RESTAURANTE ADAFINA, marchando un cocido completo y diferente…

Por Ramón J. Soria Breña

 

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Me llevabas a oscuros restaurantes que parecían pintados por Gutiérrez Solana, en barrios de frontera: Tetuán, El Pozo, Carabanchel. Aunque por aquel remoto mil novecientos noventa todo el mundo prefería los nuevos italianos llenos de fotos en blanco y negro de actores neorrealistas, las hamburgueserías yankis recién desembarcadas o los viajes a Ibiza y Marrakech. Tú en cambio me llevabas a las ciudades emigrantes de la periferia sur: Getafe, Leganés, Fuenlabrada y más allá, hasta manchegos pueblacos de Madrid, Guadalajara o Toledo: Chinchón, Pastrana, Illescas… que parecían recién rescatados de otro siglo.

Hace poco volví a uno de ellos. Imaginaba que el restaurante ya habría sido barrido por el progreso, las tiendas de franquicia y las boutiques de delicatessen del terruño, pero no, seguía en la misma plaza, con esa misma puerta de madera de derribo bruñida por el sol y las heladas

po“Adafina” suena a “hada fina”, una de esas presencias mágicas de los cuentos remotos o de los mitos del norte, pero el nombre alude a un cocido muy antiguo y muy rico. El nombre significa Tesoro o algo escondido o enterrado, oculto (imagino que entre los rescoldos en los que se hacía). Como en casi todos los cocidos los garbanzos son los protagonistas, aunque el peculiar sabor de esta sopa y las curiosas albóndigas del guiso nos llevan a otros países y a otro tiempo antes de expulsiones infames y conquistas desastrosas. Todos somos sefardíes en tanto que el invento abominable de las identidades nacionales es un postizo reciente de rijosos católicos, estreñidos ideólogos románticos, narcisistas del norte o petulantes fascistas. Todos somos sefardíes y moros y mil leches, vagamente africanos, asiáticos, europeos, basta escarbar en los alimentos o en hambre para tener la certeza de que nadie es más o mejor por el azar familiar del nacimiento, el color del ombligo o la mirada o la lengua. Pero nos echaron de España, nos han echado muchas veces, la última en el treinta y nueve. Y desde entonces, siempre, echamos de menos ciudades lejanas que soñamos y nos hemos liberado de las patrias, sus patrañas, sus mitos de cartón, sus salvapatrias, su cultura excluyente, sus amasijos de preceptos, su aburrimiento cobarde. Por eso nos encontramos como en casa en cualquier sitio porque cualquier sitio es nuestra casa. No se me olvidan tus palabras de entonces.

Este cocido sefardí de bello nombre es para días especiales de mucho frío, bastante hambre y tiempo para el mimo, la preparación, el fuego, la conversación. El placer de estos tres platos en uno se han de compartir con alguien que se estime, se aprecie o se ame. Os aseguro que será un día especial, raro, único, inolvidable. Es extraña esa palabra: inolvidable. Olvidar a veces es muy fácil. Una vez, hace años, me dijeron que debía de olvidarte. Sin embargo, yo, debe ser un defecto genético sin duda, desconozco el olvido, no he podido olvidarte, ni olvidar esos días. Adafina. Podría llamarte así, Adafina, como este restaurante resistente en esta plaza de pueblo manchego, medieval y porticada, donde tal vez no hace tanto alanceaban toros y quemaban herejes.

garbanzos-ldCocemos con su hojita de laurel, dos zanahorias, una cebolla y su poco de vino, a fuego lento, un cuarto de gallina, media perdiz y un pichón, luego filtramos y desgrasamos ese caldo y desmenuzamos y picamos la carne de las volanderas. A la vez en otra olla ponemos a cocer los garbanzos que estuvieron en remojo con su poco de sal y su chorro de aceite de oliva. Mientras tanto en una fuente de barro, igual que hace cinco siglos, batimos dos huevos, una cucharada de miel, un poco de comino, alcaravea (fundamental), el corazón de un puerro tierno, hierbabuena y un diente de ajo, cuatro de carne de cordero magra y picada y otro tanto de carne de ternera, la carne las aves ya cocidas y un poco de harina. Lo mezclamos todo y hacemos con esta masa unas albóndigas, seis u ocho que rebozamos levemente en harina, las doramos apenas en una sartén y añadimos a los garbanzos estas bolas cuando estén en su punto. Dejamos cocer las albóndigas diez minutos y añadimos dos huevos duros cortados en rodajas un puñado de ciruelas sin semilla, un puñado de piñones tostados, el caldo de cocer el pollo y la perdiz y dejamos cocer la olla otros diez minutos. Luego separamos el caldo necesario para inventar un sopa con cabello de ángel (hace quinientos años eran sopas de pan) y ya está el cocido con su sopa, sus garbanzos y sus albóndigas especiadas: Adafina.

El camarero no es el mismo, tampoco el cocinero que me enseñó la receta de su casa, su tesoro, pero el guiso es el idéntico y el restaurante está casi lleno, a pesar de la crisis. Hay que comer despacio, degustando cada uno de los vuelcos de este guiso para descubrir que no se puede olvidar un amor o un sabor. No podría olvidar, nunca pude. Igual que los sefardíes no olvidaron su lengua, igual que se llevaron las llaves de sus casas para poder volver y las recetas secretas que ahuyentaban el hambre y convocaban la felicidad de estar a salvo de imperios y conquistas. Yo no te olvidé. Tu tampoco olvidarás este rico y antiguo cocido cuando lo pruebes un día frío de invierno en Buenos Aires o en Nueva York o en Corfú o en Túnez, da igual la casa porque todas las tierras del mundo han sido siempre un hogar.

Quien quiera degustar un auténtico cocido sefardí, ajeno al cerdo y otras frivolidades que busque este restaurante, a ser posible un día frío de febrero. Es un guiso sabroso y familiar que nos ayudará a superar exilios, expulsiones y crisis.

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Nota: El precio del cocido completo son 25 euros. Incluye una crujiente ensalada de cardo, el cocido completo con una buena ración de sus albóndigas, un postre de hojaldre, cuajada y miel y un vino de la tierra, de cosecha propia, que no está mal.

 

Ramón J. Soria Breña

 

 

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