…En tiempo de miseria (XVI) – La mudanza

LuisMartinez-FaleroSan Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios espirituales (1548), nos legó una de esas frases contundentes que forman parte esencial del imaginario patrio: “En tiempo de desolación nunca hacer mudanza” (318, 5ª Regla de la Primera Semana). Es necesario, por tanto, no hacer cambios cuando se duda de qué camino seguir. Toda una apología de la indecisión y de dejar las cosas como están. En realidad, se trata de la formulación culta del “Virgencita, que me quede como estoy”, al que parece haberse abonado España desde hace siglos. Y ahora, sobre todo, Fátima Báñez.

Esta sentencia de San Ignacio la he escuchado tantas veces en mi vida (en una u otra manifestación) que me resulta, más que un tópico, una especie de mantra para evitar cambios. Lo realmente trágico es que esos cambios son más que necesarios. No se trata aquí de tomar decisiones individuales, sino de ofrecer un modelo económico y un modelo político distintos, con una democracia más participativa. Porque llevamos demasiado tiempo de parcheo y tal vez haya llegado la hora de poner el cerrado por obras y replantearnos el sistema completo. No nos vale (o no nos debería valer) una Ley sobre Desahucios que corrige en un simple plazo ridículo la ley de la señora Chacón, que a su vez modificaba levemente la ley franquista, que a su vez hundía sus raíces en otra ley anterior. Nuestra sociedad –suponemos– no es ya aquélla para la que se redactó la primera ley, corregida hasta ahora mismo en detalles nimios. Ni las necesidades de los ciudadanos son tampoco las mismas. Ni siquiera esta crisis económica es igual que la crisis del año 1973 o la que abarcó los últimos años del siglo XX. Ya no nos vale tampoco la solución del ladrillo para salir de ella: si sobra algo son pisos vacíos en manos de los bancos, aunque haya quien se niegue a su expropiación para que los ocupen familias sin techo.

Aquí lo único que se reforma es el léxico. Acabamos de descubrir el verbo “desindexar” referido a las pensiones o a los salarios. Es más, ni siquiera existe para la RAE y su diccionario más actualizado. Etimológicamente, quiere decir ‘dejar fuera de un índice’, aunque en Argentina aparece relacionado con el pago de las deudas. Pero las palabras no son inocentes, tienen una historia, una trayectoria, una intención, como nos señaló Michel Foucault en Las palabras y las cosas (Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, 1966). El índice, sin duda, es el IPC. El Índice también era el nombre de la lista de libros y editores prohibidos por la Inquisición, hoy Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Y la forma de “desindexar” las pensiones o los salarios tiene mucho de inquisitorial e infinitamente de artero (no confundir con ‘hortera’, aunque también los haya entre los desindexadores de lo indexado). Se trata de no subir las pensiones o los salarios de acuerdo con las habitualmente amañadas cifras anuales del IPC. Es como decir ‘congelar’ o incluso ‘reducir’, puesto que la consecuencia de esa “desindexación” va a ir reduciendo considerablemente la ya exigua capacidad económica de la mayoría de los pensionistas. Y, siguiendo a Foucault, esta palabra (‘desindexación’) se parece mucho a ‘desinsectación’, lo que nos vendría a mostrar en esa cierta homofonía la consideración que nuestros gobernantes reservan para los ciudadanos. Con esa “desindexación” de las pensiones Mariano Rajoy cruza su última frontera, la delgadísima línea roja que había jurado que nunca atravesaría. No le queda ni una sola promesa por incumplir: final de la legislatura, por tanto. O de la no-legislatura. O incumplimiento completo de su programa / cumplimiento completo de su no-programa, según se mire.

Tal vez por esos tiempos de desolación en que debe evitarse cualquier cambio, nos encontramos con una Constitución (la de 1978) que necesita un repaso, habida cuenta de una serie de desajustes entre el espíritu, la letra y la realidad social de España. Claro que ya sabemos que si una norma aprobada en referéndum tiene que ser cambiada, esos cambios deberían ir acompañados de una aprobación en referéndum, donde la mayoría de los ciudadanos decida. Pero también sabemos que la única modificación introducida en nuestra Carta Magna (la limitación de la deuda del Estado) fue aprobada sólo con los votos de los dos partidos mayoritarios, sin contar con nadie fuera de esas formaciones políticas; mucho menos, fuera del Parlamento, no fuera a ser que el pueblo se equivocara y optara por lo que no les convenía a sus señorías o a Angela Merkel, mente pensante y alemana de esa mini-reforma de la Constitución Española. Ya ni hablamos de replantear el Concordato con el Vaticano, inconstitucional a todas luces, o a revisar algunos de esos artículos tan bonitos, inspirados por las Leyes Fundamentales del Reino y por D. Manuel Fraga, y de dudosa legalidad en una democracia de medio pelo. Por el contrario, cambiamos leyes al dictado de la Conferencia Episcopal, que –según parece– debe ser la principal inspiración para construir un Estado moderno: entre la inspiración del Espíritu Santo y la voluntad del pueblo aún hay clases. Y, si no, que se lo pregunten a Gallardón.

Y mientras volvemos a los tiempos de los estamentos medievales (con el clero en las Cortes, ya sin que sea necesaria su presencia física, pues la espiritual basta), España sigue arrastrando sus problemas históricos y los recientes, como un fantasma cargado de cadenas cruzando un castillo. Seguramente lo que nos sobra son fantasmas y lo que nos falta sea la voluntad real de exorcizarlos para siempre.

 

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