Diálogo interior
Por Alicia González
Seguir o evadir esas líneas que nos persiguen las 24 horas. Reservar ese monólogo para nuestros adentros y esquivarlo al encender los ojos y abrir la televisión para buscar respuestas donde no las hay. Huir a través de conversaciones virtuales que caen en la trivialidad absurda y falsas ilusiones que la realidad confirma o decepciona.
Huir o esquivarse uno mismo es el objetivo porque implícitamente la sociedad lo tacha, cual si no tuviéramos la capacidad de estar acompañados todo el tiempo, como si no gozáramos de la simpatía total o estabilidad emocional para llegar con alguien a satisfacer las gratificaciones comerciales o las del alma en un espacio público en el que si llegamos solos, la paranoia nos observa y señala, causando un golpe e intriga a las miradas ajenas.
Maratón hacia el exilio de la soledad en sus diversas modalidades. Desde el sonido de fondo al que no préstamos atención, la llamada telefónica sinsentido, la lectura de la prensa en revelación de tragedias noticiosas parece estar de mal humor y se desquita con hechos negativos o incluso hasta sorber el café con menos azúcar de la normal para alterar los nervios –para quienes acostumbramos más café para el azúcar–.
Un letargo en las psiques se manifiesta. En el transporte público la ventana como escudo filosófico se utiliza para contemplar el paisaje urbano o bien, dormitar con la almohada de los audífonos, escapar y no formar parte de esa secta casual que corta los espacios vitales y trata de manera involuntaria unir a las almas con el fin de que confiesen lo más recóndito de su ser.
Las obligaciones, el mejor reactor para jugar a huirnos cuando en el fondo del precipicio nos sabemos pero el eco de nuestros pensamientos le ponemos mute para proseguir con la dinámica del esfuerzo para la existencia o subsistencia.
Los distractores sensoriales, sabotaje de las esencias que presumen ser personas deambulan en encuentros efímeros que resultan ser desencuentros, patrocinados por el alcohol o el amor a prisa sentido a base de complicidades breves, besos sin palabras ni fondo más que el de la lengua buscando la otra garganta para asfixiar la excitación y someterla en el naufragio de la evasión hacia ese dialogo interior que nos dice: ¿Qué hago aquí? Si no sabe volar como yo, ni si quiera pronunciar la profundidad con su diálogo interior.
Y seguimos constantemente posponiendo esa charla con nuestro yo interno al descubrirnos de reojo en el espejo y asentir con el paso del tiempo: las líneas de expresión, las canas debutantes en nuestras ideas, los últimos dejos de la adolescencia en forma de espinillas indiscretas que apoyan las últimas dudas que apenas nos atrevemos a sacar del cofre individual. Desnudos los pensamientos, las sonrisas se expandirán como brotes de una epidemia sana: la de poder articular palabra alguna con nuestro acompañante eterno y no me refiero a Dios.
Fuente: Sin embargo