…En tiempo de miseria (XII) – La ética en los tiempos del caos
Por Luis Martínez-Falero
El vertiginoso torbellino de los acontecimientos que se suceden en la sociedad española, con un torrente de casos de corrupción, la situación económica de un país que recorta sus ingresos a los ciudadanos hasta poner al borde de la quiebra (o plenamente en ella) a cientos de miles de familias, o en donde los bancos no aceptan la dación en pago y es necesario seguir pagando la hipoteca tras el desahucio, la cifra creciente de parados y el evidente recorte de derechos civiles (con la amenaza de aprobar leyes que restrinjan la libertad de expresión o de manifestación), etc., etc., etc., no nos permiten una reflexión sobre las cuestiones básicas del porqué de todo ello o el contexto en que se produce. Vivimos en un bombardeo continuo de información, y ya bastante hacemos con intentar, con mayor o menor éxito, encajar las piezas de este puzle en el lugar correcto, como para –además– plantear cuestiones fundamentales que nos puedan ofrecer la posibilidad de unos principios de certeza a partir de los cuales podamos enfrentarnos a, o quizá tan sólo comprender, las raíces del problema mismo.
La sociedad que estamos construyendo (no que hemos construido, puesto que se halla en continua evolución, aunque sea imperceptible en el día a día) es esencialmente insolidaria. Ahora, muchos compartimos una meta común: defender frente al gobierno derechos que consideramos inalienables, tanto en lo relativo a la calidad de los servicios públicos (Educación, Sanidad…), como en lo referente a nuestro estatus como ciudadanos. Pero seguimos desconociendo casi todo de quienes nos rodean, por cuanto el individualismo (una de las grandes bases del neoliberalismo) ha calado profundamente en nuestro estar en el mundo. La frase “No es mi problema” parece haberse convertido en una lema compartido, cuando en realidad la soledad o el dolor, los temores o las dudas de los demás, quizá sean bastante más nuestros de lo que podamos reconocer.
Esta base del neoliberalismo que acabo de apuntar tiene mucho que ver con la Postmodernidad. La historia de las sociedades ha dejado de considerarse desde la óptica colectiva, para ser sólo una visión de acontecimientos desde un único testigo (a través del cual se nos cuenta la Guerra Civil española, o la invasión de Irak, por ejemplo). A ello, como lleva a cabo Fredric Jamenson en su Teoría de la Postmodernidad (1991), habría que unir la consideración de esa historia como una ficción (convirtiendo así el relato de acontecimientos en un híbrido entre historia y literatura), de tal manera que todo acaba por confluir en un producto cultural, generalmente para usar y tirar, donde prima la superficialidad y la falta de reflexión, es decir, la frivolidad. No hay tiempo para pensar ni dónde estamos ni quiénes somos, sino sólo para ir sumando piezas en el puzle, hasta llegar a una lectura arbitraria de los hechos, donde primen las interpretaciones interesadas de los intermediarios, que generalmente son los medios de comunicación, por lo que en realidad acabamos por caer en unas lecturas orientadas por la ideología o los intereses económicos. Y esto afecta tanto a los neoliberales como a los socialdemócratas, que han olvidado que en sus orígenes fueron socialistas y mantienen de aquello, como los grupos parroquiales de caridad, una visión misericordiosa hacia los “desfavorecidos”, aunque no renuncian ni a uno solo de sus privilegios a cambio de un mayor acercamiento a lo que es la vida cotidiana de muchos ciudadanos. Vamos, se trata de ser solidario con los pobres tras salir de comprar en Loewe.
Ello incide de manera manifiesta en la ética. La ética postmoderna, como señala Zygmunt Bauman en el libro de 1993 (editado por Siglo XXI en 2005) precisamente con ese título, se caracteriza por ser acomodaticia: es bueno lo que me satisface o lo que yo hago; por el contrario, es malo si otro hace lo que yo hago. Ello va acompañado de la ausencia de escrúpulos o la carencia total de empatía. Por tanto, quien debe velar (así, con perífrasis de obligación) por los intereses de su país, en realidad sólo vela por los suyos o por los de su familia. Los representantes sólo representan sus intereses o los intereses político-económicos de un grupo muy limitado que, de un modo u otro, acaban por convertirse en intereses personales: el cobro de la comisión correspondiente o el nepotismo, cuando no se trata de acabar desembarcando en Endesa, Telefónica, Gas Natural Fenosa o alguna empresa de Murdoch. La moralidad, tan conservadora (por encima de ideologías concretas), se transforma en inmoralidad. Por ejemplo, un sacerdote pederasta en Mallorca, recién cesado por el obispo de su diócesis, acaba por convertirse en un mártir que recibe adhesiones de sus feligreses, fieles al pastor, según la más pura tradición religiosa. O un político acusado de corrupción es vitoreado por los afiliados a su partido, como si acabara de ganar unas elecciones o hubiera encontrado la fórmula perfecta para hacernos felices a todos. Postmodernidad y tradición acaban, de este modo, por encuadrarse en categorías similares, donde todo cabe, donde todo vale, donde da lo mismo ser honrado que delincuente, servir al pueblo que servirse del pueblo, formando una peligrosa argamasa social para construir una comunidad (física, mental o espiritual) medianamente sólida. Sirva como modelo la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, donde uno de los espectaculares edificios de Santiago Calatrava presenta defectos de construcción, lo que, sin duda, parece ser una gran metáfora de nuestra sociedad.
Sin sólidos fundamentos éticos (de naturaleza deontológica), sin una lectura profunda (no de usar y tirar, una información más en un medio más) de nuestra historia reciente y de los modelos posibles, cualquier intento de regeneración de nuestra vida pública estará abocada al fracaso, porque servirá sólo para entretenernos una tarde de lluvia en casa o en el trayecto de metro, cercanías o autobús entre nuestro domicilio y nuestro trabajo. Ya ha pasado el tiempo de las frivolidades (desde las artísticas a las políticas) y es el momento en que todos podamos considerar cuál es el camino correcto para regenerar la vida pública española (también en lo que a cada uno de nosotros compete), sin apasionamientos, pero también sin piedad hacia quienes creen que todo vale cuando se trata de alcanzar un objetivo. Entre otros motivos, porque quienes de verdad deberían llevar a cabo esa reflexión se dedican a jugar a Apalabrados con esas estupendas tablets que les han regalado con nuestro dinero, preparan su futuro mientras disfrutan su presente en un cargo o no asisten al Parlamento porque ya es primavera en el Corte Inglés.