…En tiempo de miseria (IX) – Cuándo hay que irse
Por Luis Martínez-Falero
En el número 21 (julio de 1986) de la revista literaria Barcarola, apareció una entrevista de Pere Rovira a Jaime Gil de Biedma. Debo reconocer la nostalgia que me ha causado el recuperar las palabras directas, espontáneas pero reflexivas (profundamente reflexivas) del poeta barcelonés, veintitrés años después de su muerte. Tras un diálogo en el que se repasaban diferentes generaciones poéticas (del Modernismo al Grupo del 27 o los Novísimos), Gil de Biedma afrontaba su propia obra y, sobre todo, su silencio, patente desde finales de la década de los 60’. Dice en la entrevista: “…Generalmente, lo que ocurre cuando escribo algo que me gusta es que luego me doy cuenta de que ya lo he hecho […] Yo no me creo ninguna obligación de escribir”. Cuando ya no hay nada que contar o cuando sólo se puede contar de la misma manera, es hora de dejarlo, para evitarle al lector un déjà lu. Por tanto, tal vez el escritor (no sólo el poeta) se debate ante dos cuestiones: cuándo escribir (cuándo hay que escribir y qué merece la pena ser escrito) y cuándo dejar de hacerlo.
En este sentido, recuerdo las palabras de José Hierro, cuando en 1997 decía que seguía escribiendo para sentirse joven, igual que cuando conocía a una mujer treinta o cuarenta años más joven que él pensaba que aún podría seducirla. Este impulso de la escritura, no ya para sentirse joven, sino esencialmente para sentirse vivo, tuvo como resultado un último y magistral libro: Cuaderno de Nueva York (1998), culminación de su obra por reunir temas y formas, profundizando en ellos. Mientras uno lo escuchaba recitar sus versos, la voz del poeta no era la de un hombre de más de setenta años, sino la de un dios sacado de Hesíodo, capaz de construir un mundo de palabras, un universo único, una cosmogonía de lo humano más allá de lo humano, porque se asistía a la manifestación del sentimiento y la experiencia humana en su expresión más pura. Sí, aquel libro era un verdadero homenaje al espíritu humano y su manifestación, palabra a palabra.
Por contra, existen obras de otros autores cuya explicación sólo cabe entender desde la sensación de que el silencio vendría a ser un anticipo de la muerte, aún a costa de llevarse por delante una brillante trayectoria literaria (me van a permitir que me ahorre los ejemplos). Hablar para alejar la muerte, como síntoma de un horror vacui que requiere de un libro superfluo en la producción del autor porque hay que estar, hay que figurar en el escaparate para que no se olviden de que uno sigue ahí. Este tipo de obra a destiempo, e incluso a contra-estilo, sólo se puede explicar desde la necesidad de hablar, de manifestar que seguimos aquí, que aún podemos decir aunque sólo sea por el ejercicio de poder hacerlo. How to avoid speaking, que diría Derrida con su verbo sinuoso. O, como Valente, “Mientras pueda decir, / no moriré”.
Pero hemos hablado de literatura, de ese arte que nos da cierto lustre en sociedad, al menos para ser considerados como un elemento (escasamente) decorativo en recepciones, tomas de posesión y otras fiestas populares (flores naturales o elección de miss vendimia, por ejemplo). No es éste el único terreno donde habría que saber cuándo guardar silencio o cuándo dejar la escena discretamente por el foro, como Gil de Biedma. También la cátedra merece esa consideración. O la política.
En éste último ámbito, una explicación que encuentro razonable para perpetuarse en el Parlamento, tras haber desempeñado tareas de gobierno y perder unas elecciones (Rajoy en 2004 y 2008 o Rubalcaba en 2011, valgan como ejemplo) es que el escaño tenga ya la forma de su espalda (seamos castos) y que allí se sienten cómodos y calentitos, hasta el punto de que sólo estén dispuestos a renunciar a esa especie de útero político a cambio de un puesto en el banco azul. Hasta que llega su hora (política), elaboran complicadas endechas, imaginan conspiraciones y articulan un nuevo lenguaje, hasta el punto de que su endiablada jerga está empezando a invadir nuestro idioma. Difícil competencia para poetas (surrealistas y postistas) y para autores adscritos al teatro del absurdo. Esta afección verbal (recodemos, además, que el lenguaje es expresión del pensamiento) llega a provocar catástrofes lingüísticas, como el oxímoron del “crecimiento negativo” o como la de Cospedal hablando de Bárcenas y su relación laboral con el PP, en términos cercanos a un personaje de Ionesco: “La indemnización que se pactó fue una indemnización en diferido y como fue una indemnización indefi… en diferido, en forma, efectivamente, de simulación, de simulación o de lo que hubiera sido en diferido en partes de una… de lo que antes era una retribución, tenía que tener la retención a la Seguridad Social. Es que, si no, hubiera sido… Ahora se habla mucho de pagos que no tienen retenciones a la Seguridad Social, ¿verdad?, pues aquí se es que se… guido… se quiso hacer como hay que hacerlo, es decir, con la retención a la Seguridad Social” (Mª Dolores de Cospedal, 2013). Sin duda, hay otra causa para dejarlo: cuando un político se siente la encarnación de Godot o su verdadera vocación es la de cantante calva, es el momento de abandonar la política… y buscar urgentemente un buen terapeuta.