La geneología del grito – Hacemos un recorrido por la historia de la música buscando los más grandes
Por Jorge Salas/ Muzikalia
Esto empezó como empieza todo, con un grito. Si la misma vida, en su esencia primigenia, es sangre y grito; si al nacer, quién sabe si como entrenamiento para lo que va a venir, te atizan hasta que te hacen llorar a gritos y, sólo entonces, se quedan satisfechos y sonríen; si las mejores cosas de la vida se celebran, y las peores se exorcizan, sacando a la luz lo que está escondido entre las oscuras entrañas a través de las cuerdas vocales, ¿cómo no iba ser el grito el cáliz sagrado del rock, la toma de tierra de una canción, la jaula de Faraday de un cantante?
Esto, como digo, empezó con un grito. El más familiar de todos. Determinada serie americana de científicos con pistolas se ha encargado de que la voz de Roger Daltrey nos sea más familiar que la del vecino de enfrente, con el que apenas cruzamos un “buenos días” cuando nos obliga la presión social del ascensor. El grito hercúleo del cantante de The Who en “Won´t get fooled again“, sobre todo el de la coda final, tras la parte instrumental de Townshend con el órgano y la batería de Moon, cuando el tema se empieza a recostar sobre los más de 8 minutos y medio que dura, ese grito solo comprime en casi 4 segundos todo el salvajismo del rock en 1971. El “yeah!” desgañitado de Daltrey fue como esos de los dibujos animados que despeinan al que está delante, sólo que, en este caso, lo que hizo fue entreabrir el telón y dejar ver el esqueleto del rock, tan bien construido a base de gritos.
No hay que ser un virtuoso para arrancar uno de esos alaridos que andan agarrados en las paredes de las entrañas desde no se sabe cuándo. Hay que ser humano. El grito nos hace a todos iguales. Ojo, también se puede gritar rematada e inoportunamente mal en una canción; pero esto ya sería otra cosa. Lo que quiero decir es que, sí, la historia moderna de la música (y la no tan moderna) está trufada de rugidos más o menos tímidos, más o menos convenientes. Más o menos fundados en la esencia misma del ser humano. Pero la realidad es que, como en la vida, aquí tampoco vale todo.
Los 50: Muddy Waters en un rincón, Screamin´ Jay Hawkins en el otro
Remontándonos a las raíces visibles y audibles del árbol genealógico del grito en la música durante las últimas cinco o seis décadas, encontramos perlas más brillantes que otras. Muddy Waters grababa en 1955 su respuesta al clásico “I´m a man” de Bo Diddley; en aquella primera versión de “Mannish boy“, Waters apenas se despeina (menos, por ejemplo, que en la que grabó con The Band en su despedida) y, aunque se va entonando con los minutos, son más las voces de fondo las que perlan la canción de aullidos; pero su clásico “oh yeah”, prolongando el “oh”, le da al padre moderno del blues de Chicago la paternidad y la tutela del grito durante los próximos 50 años. Aunque si hablamos de aullidos, lo menos que podríamos hacer sería inclinarnos para ofrecer nuestros respetos a Chester Arthur Burnett; “Smokestack lightnin´” es el anuario que Howlin´ Wolf lleva a las reuniones de antiguos alumnos del blues para recordar que era popular. Lo mismo que puede hacer Willie Dixon con “I can´t quit you, baby“; su grito inicial en cada estrofa va cargado con el dolor de mil mujeres en el puerto despidiendo con un pañuelo en la mano al barco de su amado.
La verdad es que en los 50 se vivía mucho del grito. No sólo el bluesman. Únicamente con lo ocurrido en el 57 se podría hacer la delantera eléctrica del grito: el vividor Jerry Lee Lewis grababa “Whole lotta shakin´ goin´ on” y “Great balls of fire”, entre otras, auténticos actos sexuales sobre el marfil de un piano (actos sexuales de los 50, quiero decir). Y así eran sus gritos, claro; lo de Little Richard tenía más de terremoto que de sexo, por mucho que se retroalimenten ambos conceptos. Y por mucho que le cantara a “Long tall Sally” o “Lucille”. En medio, ese año, Jackie Wilson lucía su cartel de Mr. Excitement a base de sus juegos vibradores con la erre y los “oh” de “Reet petite“. La década del grito la cerraron, entre otros, el maestro de ceremonias del mismo: Screaming Jay Hawkins, que en el 58 enseñó la amplitud de su catálogo de ruidos e hizo de “I put a spell on you” un precioso rito de vudú que copiar paso por paso, aunque no dé resultado.
Los 60: de Wanda Jackson a MC5
Lo mejor que le pudo pasar al noble arte del grito fueron los 60. Como a muchas otras cosas de la vida moderna. El encuentro entre lo que por aquel entonces se conocía como rock con su versión rejuvenecida, la malísimamente mal llamada “música negra” y el germen genesíaco del punk, el garage o el surf dio como resultado un mosaico del alarido de dimensiones gigantescas. Wanda Jackson inauguraba la década con su voz desvirgada por la cazalla, y los “oh” de “Let´s have a party” eran el pistoletazo de salida repetido en una carrera que en la primera mitad de década mezcló a los Contours y su “Do you love me?” con los gritos de Lennon y los demás Beatles en “Twist and shout” (y los de sus fans histéricas), el innegable poderío vocal y seductor de Etta James en “I just want to make love to you” (cualquiera le decía que no), el surf de los Trashmen y esa locura conceptual que era y es “Surfin´ bird“, y el protopunk y el garage de los Sonics con “Psycho“. El arca de Noé del grito: una pareja de cada especie, preparada para lo que había de venir.
Lo que había de venir era más de lo mismo, pero multiplicado caleidoscópicamente por mil. Otis Redding retorcía sus cuerdas vocales en la “Satisfaction” de su maravilloso Otis Blue en el 65. Aquel disco fue una gran noticia para el soul y el R&B, como también lo fue la respuesta decibélica que recibió de dos tótems sólo un año después: James Brown sentó cátedra en la universidad del grito con canciones como “It´s a man´s, man´s, man´s world” y “I got you (I feel good)”; y algo parecido hizo Wilson Pickett en “Land of 1.000 dances”, cuya tesis de fin de carrera llevaba el título de ´La importancia del grito y el baile como canalizadores del exorcismo de masas´. Le pusieron la misma nota que a Arthur Conley y su “Sweet soul music”: matrícula. Mucho antes de que Carlton Banks lo descubriera, Tom Jones también lo intentaba con “It´s not unusual”; aunque la escuela europea era mucho menos académica y sutil que la norteamericana. Las cosas como son.
Los últimos años de los 60 fueron propiedad absoluta de las nuevas generaciones, unos cuantos veinteañeros que se dedicaron a refrescar la garganta de la industria del grito. Mientras a sus 28 años Paul Revere estrenaba a base de testosterona vocal la primera versión de “(I´m not your) Steppin´ stone” con The Raiders, el trío Morrison–Jagger–Plant reventaba las listas de éxitos a base de rugidos más o menos feroces; con 24, 25 y 21 años respectivamente, las voces de los Doors (con “When the music´s over” o la traumática “The end”), los Stones (“Sympathy for the devil” o el “Gimme shelter” de Merry Clayton) y Led Zeppelin (“Whole lotta love“, “You shook me”) se apoderaban del final de una década que empezó con el dominio de las gargantas maduras del soul y el R&B. El propio Hendrix, sin cumplir aún los 25, se sacaba el mejor debut de la historia y un buen puñado de gritos en su Are You Experienced (1967); aunque sus cuerdas eran más las de la guitarra, tampoco deslucía en el bello oficio del grito: “Fire“, “Remember”, “Stone free”, “51st anniversary” o la emblemática “Purple haze” dejaron buena prueba de ello. Pero las cosas estaban cambiando: hasta Dylan, que se había envuelto de electricidad, gritaba sin complejos “Like a rolling stone” o “Leopard-skin pill-box hat” en el polémico concierto de 1966 en el Royal Albert Hall.
Lo de Grace Slick, que llegó a Jefferson Airplane con dos canciones brillantes de The Great Society bajo el brazo, no se podía considerar como grito objetivo, pero su trémolo sostenido en “White Rabbit” y “Somebody to love” endulzó la cultura del alarido en el 67 con su ojos azules o con LSD, no está muy claro. Por si perdemos la perspectiva y se nos olvida de que va todo esto, el broche a esta década llegó en febrero del 69 con un disco que se grabó las dos últimas noches de octubre de 1968. Kick Out the Jams, el debut de MC5 grabado en el Grande Ballroom de Detroit (abandonado sólo tres años después hasta hoy), es un monumento al bramido contestatario de casi 40 minutos, muchos decibelios y algunos litros de sudor. En el otro lado, ese mismo año, Creedence Clearwater Revival y John Fogerty ponían en marcha las melenas del personal con “Fortunate son” y su rock atemporal.
Los 70: el grito y la invasión británica
En los 70, con Robert Plant desgarrándose las cuerdas vocales pidiéndole explicaciones a Dios y a una mujer a partes iguales en la bestial “Since I´ve been loving you“, se repitió el patrón de la década anterior. Ya con la nueva hornada de estrellas del rock provocando desmayos con cierta asiduidad, los orgullosos representantes afroamericanos de la sociedad estadounidense compartieron cartel en El Gran Festival del Grito con los frenéticos punks, que irrumpieron supuestamente por sorpresa pareciéndoles todo muy mal de repente. Jóvenes que perpetuaban el concepto que aún esgrimen los más viejos del lugar: la juventud se cura con el tiempo pero, mientras, qué malos son todos. Los representantes del punk no eran precisamente unos Peter, Paul & Mary. La protesta, social, nihilista o puramente ontológica, es lo que tiene, que resulta excesiva para el que baja a comprar el pan con el periódico bajo el brazo. Ese exceso, traslado a las formas, les daría cierto protagonismo en el ocaso de la década.
En el amanecer de los 70, sin embargo, todavía coexistían en paz los gritos agudos de Ian Gillan y los solos de Ritchie Blackmore en la interminable “Child in time” de Deep Purple con esa pareja de todo menos “the best”: Ike y Tina Turner, los antecesores en blanco y negro de Bobby Brown y Whitney Houston; los Turner, más bien ella, se descolgaron con algunas versiones dignas de aparecer en esta recopilación, como las de “Come together”, “Proud Mary” y “Son of a preacher man” que aparecen en Get Yer Ya-Ya´s Out!, el segundo disco en directo de los Stones. Junto al matrimonio Turner, Stevie Wonder (con otra versión, el “We can work it out” de los Beatles) y Edwin Starr (con su abultada interpretación de “War”), como parte de la artillería de Motown, coincidieron en 1970 con The Originator y su paradigmática “Elephant man”; los aullidos de Bo Diddley, el hombre bisagra entre el blues negro y el rock blanco, empezó a marcar también el cambio de tendencia en la industria del grito. En el 72 fue el terciopelo inalterable de Bill Withers (“Use me“) y, ya más tarde, en el 78, el motor de cuatro tiempos que Koko Taylor arranca en “I´m a woman” y el último gran éxito de Michael Jackson con sus hermanos (“Blame it on the boogie”) antes de reventar el mercado con esa trilogía superventas que empezó en el 79 con Off The Wall. Y se acabó.
A partir de 1971, el punk y el rock se expandieron con la virulencia de los Cien Mil Hijos de San Luis. Los cuatro años que le duró el amor a Free, les dio para abanderar (en la sombra y gritando muy bajito) la invasión británica junto a los Stones o Led Zeppelin con temas como “All right now”; fue uno de esos grupos que se subió al carro con timidez y menos misticismo, como The Hollies (“Long cool woman (in a black dress)“), pero que pusieron su granito de arena, como el inefable Rod Stewart, que nació cantándole a Maggie May, por aquel entonces con Faces y su voz en estado perpetuo de 4 de la madrugada y siete carajillos, cantando “Stay with me“. Esa oleada brit de finales de los 60 y principios de los 70 avanzaba al grito, claro, de Roger Daltrey: sus alaridos en “Won´t get fooled again” o “Love reign o´er me” abría las trincheras, las puertas y algunas otras cosas de cualquier enemigo, por muy bien pertrechado que estuviera. Todos estos jóvenes ingleses llegaban con clásicos con los que le pintaban la cara a muchas otras bandas americanas. Si eras local, tenías dos opciones: reconocer la derrota con el llanto del “Cry baby” de Janis Joplin, o morir de pie y con las botas puestas con Grand Funk Railroad y los gritos finales de su patriótica “We´re an american band”.
Sin embargo, si hay un aullido que merece representar una década entera, tanto por su magnitud como porque, de hecho, hizo los honores cortando la cinta con unas tijeras enormes en 1970, es el de Iggy en “T.V. eye“. Su primer disco en el 69 resultó, al final, mucho más contenido que Fun House, pese a la intensidad de canciones como “No fun”. Grabado recreando al máximo lo que era un directo de Stooges, Fun House mira desde muy alto y por encima del hombro a cualquier otro LP que pretenda reflejar la pasión inalcanzable del momento; aunque “T.V. Eye” patrocina todo el sudor de Iggy Pop, en realidad podría hacerlo casi cualquier canción del disco. Pero esos 4 segundos en los que el fibroso exbatería de The Iguanas se deja la laringe gritando “lord” con más testosterona acumulada que un internado inglés, bien valen por una década de punk. De hecho, al final de la canción, se puede escuchar al propio Iggy Pop intentando contener las acometidas espasmódicas de su garganta por el esfuerzo. La tos, vamos.
Reconocido esto, lo que viene ahora es un asalto en toda regla. La emancipación a gritos del punk de su prefijo proto. Una escena entre dantesca y fantástica. Desde el “California sun” de The Dictators al “one, two, three, four” de serie de los Ramones, pasando por el “Love song” de The Damned, los chillidos de Poly Styrene rivalizando con el saxo de X-Ray Spex en “Oh bondage, up yours!” o los casi ladridos de Richard Hell en “Liars beware”. En la segunda mitad de los 70, The Clash mediante, el punk se abrió paso como ese pasajero del autobús que lleva una semana sin ducharse. En los pliegues de la historia, cuando aún hoy en día son muy pocos los que les reconocen más allá de “Baby, bay”, se quedaron The Vibrators; la voz y los bramidos de Knox en “Petrol” bien valen, cuanto menos, un mínimo reconocimiento.
Los 80: Springsteen es el hombre
Tras la fugaz eclosión del punk se extendía una niebla que ocultaba todos los desperfectos: los 80. El grito pródigo volvía al rock por la puerta grande: Tom Petty editaba, el 11 de enero de 1980, “Refugee”, segundo single de Damn The Torpedoes. Sin embargo, esta sería una década de contrastes y dominada por un hombre. Bruce Springsteen fue a la oficina de patentes, e hizo suyo el grito como algo marca de la casa; la insignia en el pecho, la bandera de Estados Unidos en el porche, el gallo en la hebilla del cinturón. Los metía por todas partes, cuando menos te lo esperabas y en cualquier tipo de canción. El grito de Springsteen igual valía para el rock de estadios marca de la casa de “Hungry heart” o “Glory days”, que para himnos obreros como “Working on a highway” o actualizaciones del amor en tiempos del cólera como “Cover me”. Mención especial para la acústica y oscura “State trooper” del nunca suficientemente bien ponderado Nebraska, con unos aullidos finales en fade out que quitan el sentido.
Excentricidades aparte, como los grititos de Kate Pierson en la clásica “Private Idaho” de The B-52s de 1980, la década fue bastante académica en cuanto al rock. AC/DC, con canciones como “Shoot to thrill” o “Back in black” en el disco homónimo tras la muerte de Bon Scott, los excéntricos Van Halen con “Jump”, Skid Row y los gritos del manual del buen cantante de heavy metal de Sebastian Bach en “18 and life” y, por supuesto, el señor Bongiovi y sus gritos desaforados en los hits de su disco de 1986, Slippery When Wet (“You give love a bad name” o “Livin´ on a prayer”). Si hablamos de academicismo no podemos olvidar el “I love rock´n´roll” de Joan Jett & The Blackhearts, ni su atuendo de cuero rojo, ni su guitarra por las rodillas. El inefable Billy Idol, desgañitándose in the midnight hour con el doblete “White wedding“-“Rebel yell”, y los primeros pasos de Axl Rose con Guns n´ Roses (“Welcome to the jungle”) decantaban el lado bueno de unos 80 que también escuchó las estridencias de Cindy Lauper (“Girl just want to have fun“), y la madura intensidad vocal de Bonnie Tyler (“Holding out for a hero”) y Tina Turner (“The best”).
Al margen de toda esta amalgama de hombreras, chaquetas de cuero y laca destacaron tres voces, por diferentes. Jeffrey Lee Pierce montaba The Gun Club a finales de los 70, y en 1981 presentaba su especial visión del blues con toques de punk, rockabilly y hasta vudú con Fire Of Love; la sobreexcitada “Preaching the blues”, con Pierce cabalgando una serpiente de agua gigante, es la mejor prueba. Sólo un año después, un australiano instalado en Londres con el beneplácito de John Peel berreaba sin control en una canción llamada “Release the bats”; a The Birthday Party, con Nick Cave al frente, le bastaron apenas cinco años para influenciar a cientos de grupos. Más tarde, en el verano de 1988, Sub Pop editaba el debut de Mudhoney: “Touch me I´m sick“, con Mark Arm maltratando sus cuerdas vocales, pudo haber sido uno de los detonantes del grunge a finales de los 80. El del hardcore está claro que se lo llevó Hüsker Dü con roturas de gargantas como “Something I learned today”.
Los 90: de Nirvana a Chris Isaak
Evidentemente, lo más gordo para el grunge fue Nirvana. Cobain sabía de exprimirse la laringe como método para exorcizar la insatisfacción vital. La discografía del trío de Washington está trufada de gritos del finado líder espiritual del grunge, pero podríamos tomar “Negative creep”, de su genuino debut en 1989, como la costilla a partir de la que se hizo “Smell like teen spirit“, “Rape me” o incluso la versión de “Where did you sleep last night?” en el desenchufado del 93. Efectivamente, el grunge marcó una parte de la historia del grito en los 90: mientras AC/DC seguía a lo suyo con temas como “Thunderstruck” y Black Francis aullaba en Bossanova, el tercer disco de Pixies (“Rock music“), Eddie Vedder te rompía el alma con sus gritos finales y ese “why?” repetido con el que clamaba al cielo por una estrella en “Black”.
Esto pasaba en menos de un año, con los australianos Beasts Of Bourbon dejando perlas del grito como “Let´s get funky” de por medio. Poco después se unirían Aerosmith, que le supieron sacar partido a ese lamento entre compungido y algo molesto de Steven Tyler en clásicos del rock moderno como “Cryin´”, Trent Reznor con el amplio catálogo del gritode Nine Inch Nails, el blues esquizofrénico de The Jon Spencer Blues Explosion (“Chicken dog“) y, ya en el ocaso de la década, Zack de la Rocha lo daba todo en “Sleep now in the fire” (The Battle of Los Angeles, 1999), como era habitual en Rage Against The Machine.
Desde el Reino Unido, a pesar del britpop, tampoco se desentendieron en los 90. Los “yeah” de Bobby Gillespie en ese pelotazo que fue “Rocks” eran más propios de un coro gospel que de un escocés de Glasgow; la guitarra, el órgano y los gritos de Crispian Mills en “303”, una de las mejores canciones del debut de Kula Shaker, eran un billete de ida para una hipnosis regresiva hasta los 60; por supuesto, también Thom Yorke se abrazaba a la Cofradía del Santo Grito para darle la intensidad necesaria al pedazo de rock más evidente del sobresaliente Ok Computer en el 97.
Hasta Jeff Buckley se subía al carro del grito; el hijo maldito de Tim Buckley, al que se le puso la etiqueta de blandito, entre otras cosas por su trillada versión del “Hallelujah” de Cohen, se entregaba al arte del grito y la rudeza con “Eternal life”, cuya versión en directo rezumaba grunge salvaje. O Chris Isaak, otro héroe de lo blandito y devoto del maravilloso Roy Orbison, al que sólo Laetitia Casta ha hecho gritar como en “Baby did a bad bad thing” a mediados de los 90.
Los 2000: honrosos seguidores de la tradición
La industria del grito ha ido cayendo en las garras de la decadencia, y ha ido perdiendo ese encanto maravilloso que poseía en épocas pretéritas, en las que la contracción de los músculos laríngeos era también la contracción del espíritu del cantante. Ahora el grito, reconducido injustamente hacia territorios más encorsetados y prefabricados, y a determinados géneros más o menos marginales, languidece al tiempo que languidece el rock como se entendía hace cuatro décadas. Sin embargo, aún podemos encontrar honrosas excepciones (unas más que otras) que nos hacen creer que no está todo perdido.
En la breve y paródica discografía de los ingleses The Darkness hay ejemplos más que de sobra, sobre todo en sus dos primeros discos. Mucho más serio es lo de Karen O y Yeah Yeah Yeahs, al menos, en su primer disco; Fever to Tell contenía la sudorosa “Black tongue“, puro sexo y lascivia, en la que Karen O hacía lago parecido a lo que hace Kim Gordon en el último disco de Sonic Youth (“Sacred trickster“). Para hablar de The White Stripes y el grito inicial de Jack White en “Girl, you have no faith in medicine” hay que ponerse de pie, igual que con los gritos en pleno centrifugado punk de Gareth Liddiard en el “I don´t ever want to change” de The Drones. Grinderman (“No pussy blues”), The Jim Jones Revue (“Princess & the frog”) o incluso The Black Keys, con el “hey” de Dan Auerbach en “I got mine” son otros ejemplos de gritos coetáneos que quedan hoy a la sombra del hombre que mejor aúlla en la actualidad: Eels. Para muestra, “Fresh blood“. En él y algunos otros como Jack White confiamos el noble arte del grito en el rock. No lo dejéis morir.
Puedes escuchar todas las canciones de La Genealogía del Grito siguiendo este enlace.
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