…En tiempo de miseria
Por Luis Martínez-Falero
Abrir una columna en plena crisis para hablar de literatura o política, de paisajes interiores o exteriores, de palabras ajenas o miradas propias, parece un ejercicio de esgrima, una exhibición verbal más que un acto necesario. Porque la realidad nos supera con sus cifras inapelables, con una actualidad dolorosa: suicidios ante los desahucios, más de dos millones y medio de niños por debajo del umbral de la pobreza en España (de los que están en el límite de ese umbral parece no haber cifras), cargas policiales sacadas de finales de los años 60’, una ciencia española desmantelada de nuevo, una sanidad y una educación públicas al borde del coma inducido para ser transformados en servicios privados, la certeza absoluta de que la soberanía no reside en el pueblo, sino en los partidos, o seis millones de parados y un número vergonzante de políticos corruptos, entre otros males que nos aquejan como sociedad.
Y en este contexto tan poco propicio a las estéticas, ¿qué pueden hacer las palabras, aparte de sonar huecas y superfluas? Hablar hoy de algo que no concierna directamente a este desfile cotidiano de desgracias puede interpretarse sólo como un juego de sonidos articulados de manera más o menos ingeniosa. Como aquellos versos de los garcilasistas que, en la España de los años 40’, querían reverdecer las galas de nuestro Siglo de Oro, evocando así los brillos del Imperio. Cantaban las excelencias de las damas, las penas de amor, el equilibrio entre las armas victoriosas y las letras. El Parnaso se ubicaba en el Campo de Marte, como sucedía también con el conocimiento: ahí sigue el Arco de la Moncloa para recordárnoslo, uniendo universidad y victoria militar. Pero mientras los garcilasistas entonaban sus trinos en endecasílabos y una caterva de vencedores ocupaba las cátedras universitarias, miles de españoles eran fusilados o partían hacia el exilio, mientras la tuberculosis y el hambre se ensañaban en quienes se habían quedado, sin pertenecer a la élite del nuevo régimen.
Al mirar a nuestro alrededor, comprobamos que somos los supervivientes de una guerra. La ciencia española carece de fondos para investigar y nuestros investigadores (y nuestros mejores alumnos, también en letras) parten hacia Estados Unidos, Alemania o Francia para seguir sus tareas. Mientras, los responsables políticos nos dicen que aquí no se investiga ni se dan clases, que todos los docentes (desde primaria hasta quienes dan clase en los másteres) se dedican a holgazanear. Pero también que el arte es un lujo y ha de gravarse con el impuesto correspondiente a los lujos. Que nuestros mayores no son nuestra memoria viva, sino una cuestión presupuestaria, de donde se puede recortar la partida correspondiente a sus cuidados. O que nuestra historia ha de ser reescrita, porque no se enseña bien, aunque, paradójicamente, el modelo que ofrecen se parece mucho al de la Dictadura.
Vivimos en tiempos de miseria, de retroceso, de mentira. José Ángel Valente realizó el retrato de uno de aquellos poetas de postguerra, de palabra huera y gesto altivo, rodeado de escombros: “Poeta en tiempo de miseria, en tiempo de mentira / y de infidelidad”. Pero ahora no vamos a cantar las excelencias del euro, ni el triunfo de las tesis económicas de la Escuela de Chicago y su teoría del shock, ni siquiera las derivas políticas de unos y de otros, náufragos aferrados al bolsillo de la clase media como bálsamo de todos los males y salvadores de los desmanes de los banqueros.
Porque nuestro tiempo es también el de la miseria, el de la mentira y el de la infidelidad, pero –parafraseando a Blas de Otero– nos queda la palabra. Nos queda la palabra como a Georg Trakl y su poema “Grodek”, para hablar de los horrores de la guerra; como a Blas de Otero o Ángel González, para retratar una España gris, atrasada y autista, que se movía a golpe de campana y de corneta; o como a Paul Celan, para hablar del Holocausto desde la forma más pura de la poesía: la imagen que supera el aquí y el ahora, el dolor del individuo para ser dolor de la sociedad, del mundo. Nos queda la palabra como recurso frente al horror, como salvación frente al desánimo. También el poeta en tiempo de miseria debe alzar su voz, no para cantar las excelencias de los vencedores en esta guerra, sino para compartir con los demás esa visión del caos. O para salir de él a través del arte o del conocimiento. Todos somos poetas en la miseria de este tiempo. Y es hora ya de que suenen las palabras y callen las monedas, arrojadas como metralla por políticos y banqueros.