Siete psicópatas: en busca de la inspiración
Por Irene G. Reguera.
Martin McDonagh vuelve al ruedo cinematográfico después de cinco años de ausencia con este su segundo largo, un thriller autoconsciente bastante atractivo. Imitación más o menos digna del cine de los hermanos Coen, Siete psicópatas es una película hilarante, aunque no brillante, violenta al modo de Tarantino, plagada de asesinos simpáticos con principios, que vuelan cabezas con la misma tranquilidad y cotidianidad con la que cortan el césped.
La primera escena, muy reveladora del tono en el que se va a desarrollar el resto, es una declaración de intenciones, un aviso, y una introducción acertada, a modo de pequeño gag cómico. En ella, dos mafiosos esperan pacientemente a que llegue la mujer a la que deben ejecutar, mientras discuten sobre globos oculares en un diálogo absurdo, que les tiene tan entretenidos que no ven venir por su espalda a una desconocida cubierta con una túnica negra, la cual les dispara a ambos en la nuca, sin mediar palabra. Brutal, simple, sorprendente, clave. Bueno.
Siete psicópatas es metacine, es decir, la idea central de la película es la creación misma del film desde la elaboración del guión, una perspectiva interesante y bien aprovechada; una visión irónica del proceso de creación artística. El argumento parte del bloqueo creativo de Marty, un guionista alcoholizado, (Colin Farrel) que está atascado en su nuevo guión, titulado Siete psicópatas. Su amigo Billy (Sam Rockwell), un ladrón de perros histriónico, trata de ayudarle a encontrar la inspiración, pero en el proceso se ven metidos de lleno en una trama criminal delirante. A lo largo del film, se entrecruzan una serie de relatos aislados que acaban confluyendo, y la realidad se mezcla y se confunde con la ficción del guión que se está escribiendo, de modo que los siete psicópatas saltan de las páginas del borrador con facilidad, y la propia aventura de los protagonistas constituirá finalmente el guión definitivo.
Se trata de una película coral en la que lo mejor son las grandes interpretaciones: se han elegido actores que se ve que están cómodos en esta locura y la hacen suya, y provocan que la impresión general del largometraje sea mejor de lo que podría ser. Christopher Walkern, interpretando al viejo Hans, es inquietante y enternecedor a la vez, y uno de los mayores puntos a favor de la cinta; al igual que Sam Rockwell, que llena a su personaje de matices, y que pese a ser al principio el típico segundón amigo del protagonista, se lo come en pantalla. Colin Farrel (Marty, el guionista) – pieza central que los une a todo-, aunque tiene un personaje bastante menos jugoso y lucido, está correctísimo también en su papel. Y cómo no mencionar al entrañable psicópata del conejo blanco, un pirado dulce, que atesora una épica historia de amor surrealista, y está obsesionado con recuperar a la desquiciada de su mujer, magníficamente interpretado por Tom Waits. Woody Harrelson, por su parte, está impecable como mafioso sin escrúpulos, desequilibrado, matón cuyo punto débil es su pequeño Shih Tzu “Benny”; el papel parece hecho a medida para él.
Aun con multitud de momentos clave de meta- referencias, como la reflexión de los personajes sobre los papeles femeninos en la propia cinta que estamos viendo, el relato avanza en medio del revoltijo de vísceras, sangre y otras truculencias, y de diálogos no salpicados sino empapados de humor negro, lo que hace que incluso nos resulte forzado, poco natural y “cargante”. Ahí está prácticamente el mayor problema, se peca por exceso de ese tipo de recursos… Es como si Tarantino intentara meter una escena como la del “Royal con queso” de Pulp Fiction cada cuatro minutos, pero con menos maña y menos gracia.
Aunque no es una película con un metraje largo, ciertamente hay algunos momentos en los que se hace pesada, y se desinfla para luego tratar de recuperarnos con un nuevo giro delirante que no siempre está a la altura. A pesar de un montaje inteligente, que juega con los saltos y mantiene ocupada la mente del espectador recomponiendo la historia y rellenando huecos, a este film le falla el ritmo en determinados puntos.
En definitiva, aunque no tiene la frescura de Escondidos en Brujas (2008), ópera prima del director, y no llega ni de lejos al nivel de Los Coen o Tarantino (o quizás si esté a la altura pero le perjudique que todo esto lo vimos antes con los susodichos), solo por las actuaciones ya merece la pena ir al cine. Es una película que se deja ver, que arrancará una carcajada en más de un momento (y eso ya tiene mérito) y que hace pasar un buen trato, sobre todo a los enamorados de este tipo de cine de violencia injustificada pero dotada de un cierto sentido poético, cine de humor negro, de guiños y de diálogos larguísimos en medio de un charco de sangre.
IRENE G. REGUERA