Ser o no ser, es siempre la cuestión…
Por Tamara Moya.
Las películas nos hablan de manera diferente con el discurrir de los años. Aunque tal vez la capacidad de seguir conservando la magia de su momento, y a la par cobrar vigencia años después, sea sólo una capacidad reservada a los clásicos. Puede también que Ernst Lubitsch se percatase de ello cuando rodó Ser o no ser, y que recurriese a otro clásico de tres siglos atrás para explicar su propio presente. Porque la obra de Lubitsch, al igual que ese Hamlet de Shakespeare o esa Ana Karénina de Tolstói a los que homenajea en su filme, posee esa universalidad que hace que perdure con el paso del tiempo. De esta manera, Ser o no ser se conjuga aún perfectamente en presente, y continúa dialogando con aquel entonces, pero también con nuestro ahora.
Y es que es, precisamente, ese discurrir de los años el que nos permite adoptar cierta distancia, y con ella una posición de inevitable ventaja, ante la película de Lubitsch. Porque aunque el contexto histórico que engendró Ser o no ser (1942) quede ya muy lejos, lo cierto es que uno vuelve a reír y a emocionarse con ella, aunque tal vez su visionado se realice ahora en condiciones mucho más dispares. Es desde esa butaca (silla, sofá…) privilegiada de un espectador del siglo XXI como también se pueden leer otros discursos subcutáneos que emerger bajo el aparente.
De esta manera, Ser o no ser es una película que, más allá de su discurso político antinazi (tres años antes había sido anticomunista en Ninotchka), de una exaltación de las tropas aliadas, y de una reflexión acerca de la relación entre mímesis y diégesis que se ha convertido en lugar común (la realidad siempre supera a la ficción), lo cierto es que, al igual que ese Hitler de la obra teatral que introduce un “Heil, yo mismo” de cosecha propia, Lubitsch entierra otros aspectos entre líneas que se leen de manera diferente desde la contemporaneidad.
Ese otro discurso que subyace bajo Ser o no ser nos habla de un Lubitsch antibelicista que ya se deja ver en Remordimiento (1932). Es por ello que el director decidió filmar fuera de campo el único asesinato que vemos por parte de los nazis en la película o que haga referencia solo de pasada a los campos de concentración. De esta manera, parece abogar por una cierta idea de reconciliación que se traduce al intentar equilibrar a ambos bandos, poniendo también en boca de Siletzsky, el profesor nazi, el discurso de Hamlet que al final del filme personificará el actor secundario de la compañía de teatro: “¿Le parezco a usted un monstruo? Somos exactamente igual que los demás. Nos gusta cantar y bailar. Nos gustan las mujeres hermosas. Somos humanos…”.
Y es que el espectador contemporáneo parte (o debería hacerlo) de una ausencia de inocencia, la misma que le permite poder disfrutar con el parentesco de Ser o no ser y el género de la screwball que había preponderado en la década anterior, o con películas como El gran dictador (1940) o Casablanca (1942), que toman la II Guerra Mundial como telón de fondo; pero también con una cierta perspectiva que nos demuestra su relevancia para la comedia sofisticada. Esa perspectiva también le permite ver que ese trabajo con las sombras, esa femme fatal y el protagonismo de aquel espía, nos hablan mucho de una influencia en el cine negro; o, ¡por qué no decirlo!, encontrar en Carole Lombard una de las primeras postmodernas: “-¿Le gusta mi vestido?-¿Eso es para un campo de concentración?-A mí me encanta, creo que es un contraste tremendo”.
Desde esta contemporaneidad, Ser o no ser nos habla ahora del poder ideológico de los totalitarismos y del peligro del culto al líder en un momento en el que vuelven a surgir en Europa partidos políticos pro-nazis. Pero también en un tiempo en el que el discurso existencialista cobra más pertinencia que nunca, cuando los grandes relatos de la Historia dejaron de funcionar hace tiempo. He ahí lo complicado de los clásicos: que siempre regresan del pasado para hablarnos, porque nunca dejaron de hacerlo.
TAMARA MOYA