El dinero, la mujer y el incesto
Por Francisco Traver Torras
La ausencia de esclavos colapsa a los amos
Vicente Verdú
No cabe ninguna duda de que la mujer ha sido siempre un bien social, una especie de valor intangible por el que los hombres han pagado dinero o especies para poseerlas, bien fuera por su valor de trabajo, su valor para el placer o por el valor por su potencial genésico. Fuera como fuere la mujer llevaba adosado ancestralmente un valor por el que los hombres pagaban y pagan para hacerse con “sus servicios”.
Todo parece proceder según Freud dejó escrito en “Tótem y tabú” de una historieta similar a ésta: en las tribus primigenias, clanes más bien, había un hombre dominante que se encargaba de todas las hembras y acaparaba todos los recursos, en un momento determinado todos los machos del clan eran hijos del mismo padre, pero los hijos guardaban secretamente un enorme rencor hacia él, un buen día decidieron darle muerte y quedarse con sus bienes y prebendas, tanto alimentarios como de hembras.
Después del parricidio aquellos homínidos tuvieron un arrebato de culpabilidad y se unieron más si cabe entre sí, propiciando las primeras cohesiones humanas que se fundaron así, sobre un crimen.
La comunión y la sensación de “ir en un mismo barco” procede, en los humanos, de un crimen ritual perpetrado sobre un padre tiránico que acaparaba demasiados beneficios. Sea o no cierta la idea freudiana de cómo debieron suceder estas cosas algo de verdad nos queda de ellas por el rastro que todas las religiones han dejado en nuestro imaginario. Basta contemplar el acto de la eucaristía católica -que es en definitiva un acto de “comunión”- es decir de cohesión social que se perpetra sobre un ritual cabalístico. Comerse al padre es desde el punto de vista animista una forma de religarse, de comprometerse o de redimir un pecado, una falta anterior.
El caso es que estos clanes primigenios protegidos por un tótem -que era en realidad la victima propiciatoria de este crimen organizado por las bases- tuvieron que llegar a ciertos arreglos con respecto a los bienes que codiciaban: comida, poder y mujeres. Según Freud, el Tótem -el antecedente y precursor de la familia tal y como la entendemos hoy- fue el que organizó el cotarro que hoy llamamos “tabú del incesto”.
Los humanoides primigenios llegaron a un acuerdo entre caballeros y ungieron como intocables a las mujeres como manera de protegerse frente a las rivalidades que necesariamente emergerían de un tótem poblado de buena carnes de jóvenes hembras y de deseosos machos. La idea fue ésta: hay que conseguir mujeres de otros clanes a fin de mantener a las comunidades cohesionadas.
El problema -visto de esta manera- es que conseguir mujeres de otros clanes no era tarea fácil pues todos los clanes sentían a sus mujeres como dones de valor y se imponía comprarlas o cambiarlas por comida, pieles, adornos, o ganado. Se trata de una práctica ancestral que ha llegado a nuestros días, conseguir una mujer no es tarea fácil y desde luego nada barata, una mujer vista desde esta perspectiva tiene un valor y ese valor es equiparable a lo que hoy entendemos como dinero.
El dinero es desde luego un gran invento porque sustituía a los incontables manojos de ganado, tierras, pieles u otros objetos que para pagar estos bienes hacían difícil el tránsito de cualquier viaje. Es por eso que el dinero como sustituto del trueque puede considerarse un hallazgo, pero el dinero tiene un inconveniente fundamental: alguien debe decidir qué dinero es de curso legal (es válido) y qué dinero es falso, se hizo necesaria pues una instancia que decidiera darle valor al dinero en sí, pues las monedas por sí mismas carecen de valor extra mas allá de su aleación, por eso se inventaron los Estados más recientemente o los Templos más antiguamente para tratar de validar el valor del dinero. El oro era seguramente la matriz (como es hoy) de todos los dineros, lo que es lo mismo que decir que el Estado (en la modernidad) es quien valida todas las operaciones y canjes de dinero o de trueque entre unas personas y otras.
El asunto funciona bien mientras hay compradores y vendedores, hombres que buscan esposas y doncellas, amos y esclavos, trabajadores y empresarios. Dicho de otro modo el asunto funciona mientras hay dos polaridades en tensión y un tercero (el Estado o el Templo) que dan cuenta, median y salvaguardan estos mecanismos a través de una reserva de valor usualmente medida en oro o en capacidad de endeudamiento.
La mujer, el dinero y el incesto que prohíbe el acceso a ciertas mujeres (niñas, o procedentes de la misma familia real o simbólica) se encuentran pues unidas por vínculos evolutivos y semánticos y perviven hasta nuestros días. Del mismo modo la fascinación de la mujer por vender sus encantos al mejor postor sigue siendo uno de los motivos mejor conocidos y que gozan de mayor popularidad en todas las culturas. Todo el mundo sabe que las mujeres más bellas o consideradas más valiosas son “propiedad” de un hombre adinerado. Todo el mundo sabe también que la prostitución es un oficio muy antiguo y que sigue en nuestros días tan vigente como cualquier otra cosa que ha logrado escapar a la vigilancia del Estado o al contrato social.
La mujer ha sido pues un objeto de intercambio mediado por el dinero y las costumbres que llevaba añadido un IVA, es decir un valor añadido al valor de las cosas en sí, era por así decir un objeto de intercambio y de algo más: un intangible según que habilidades supiera desempeñar en la cama, en al campo, en el hogar, en la crianza de los hijos o en la fábrica.
Las cosas funcionaron así hasta la explosión de la modernidad (en realidad la hegemonía de las ideas románticas sobre la vida), algo se gestaba en el siglo XIX cuando las mujeres parecían no conformarse ya con este lugar a que las condenaba este estado mercantil de las cosas a través de la prescripción del matrimonio o el celibato. La histeria por ejemplo es un buen concepto para explorar como andaban las cosas en aquel siglo pues la histeria no es más que la condición de lo femenino en performance reivindicativa, una queja que lleva implícita una protesta. No deja de ser curiosa la historia de esta enfermedad y los vericuetos que Freud mismo trazó para eludir el problema (más que evidente) de que sus pacientes enfermaban de histeria cuando eran obligadas y señaladas por sus padres para cuidarles ancianos y enfermos. Es sorprendente que Freud no cayera en la cuenta -inventando trayectorias intrapsíquicas exóticas como la envidia del pene- de que en realidad todas sus pacientes no eran sino feministas precoces en pos de la reivindicación de un papel más activo en el mundo que el que sus progenitores habían señalado para ellas, algo a todas luces injusto para la mentalidad moderna. Dicho de otra manera: aquellas mujeres querían dejar de ser objetos mercantiles para ser sujetos, sujetos de su propio goce sexual y sujeto de sus elecciones, de sus vidas. Como los hombres.
La cosa no estalló hasta los sesenta con aquello que vino en llamarse la “revolución sexual” algo que vino de la mano de la farmacología (el invento de la píldora antibaby) y no tanto de las opciones políticas o sociales. La píldora anticonceptiva puso en manos de la mujer una herramienta revolucionaria: ya no quedarían embarazadas al azar sino siempre y cuando ellas mismas lo eligieran. Esta elección de cuando y con quién cambió el mundo de una manera sutil, no tanto porque sus consecuencias fueran inmediatas sino porque la causas, sus efectos previsibles y sus efectos no deseados o colaterales (como siempre sucede con los fármacos) tuvo consecuencias a largo plazo sobre el imaginario de hombres, mujeres, niños , padres y abuelos. Porque ¿qué puede esperarse cuando el objeto pasa a ser sujeto? ¿Qué sucede cuando el trabajador no tiene empresario que le contrate? ¿Que le sucede al amo cuando el esclavo no le obedece? ¿Qué pasa cuando el deudor no paga su deuda?
Lo que sucede es que el sistema colapsa. Y en este caso lo que ha colapsado es la masculinidad. Ya no existen hombres-hombres pues ya no existen mujeres-mujeres. La perdida de tirantez entre los contrarios ha dado lugar a una masculinización de las mujeres y a una feminización de los hombres que no se manifiesta sólo en gustos depilatorios y en la mentalidad mas o menos isosexual, sino también en lo somático, lo hormonal y la caída de la fertilidad. Metidas en esta contradicción las mujeres han sido las peor paradas puesto que no tienen más remedio (lo hayan elegido o no) que cargar con las prescripciones sociales que les vienen impuestas por la sociedad en la que viven. Así deben compatibilizar sus tareas de esposas con las de madres y trabajadoras, hijas y ciudadanas en una cuádruple jornada que dejaría agotados a un regimiento de personas esclavizadas en campos de algodón, mientras sus maridos poco influidos por estos cambios sociales y solo de rebote se escabullen todo lo que pueden de sus quejas que vuelven a ser protestas ya no histéricas sino psicosomáticas.
En su tránsito de objeto hacia sujeto la mujer ha perdido el valor que la sostenía como objeto de intercambio y esa perdida -cuya causalidad las mujeres desconocen- tiene consecuencias dolorosas que, ellas en su extravío, atribuyen a los hombres que como pajes castrados asumen sus tareas con displicencia y distancia notoria. Se ha forjado un abismo de sobreentendidos entre hombres y mujeres del que sólo salen bien parados algunos: aquellos que aun son capaces de seducir a una mujer eficiente a causa de su dinero o probidad y algunas: las que son capaces de encontrar un hombre que financie su posición de sujeto social con ciertas garantías, algo que pueda hacer creíble un simulacro de emancipación. El resto de la sociedad de términos medios hemos salido malparados en esta demolición y aun suspiramos por una imposible síntesis de contrarios que con arreglo a los ideales de igualdad equipare a hombres y mujeres como si de un sexo gemelar se tratara.
El problema es que no existe síntesis posible en lo femenino y lo masculino de no ser que emergiera la utopia feminista de un tercer sexo.
En realidad las políticas de Igualdad han sido paradójicamente las responsables del actual sistema de desorden sexual en el que vivimos. Pues la subjetivación de la mujer no ha hecho sino fragmentarla en distintas parcelas de sujetos diversos: de una parte la mujer puede ser una magnifica trabajadora o profesional igual que un hombre o incluso en ciertas profesiones mucho mejor que ellos, pero ¿cómo compatibilizar esta eficacia con el resto de sus pulsiones arcaicas de cuando era solo un objeto con valor de intercambio? ¿Como ser una buena profesional y desarrollar una carrera con hijos, marido y esa incansable pulsión hacia el atractivo, algo tan ancestral que parece abrumar a las mujeres de por vida? ¿Cómo dejar de sentirse insatisfecha si renuncia a su vida profesional por dedicarse a su familia o a la carrera de su marido?
Afortunadamente, la mayor parte de las mujeres no tienen una carrera que defender y el trabajo para ellas no es central a pesar de haber realizado ya el tránsito de objetos a sujetos deseantes con algunos peajes sobreañadidos en forma de insatisfacciones corporales, con los hijos, el marido o pareja o esa eterna pelea con la báscula, el rencor o los remordimientos por haber dejado de hacer esto o aquello, por las oportunidades perdidas. La mayor parte de las mujeres trabajan para aportar un segundo sueldo a casa con el fin de conseguir ciertos bienes materiales que con sólo un sueldo serian difíciles de conseguir, otras simplemente deciden no tener hijos y no vincularse a ningún hombre de forma definitiva, otras se consagran a alguna tarea masculina y adoptan algún hombre “femenino” que les haga de acompañantes, otras se dedican en cuerpo y alma a sus familias y renuncian a ser sujetos sin caer demasiado en la cuenta de que están reproduciendo un rol ancestral. Cada cual elige según sus posibilidades de comprensión de este oscuro fenómeno que emparenta el valor añadido o intangible de lo femenino con el sexo, el dinero y las prohibiciones ancestrales que arrastramos desde la época de la caverna.
La crisis económica que vivimos en la actualidad puede ser definida como el pecado -la purga- por la realización de una transgresión incestuosa. El dinero sólo se emparenta con el dinero, lo similar (la mujer) con lo similar (el hombre). Si el dinero ha perdido su Fundamento (El Banco o el Estado) el sexo ha perdido la tensión bipolar que alimentaba su flujos y reflujos. La femineidad ya no interesa a los hombres y la masculinidad sólo puede ir a buscarse en lo imaginario, en los campos de deportes o en el inconsciente de las mujeres que reclaman para sí un macho atávico que las use sin miramientos. Eso sólo en aquellas cuyo inconsciente aun no ha sido sellado por las conveniencias de lo correcto y así mientras tanto ellos van al gimnasio a fortalecer bíceps y glúteos que sólo podrán ser admirados como espejos ocultos de goces innombrables, ellas sufren en silencio por su renuncia mientras ellos descubren -gracias a las que socavaron el sexo con la etiqueta del género- que son homosexuales. Pues el sexo sin la plomada de la genitalidad se convierte en una elección a la carta, mediada culturalmente. Ellos también han descubierto, al fin, el placer de ser solamente objetos y se apasionan por la gastronomía y las tareas del hogar, hacer de papás, cosen o poner la lavadora mientras cantan un aria de Puccini. La tensión en la trinchera se ha perdido y el territorio de nadie donde ya no hay objetos ni sujetos sino solamente vacíos, tabúes transparentes y objetos desubicados hace su aparición en la vida de las personas donde cada vez más existen -soledades electivas o no- personas viviendo solas o como se dice ahora singles, metáforas de desamparo más cruel.
Es difícil pronosticar cómo saldremos de esta Crisis actual pues el sistema financiero no puede financiarse a sí mismo, del mismo modo es difícil reconstruir el sentido de polaridad entre los sexos. No estoy proponiendo una vuelta atrás en el sentido de devolver a las mujeres su valor mercantil asignándoles un precio. La solución es homeopática: Simili similibus curantur. La salida del desorden amoroso no puede ser otra más que aquella que contenga más desorden: dejar de pagar a las mujeres por sus favores sexuales (por su valor de hembras atávicas) o dejar de financiar su emancipación.
Es lo que yo hago.
Pero para saber más de los paralelismos entre la Crisis actual y todos estos conceptos les recomiendo este libro de Vicente Verdú:
El capitalismo funeral. Compactos. Barcelona 2011.