Django desencadenado: con el western en la sangre
Por Tamara Moya.
Django (1966) siempre estuvo en la mente de Quentin Tarantino. No obstante, después de ocho películas de referencias constantes, el director rinde por fin un homenaje explícito al film de Sergio Corbucci. Ya desde su primer largometraje, Tarantino tomó prestada esa escena en la que el Sr. Rubio rebaña una oreja al policía. Desde entonces, el cinéfilo director se ha mostrado deudor de la obra de Corbucci en particular y del spaguetti-western en general. Por eso ahora realiza un guiño a otra obra del director italiano, Salario para matar (1968), a través de ese disparo que tiñe de rojo la flor fijada a la solapa del personaje interpretado por Leonardo DiCaprio. Pero esa relación del blanco y la sangre nos lleva también al escenario nevado que ve nacer la cómplice relación entre Django y su maestro cazarrecompensas. Se trata de un recurso que ya utilizó el director para la batalla final de Kill Bill (volumen 1, 2003), pero que cobra verdadero sentido al ponerse en relación con otra obra de Corbucci, El gran silencio (1968).
Aunque con Django desencadenado Tarantino se decide a filmar su propio western, en realidad lo único que añade a su filmografía es el escenario y el contexto propios del género. Porque en la obra de Tarantino el spaguetti siempre ha estado latente: esos héroes movidos por la venganza, el sadismo con el que ésta logra saciarse, aquellos prolongados duelos, las conversaciones en la barra de algún bar…; y también ha empapado sus películas con la estética propia del género, como esos primeros planos de la eterna mirada del enemigo o el empleo dinámico del zoom para construir la subjetividad del héroe.
En Django desencadenado, Tarantino crea, a partir del tema musical de Luis Bacalov, una auténtica carta de amor a Corbucci, sí, pero también al cine en sí mismo. Porque más allá del discurso que nos plantea con esa intrusión en uno de los agujeros más negros de la Historia de los Estados Unidos, lo cierto es que la intertextualidad se ha convertido en el idioma de un director que solo entiende de imágenes y sonidos, y cuyos guiones constituyen un mero pretexto para crear grandes momentos cinematográficos, como esa llegada a la plantación de algodón, el gag sobre el Ku-Klux-Klan, o la encarnizada lucha de mandingos.
Ahora, al enmarcarse definitivamente dentro de un género como el western, Tarantino se siente cómodo porque ya lo que importa no es el desenlace, ya que desde el principio se nos dice que el héroe se reunirá con su Broomhilda-Brunilda, sino que a partir de ahí, el espectador puede empezar a sumergirse en lo verdaderamente importante: el modo de llegar a él. El disfrute, por tanto, radica en todo lo demás: en esa relación entre el Para Elisa de Beethoven y el tema de 2Pac en plena guerra civil americana; pero también en ese acercamiento entre el Hamlet de Shakespeare y el blaxploitation; o en un ritual con tintes orientales para preparar una mesa que más tarde volará por los aires.
He ahí la magia de filmar desde la contemporaneidad. El cine de la postmodernidad es un cine de todo menos inocente, y Tarantino lo sabe y no pretende ocultarlo: nos hace jugar constantemente en distintas dimensiones temporales y artísticas. Y es que es a través de ese juego como únicamente podemos entender lo que supone Django desencadenado dentro de la obra del director, que consigue, al fin, liberarse también de sus propias cadenas y adentrase por completo en el género que dota de sentido a toda su filmografía.
http://youtu.be/tY_NyluaMO8
TAMARA MOYA