El dictador Trujillo. El horror no es película
Por René Rodríguez Soriano
De este lado del mar, más allá de los límites geográficos de la República Dominicana, quizás muchos oyeron hablar de refilón sobre Trujillo. Quizás lo ubicaron en los parámetros de la mitología o la leyenda, un legendario ser que utilizaban los mayores para hacer que los niños se fueran a dormir temprano…
Miami, FL.- Para José Petitón, el 31 de mayo de 1961 fue uno de esos días en que Dios y el diablo,distraídos de sus tareas habituales, jugaban dominó o deshojaban margaritas. José guarda fresca en el recuerdo la cara de asombro y de pavor con la que su padre lo haló para el patio, y le sopló al oído la increíble nueva de que habían matado “al hombre”.
Después, pasadas las plegarias del santo rosario y oyéndose apenas las desgarbadas sinfonías de los grillos noche afuera, habría de confirmarlo la radio: en el trayecto entre su natal San Cristóbal y la ciudad que llevaba su venerado nombre, había caído acribillado el generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina.
Paradojas del azar. Para la gran mayoría de los dominicanos de la época, el “Benefactor y Padre de la Patria Nueva” estaba por encima del bien y del mal. Elba Infante no lo podía creer. Había regresado temprano a casa de su abuela en los suburbios neoyorquinos, y recordó al “Jefe” tal y como lo había visto, frente a frente, una tarde en casa de la matrona doña Julia Molina. Elba y su esposo habían mantenido muy buenas relaciones con PetánTrujillo.
José Petitón, en cambio, nació en el seno de una familia signada por algo así como una especie de lepra social. Su padre, había cometido la herejía de mantenerse fiel a las quejas y desavenencias de Rafael Estrella Ureña, quien en desacuerdo con el rumbo que tomaron las cosas en el país, tuvo la osadía de renunciarle a la vicepresidencia al General Trujillo.
“Nací en el 1932, y no sé desde qué momento, pero desde que tengo uso de razón sentí que por todos los rincones de mi casa se respiraba una especie de miedo o enclaustramiento. No se podía hablar de política, nadie hablaba de política nunca, ni en la casa ni fuera de la casa. Pero nosotros no comulgábamos con el régimen, y eso no se podía esconder. La gente lo percibía…Papá tuvo que trabajar de cavador de zanjas en la construcción de la fortaleza. Las oportunidades eran muy escasas y, sobre todo, nadie quería arriesgarse a darle trabajo a un mal visto…”, afirma José Petitón.
A 52 años del ajusticiamiento del hombre que, en más deuna ocasión, intentó pulsear sobre las brasas con Dios y con el diablo, tanto José Petitón como Elba Infante recurren a la memoria y a la desmemoria para reconstruir recuerdos de esa época de la que muy pocos dominicanos pudieron salir ilesos.
“Mi padre, creo, fue síndico de Bonao. Era amigo de Petán Trujillo, el cacique de Bonao. Yo no recuerdo mucho de esos tiempos, sólo sé que eran tiempos en que uno podía dormir con la puerta abierta. Nadie se metía a tu casa ni te atracaba en la calle, los que se atrevían a robar sabían que la justicia de Trujillo no se andaba por las ramas”, sostiene Elba Infante.
Para los dominicanos que padecieron los rigores de la fatídica era de los 31 años del trujillato, el horror no es película: “No se puede expresar con palabras, así por así. Ni siquiera los efectos especiales del cine ni todos los colores del mundo pueden plasmar en un lienzo todo el horror que vivió la familia dominicana. El día más claro era una cosa oscura, muy oscura”, reitera José Petitón.
“Era un país tranquilo —destaca Elba Infante—, todo el mundo vivía bien, todo el mundo fiestaba y había una seguridad. Yo trabajaba, me levantaba a las cinco de la mañana, dirigía un grupo de mujeres que repartíamos leche que el “Jefe” enviaba de una de sus fincas de San Cristóbal para las familias pobres. Esa leche no se podía repartir hasta que un inspector de Sanidad certificara que la misma no había sido adulterada”.
En cambio, José Petitón, quien después de pasar duras jornadas de penurias en la construcción de las cloacas de la ciudad de Santiago, logró conseguir un puesto de maestro rural en una comunidad cercana a Gurabo, cuenta que caminaba cada día desde su casa a la escuelita, donde sabía que no podía salirse del libreto porque, cualquier palabra de más, además de costarle la vida, ponía en peligro a su familia.
“Había dos clases de trujillistas: los que tenían que callar y aguantar para que no les desmembraran la familia, o para mantener un mísero trabajo… y los que eran trujillistas de corazón”, afirma.
Fue al regreso de su jornada, esa tarde del 31 mayo del 1961, cuando su padre lo esperó con la buena nueva que habría de cambiar de un rafagazo el curso de la historia: “Desde entonces, he visto con más claridad el día. Por mala que haya sido la situación del país, aún en los doce años de Balaguer, uno ha tenido el desahogo de hablar, de quejarse, de poder cruzar donde el vecino y decir lo que siente, cómo ve la cosa…”, dice.
De este lado del mar, más allá de los límites geográficos de la República Dominicana, la pequeña nación que ocupa la porción occidental de la isla de la Hispaniola, al sur de la Florida, quizás muchos habían oído hablar de refilón de alguien de apellido Trujillo.
Quizás lo ubicaron en los parámetros de la mitología o la leyenda, un legendario ser que utilizaban los mayores para hacer que los niños se fueran a dormir temprano.
Hasta que Mario Vargas Llosa, el reputado narrador peruano, lo retrató de cuerpo entero en su mundialmente conocida novela La fiesta del chivo. Más tarde, su primo Luis Llosa, contando con un elenco en el que sobresalen Isabella Rosellini, Tomás Milián, Steven Bauer, Paul Freeman y Juan Diego Botto, entre otros, la llevaría con secular éxito a la pantalla grande. Lo mismo hizo en teatro, el colombiano Jorge Alí Triana. Desde entonces, el nombre de Trujillo no le es ajeno casi a nadie; hiede a sangre y la gente sabe de inmediato que “hay un país en el mundo…” donde un tirano quiso tutearse con las llamas del infierno.
Este año se cumple el 52 aniversario del ajusticiamiento del tirano. Como en el 1961, hay versiones encontradas; se dividen entre los afectos y los desafectos. Unos, no tienen empacho para proclamar y propalar que en la tierra de Duarte hace falta “mano dura”, otros que, desde el otro lado de la acera, entienden que no debe volver jamás la noche oscura, “el hombre” aquél que, como dijo Pablo Neruda “era el hombre más malo de este mundo (…) gracias aun balazo se enfermó, después de treinta años de gobierno”.
A sus casi 75 años, Elba Infante, ajustándose las gafas y oteando un horizonte que en nada le recuerda su natal La Vega, se vale de los baches de su memoria para balbucir fragmentos de una historia que ha olvidado o no quiere recordar. Desde la otra acera, José Petitón, rondando los 80 y lejos de su amado Santiago de los Caballeros, sobreponiéndose a los estragos de dos preinfartos y parálisis, aclara la voz y, con la misma alegría que celebró la noticia hace 52 años, quiere prevenir a las generaciones de dominicanos por venir… para que no se repita.