La ridiculización de la música
Por: Clarena Martínez
Estos días la esperpéntica Leticia Sabater, persistiendo en su intento de captar la atención mediática, sacaba a la luz ‘Yo quiero fiesta’, con un videoclip más que estereotipado que presenta escasas diferencias con respecto a su anterior demostración de falta de dignidad ‘MrPoliceman’. Sabater, cual veinteañera de cuerpo escultural, vuelve a plantarse bikinis minúsculos y a forzar un acento extranjero que no podría convencer a nadie para que los aficionados a la música nos llevemos una vez más las manos a la cabeza y sopesemos el brindar por la vertiginosa subida de las visitas del vídeo con una copita de cianuro.
Al apartarme espantada de la pantalla e intentar olvidar el lamentable espectáculo que acabo de presenciar, no puedo evitar que me venga a la mente el recuerdo de Tamara o Ámbar o Yurena o como quiera que le haya dado por llamarse a ese personaje en las últimas semanas y su desgraciadamente tan conocido ‘No cambie’. Vuelvo a contemplar la alternativa del cianuro mientras pienso: ¿qué nos ha pasado?
La música ha de ser algo bello o expresivo, que nos transmita una serie de sensaciones, que nos haga vibrar. La música tiene que desgarrarnos el alma, no los oídos. Se nos ha olvidado algo que debería ser más que evidente: la música es aquella que crean los músicos. Y articular tres frases en un inglés que no llega a la altura de preescolar sobre unos ritmos prefabricados y enlatados no es crear música.
La mayoría estaremos por tanto claramente de acuerdo en no otorgarle a esto el calificativo de música, más bien de parodia involuntaria, chiste mal contado o ridiculización. Se podría ver también como una muestra de la decadencia artística del panorama musical y de cómo la industria consigue colar cualquier absurdez en nuestras listas de reproducción, pero mejor será quedarnos con la primera opción, que no hay cianuro para todos.
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