Historias de pasión, locura y muerte: Diego Rivera y Frida Kahlo
Por Juan Carlos Boveri
El matrimonio, llamado «el de un elefante con una paloma» por el voluminoso cuerpo de Rivera y la pequeñez de Frida, fue exitoso en el arte y, seguramente, algunos días, en otros asuntos más íntimos. Diego ya se había hecho muy famoso en todas partes, especialmente en Estados Unidos. En este país, Rivera muestra algunas contradicciones: es comunista militante, combate al capitalismo pero es amigo de magnates y de artistas de Hollywood, con los que comparte fiestas muy divertidas y con los que gana dinero haciendo obras a pedido.
Frida, entre tanto, es considerada como una pintora surrealista. Sobre esa clasificación, tan propia de los hombres que necesitan tener cada tarro con su rótulo, ella les responde: «Me consideran surrealista y jamás pinto mis sueños. Solamente pinto mi vida». Aceptando los consejos de su marido pasa el tiempo vestida como él quiere: de mexicana típica y sin depilarse las cejas ni las axilas. Rivera sabía hacer publicidad con sus productos: los vestidos largos y coloridos, los collares y las cejas cejijuntas forman parte de la imagen característica de Frida. Claro, a ella le gustaba vestirse a la europea pero, igual que la mayoría de las mujeres, por más Frida Kahlo que se sea, renuncia a lo que prefiere para darle el gusto al marido.
León Trotsky era uno de los principales hombres de la revolución rusa de 1917. Él y Lenin fueron los teóricos y organizadores del plan que llevó a los comunistas al poder. Hasta la muerte de Lenin, todo fue bien para Trotsky y, sin duda, tenía los méritos para sucederlo. Pero Stalin no pensaba igual. Se opuso a él y terminó encerrándolo en una prisión y, luego, echándolo de Rusia.
Trotsky recorrió unos cuantos países hasta que llegó México, en 1937. Lo acompañaba su esposa, Natalia Sedova. Ella era una revolucionaria completa y formaba con León una pareja inseparable. Un modelo de matrimonio para todos los comunistas.
El matrimonio se hospedó en la casa de Rivera y Frida, «Casa Azul», en Coyoacán. Trotsky tenía cerca de sesenta años y Frida unos treinta. Rivera viajaba mucho y Natalia confiaba en su esposo. No había nada que se opusiera al romance. Una mujer comunista no podía desaprovechar la oportunidad de acostarse con alguien así. Y para un hombre siempre es atractivo acostarse con una mujer más joven. Aún mejor si es una pintora famosa. Más todavía, si se piensa que en la misma casa anda la propia esposa. Claro, está el detalle de que Trotsky era un refugiado político y que Rivera le había abierto la puerta de su casa dándole albergue. Pero el sexo no se fija en estas cuestiones y la moral que se pregona suele meterse en un cajón según sea la ocasión.
El final fue que León y Frida se dieron el gusto. Él regreso a su matrimonio ideal con Natalia Sedova; se fue a vivir a unas cuadras, en otra casa de Coyoacán; resistió un atentado a balazos encabezado por el pintor David Siqueiros; hasta que, en una trama mucho más elaborada; Ramón Mercader le partió la cabeza con un pico. Trotsky fue asesinado en 1940. El año antes, Frida se había divorciado de Rivera. Cuando Trotsky murió, la metieron presa. Fue acusada de asesinato. Rivera también fue detenido. No habían sido los culpables ni cómplices, como sí lo habían sido muchas de sus amistades y celebridades mexicanas.
A pesar de las acusaciones policiales y el mal momento, todo eso fue bueno para la pareja de Diego y Frida. Como si nada se interpusiera ya entre ellos, volvieron a casarse.
Los dos siguieron con su matrimonio sin cambiar demasiado sus estilos de vida. Cada día se hacían más famosos mientras la salud de Frida desmejoraba sin pausas. Para los comienzos de los años 50, los problemas de Frida comenzaban a ser bastante graves. En todos los años de su vida, desde su parálisis infantil y el accidente de tranvía, había entrado y salido de los hospitales. Había tenido suficiente temple para soportar todo. Pero, tarde o temprano, se llega al límite.
En 1953, Frida está en un hospital. Una pierna sufre de gangrena. Le cortan la pierna. Después, Frida ya no es la misma. Por primera vez, en público, se la ve deprimida. Rivera se mantiene en todo momento a su lado, por lo menos, en todos los momentos en los que puede. La lleva a «Casa Azul», en Coyoacán, y la ve dedicándose a escribir poemas. Ella no tiene ganas de hacer otra cosa. Para esos días, Rivera, en una conversación privada, le dice a una vieja amiga: «La veo sufrir tanto que, a veces, pienso en matarla para acabar con ese sufrimiento».
Escribiendo poemas sobre el dolor y el remordimiento, Frida parece saber su final. Escribe: «Espero alegre la salida y espero no volver jamás».
No era la clase de mujer que hubiera vacilado en suicidarse. En esos días, lo intentó un par de veces. Quizás, logró hacerlo. O no. A lo mejor, todo fue natural y el mismo destino que decidió para ella una vida de sufrimiento decidió acabar con eso.
Frida murió en julio de 1954. No se hizo ninguna autopsia y su cuerpo fue rápidamente incinerado.
Diego Rivera, al otro año, se casó con Emma Hurtado. No duró mucho el matrimonio. Rivera se murió en 1957.