También el chileno Roberto Bolaño (1950-2003), sobre todo por la fuerza transformadora con que irrumpió su novela Los detectives salvajes en el más que alicaído panorama de la literatura en nuestro idioma, un huracán que hasta ahora sólo se le había adjudicado a Rayuela, es considerado un autor “cortazariano”, amarrado al árbol genealógico del creador de personajes inolvidables como Bruno, como Manu, como La Maga.
En la biografía de ambos, la figura de la madre es central para alimentar la afición de los libros: mujeres sensatas y sensibles, que cuando los médicos les dicen que deben sacar a sus hijos de las garras de la lectura, un vicio que puede –aseguran- crearle enfermedades irreversibles, no les hacen mucho caso.
El filme de Tristán Bauer (Buenos Aires, 1959) se llevó a cabo en 1994 y según explicó el cineasta en su momento, intentó llevar al cine la vida del escritor contándola como si surgiera de su propia narrativa.
Así, la rayuela, el bandoneón, un niño solitario que se presume abandonado por su padre, las postales de una Europa seria y adusta de principios del siglo XX, se intercalan entre la reconocible voz de Julio Cortázar, en el filme que vio la luz a 10 años de su muerte.
SOY DE LOS QUE LLORAN EN EL CINE
Julio Cortázar se define en la película como un hombre muy sentimental. “Soy de los que lloran en el cine y luego salen escondiendo la cara, para que no lo vean”, dice, mientras la imagen muestra su suéter blanco de cuello alto, un saco jaspeado, el pelo renegrido y la mirada intensa, directa, franca, que le dirige a su interlocutor.
Se enamoraba de sus compañeritas de colegio, esas deliciosas niñas que llevaban trenza, de un modo fatal que sólo podría conducir a la muerte.
Fue despedido de la radio francesa donde transmitía en español una pelea de box porque su pésima dicción lo hacía incomprensible para las audiencias latinoamericanas y es su voz, ese tono cascado y dulce, “canyengue”, por usar una palabra del lunfardo (argot de los argentinos) y que alude al tono callejero, rústico, del hablante, lo que predomina en el filme Cortázar cuenta su vida. Lee un cuento dedicado al box, el deporte de los puños que junto al jazz fue una de las grandes pasiones de su existencia.
Cortázar habla y nosotros, los espectadores, sabemos que es él.
Lo escuchamos recitar el poema dedicado al Che, “Yo tuve un hermano” y recordamos esa adolescencia fervorosa y militante, cuando en los ‘70 y los ’80, “todos los jóvenes que luchaban por un mundo mejor, en contra de la opresión, eran” Ernesto Guevara.
El mundo, como sabemos, se hizo más difícil e inexplicable. Lo bueno y lo malo, lo negro y lo blanco se confundieron tanto que ya no hubo manera de delimitar con clara precisión las fronteras del devenir.
Sin embargo, desde un lugar sin nombre, que no envejece, la presencia de un escritor insustituible se levanta para despertarnos con un fulgor nuevo, obligándonos a decir: “Yo tuve un hermano, no nos vimos nunca, pero no importaba”.
Tuvimos a Cortázar, no lo vimos nunca pero no importaba. Era nuestro hermano. Y aún lo es.
En marzo próximo, la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, de la Universidad de Guadalajara, abrirá el año con la participación del filósofo argentino Santiago Kovadloff, quien impartirá el curso “Poesía, ensayo y traducción: tres senderos expresivos en la vida de un escritor” y la conferencia magistral “La fe literaria”, en fechas todavía sin confirmar.
Fuente: Sin Embargo