…En tiempo de miseria (III) – El descrédito de las humanidades
Por Luis Martínez-Falero
Una de las características del neoliberalismo imperante es el desprecio hacia aquello que no permite obtener un beneficio económico a corto o, en el peor de sus pesadillas, a medio plazo. Podríamos fijar aquí una de las causas principales del retroceso en la inversión pública en ciencia y, de paso, en educación superior, convertida en un lujo para quienes puedan permitírselo. Y, en ese contexto, las ciencias humanas (o ‘ciencias del espíritu’, si nos atenemos a su denominación en el pensamiento alemán, desde Dilthey) ocupan el escalón más bajo, tal vez por la intangibilidad de su objeto de estudio: los productos del espíritu humano, sea en la vertiente reflexiva (filosofía), sea en el estudio de nuestros orígenes y los sucesivos contextos culturales (historiografía), sea en los aspectos simbólicos (lenguaje humano y lenguajes del arte). Peor aún si se trata de una reflexión sobre las formas simbólicas, cuyo grado de perversión debería traernos sólo exorcismos y anatemas por doquier, si no consideramos el desmantelamiento de la ciencia como una manifestación de la ira divina llevada a cabo por mano de José Ignacio Wert Ortega.
La cuestión es que no sólo las ciencias humanas merecen esa calificación de inutilidad, sino que tampoco las ciencias naturales o las exactas sirven para los intereses marcados por quienes ejercen el poder, puesto que ni crean empleo ni se obtiene una ganancia económica de ellas (más allá de la derivada de las sucesivas subidas de tasas académicas): ni la teoría matemática (fuera de las cuatro reglas y poco más), ni la física teórica, ni la biología… Y si se salva la veterinaria, seguramente será por aquello de que hay que vacunar del moquillo al caniche de algún ministro. Es más, me atrevo a asegurar que incluso si hablamos de ingeniería o de arquitectura, sus trabajos sobre resistencia de materiales resultan absurdos cuando, al buscar ese rendimiento económico, lo importante de una obra es que aguante hasta el momento de su inauguración (autovías y demás) u ocupación (viviendas, por ejemplo), tras el traspaso a sucesivas subcontratas de las obras que hay que ejecutar. Luego siempre quedará tiempo para el parcheo o para que la aseguradora repare las grietas y boquetes.
Explicando hace un par de semanas metodología a mis alumnos de quinto de Teoría y Comparada, al repasar las distintas propuestas de la filosofía de la ciencia, recordé el trabajo de Habermas “Conocimiento e interés”. No les dije nada de ese texto, porque mi depravación como docente tiene un límite. Habermas parte de la consideración del sujeto histórico, por lo que es el conocimiento el que sirve para que la historia de las sociedades evolucione, de ahí que fije tres ámbitos: el interés técnico, el interés práctico y el interés por la emancipación, es decir, la posibilidad de dominio del medio natural. Resulta curioso que, cuando existían las ayudas gubernamentales a la investigación, las ciencias humanas se encuadraban en las investigaciones no orientadas, es decir, desorientadas. Porque en Habermas hay un interés común y que abarca cualquier campo de estudio, claramente orientado, que es el interés cognoscitivo, y ese interés abarca no sólo lo técnico y práctico, sino también al sujeto histórico mismo. Es ésta la tarea de quienes trabajamos en campos como la lingüística (y sus aplicaciones a las gramáticas), la literatura, la filosofía, la historia, etc.
Cuando Lorenzo Valla, allá por 1442, demostró que el Papa no podía (ni puede) ejercer el poder sobre lo temporal, porque el documento que legitimaba tal poder era falso, no sólo estaba realizando un acto de honestidad profesional, sino que en La donación de Constantino estaba sentando las bases de un conocimiento que participaba de las bases del derecho, la historiografía y la filología, proporcionándonos un método cuyo resultado debería de tener unas importantes consecuencias sobre la sociedad, aunque en realidad sólo tuvo dos, sin incidencia en la sociedad: el nacimiento de la hermenéutica moderna y su inclusión en el primer índice inquisitorial de libros prohibidos (1559). Pero nos mostraba que entre las ciencias no hay fronteras cuando se trata de ir más allá. Hoy, un científico se sirve de elementos de filosofía para establecer una metodología, o un filólogo echa mano de los textos de arqueología, iconografía o historia para tratar los contextos de un texto, o un historiador incluye el pensamiento de una época para fijar mejor las coordenadas socio-culturales de un período en una sociedad determinada, o el arqueólogo fija la datación de un yacimiento mediante un estudio de estratigrafía (geología), etc., etc.
La ciencia, en definitiva, nos hace más libres, porque conocemos mejor nuestro entorno y a nosotros mismos, nos permite conocernos cada vez más, con nuestras grandezas y nuestras miserias, incluso al negar –en la Postmodernidad– nuestras posibilidades de comprender y de conocer, para lo cual cualquier método resulta ocioso. Porque ello nos ha llevado en la actualidad a buscar nuevas vías de comprensión y de conocimiento que nos permitan alcanzar un escalón más (¡uno solo!) en el conocimiento de nuestra naturaleza y del mundo que nos rodea, del que formamos parte. Y ahí las ciencias humanas también son indispensables, como nos demuestra, además, curso tras curso, la estadística de titulados en carreras de ciencias que llenan las aulas de carreras de letras, para completar su formación, para saciar su sed de conocimientos. El único interés posible es el conocimiento y (así lo creo firmemente) no hay dinero que pueda pagar ni una micra de él, porque siempre estaremos profundizando en lo humano del ser humano, algo que, según parece, olvidan con demasiada frecuencia los neoliberales y su interés por el interés… económico, lo que –según acontecimientos repetidos en nuestra historia reciente– acaba por desembocar en actos que denotan su desconocimiento profundo de la ética. Un analfabeto (funcional o no) siempre rechaza y combate lo que desconoce, independientemente de su nivel de estudios.