…En tiempo de miseria (XIII) – La visita del ectoplasma
Por Luis Martínez-Falero
Yo no creía en las apariciones extracorpóreas. Puedo asegurar categóricamente que desde hace muchos años negaba todo aquello que escapara a los sentidos y su lógica, a lo que se puede tocar, como un Santo Tomás filológico y manchego cualquiera. Es cierto que me he divertido en muchas ocasiones con relatos de fantasmas, desde los grecolatinos recogidos en el libro de Antonio Stramaglia Res inauditae, incredulae: storie di fantasmi nel mondo greco-latino (1999), hasta los medievales (como los contenidos en Il tricentonovelle de Sacchetti, del siglo XIV) o los del Renacimiento, o los más modernos y góticos. También he disfrutado (con la mirada irónica del escéptico) de ectoplasmas, psicofonías y otros fenómenos paranormales, más propios del realismo mágico que de la realidad a secas.
Pero hete aquí que descubro que existe una realidad paralela. Todo comenzó cuando se nos apareció Mariano Rajoy en forma de ente virtual para decirnos cuatro cosas y evitar, según parece, que le hagan preguntas. Y se presenta por segunda vez en una pantalla de plasma, fuera de la sala de prensa, es decir, como un “ecto-” (‘fuera’ en griego) “plasma” (‘figura’). Si no fuera por las connotaciones de menosprecio y prepotencia que conlleva esta manifestación virtual, resultaría hasta graciosa esta imagen del Presidente del Gobierno de España como un trofeo de caza parlante, colgado de la pared. Sin embargo, tras varios meses sin dar la cara (la material, la de verdad) ante la prensa o los ciudadanos, la cuestión es si Mariano Rajoy existe realmente o se trata de una animación digital (de ahí que no pueda salir de la pantalla) y que cuando lo hemos visto junto a Angela Merkel o François Hollande, o en las reuniones de la Ejecutiva Nacional del PP, se trata en realidad de una escultura hiperrealista, como las de Duane Hanson, a las que uno les da cortésmente los buenos días cuando se topa con ellas. De un modo u otro, resultaría ser un producto de ficción (más bien poco artístico) movido por unos hilos de dudosa procedencia. Por no hablar de los guionistas, cuando pasamos a su vertiente de animación digital.
Pero es que esta conversión en imagen plástica (casi homófona de ‘plasma’) se está convirtiendo en una epidemia en el partido del gobierno. Ahí tienen a Núñez Feijoo, al que le vuelven sus vacaciones y paseos en barco con un narcotraficante, igual que la sombra de Rebeca a la pusilánime Joan Fontaine en la película de Hitchcock, pero en versión de álbum fotográfico. Aquí fue peor su presencia en persona, pues lo que se deduce de sus palabras en rueda de prensa es más sospechoso aún que las fotos. Sin duda, Mª Dolores de Cospedal o Carlos Floriano lo hubieran explicado mejor: se trata de una imagen en diferido o el narcotraficante en realidad era funcionario del barco.
Ante este crecimiento de lo ficticio en España, nos queda lo único real: la Monarquía. Aquí no hay ficción ni realidad virtual, ni apariciones extemporáneas: todo es, evidentemente, muy real. Es más, se autodenomina Casa Real, como si las demás casas de este país fueran hologramas o maquetas de un decorado (tal vez por ello varios millones de españoles viven en la cuerda floja). Pero por primera vez ha habido un atisbo de entrada de un miembro de la Familia Real (las demás también deben de ser virtuales) en la ficción. Un juez pretendía llamar a declarar a la Infanta Cristina como imputada (lo que salvaguardaba sus derechos) para que explicara si su marido, Iñaki I El Oscuro, se había servido del título de su señora o de la ineludible relación con el Rey para sus más que turbios negocios. Por un momento creímos que era posible que Cristina de Borbón compareciera ante un juez. Incluso los mejores músicos del Reino estaban ya componiendo, en diferentes versiones, una Pavana para una Infanta imputada, al tiempo que los poetas y pintores buscaban inspiración en algunos cuadros del siglo XIX para mostrarnos el patetismo de la escena: la Infanta, demacrada, camino del Juzgado, como una Carlota Corday camino del cadalso. Y no: finalmente nos ha ganado la realidad. Todo ha vuelto a su cauce, a su lógica, a lo que se esperaba: la Infanta no declarará ni como imputada ni como testigo ni como nada. Ha vencido la razón (la de Estado). Que haya vencido la justicia, ésa que –según la Constitución y las palabras del propio Juan Carlos I– es igual para todos, es harina de otro costal. Sabíamos que constitucionalmente el Rey es irresponsable y no puede ser juzgado. Ahora también sabemos que hay más irresponsables en su familia, lo que, al menos, aumenta nuestro grado de constatación empírica de lo que suponíamos sólo en hipótesis.
Al menos, la posibilidad de que vivamos en un lugar ficticio parece que se va desvaneciendo, aunque sea por una definición negativa de nuestra ubicación geográfica: ya Mariano Rajoy nos había aclarado que España no es Uganda y ahora Mario Draghi completa la información diciéndonos que España no es Chipre. Parece un proceso lógico, aunque discutible. Tal vez algún día lleguemos a saber realmente quiénes somos, dónde estamos y si de verdad todos somos iguales ante la ley o ante el (ecto)plasma. O tal vez nos desvanezcamos en los mapas o en el negro de la pantalla.