo despropósito, una nueva necedad, un nuevo retroceso, un nuevo motivo para querer salir de esta pesadilla. Tenemos que cambiar España, porque los parados, los desahuciados, los olvidados, los nuevos exiliados (que huyen de la ausencia de oportunidades para poder vivir aquí dignamente) no pueden ser convertidos sólo en cifras, en números de una estadística que un funcionario cualquiera elabora por rutina. Son vidas. Y son las vidas de nuestros compatriotas. Buscar excusas para ellos debería ser causa de dimisión inmediata. En cualquier país civilizado lo sería. Aquí “dimisionario” es sinónimo de “pringao”, por lo que ningún espabilado dimite, ningún listo formado en las cuadras de la política, mimado como un pura sangre, aunque su pedigrí no pase de híbrido de cabra y asno.
Seguiré viendo la realidad social que me rodea y seguiré indignándome y soñando una España mejor y más justa, pero ya en privado. Y seguiré haciendo lo que mejor hago (júzguese mi escasa habilidad): seguir investigando en esa tradición occidental, de la que formamos parte. Sólo soy un profesor y vuelvo a mis libros y mis doscientos papeles (por lo menos) amontonados por la mesa, el radiador y la escalerita de madera para acceder a los estantes más altos de las librerías de mi casa, por lo que ya es una escalerita-archivo. Ni ella se libra de la precariedad laboral. ¿Volveré? Si vuelvo no será por volver la vista atrás, sino hacia adelante, hacia otro horizonte, como siempre he hecho.
Quiero agradecer a Cristina Cereceda su invitación a tener una columna fija en EntreTanto y el haberme soportado veintiuna semanas. Merece un monumento: muy pocas mujeres me han soportado tanto tiempo… ni siquiera en diferido. También a los lectores, porque esto siempre ha sido un acto de comunicación. Su benevolencia merece mi gratitud eterna. ¿Hasta pronto? ¿Hasta siempre? No sé. El camino es largo y en cualquier recodo, volveremos a encontrarnos. Estoy seguro. Ahora, mis proyectos académicos (sobre todo, la muerte y su reflejo en la cultura occidental, desde el Paleolítico al Renacimiento) me reclaman. Lo mismo borro del ordenador los enlaces de la prensa y suprimo las noticias de mi rutina diaria. Entre la muerte y lo que veo fuera no hay demasiada diferencia. Bien es cierto que al menos lo otro es iconografía, literatura o música; lo de nuestra vida diaria ojalá lo fuera.
Un muy cordial saludo a todos.
Luis Martínez-Falero, 4 de junio de 2013.