Historias de pasión, locura y muerte : Oscar Wilde y Alfred Douglas

Por Juan Carlos Boveri

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John Douglas, marqués de Queensberry, tenía la apariencia y la forma de pensar que debe tener un aristócrata inglés de la época victoriana. Como buen caballero y deportista, su conducta era guiada por un espíritu inflamado de altruismo. Esto lo había llevado a crear nuevas reglas que hacían del boxeo un deporte más humanizado. Sin duda, el marqués era un hombre con influencias y con bastante notoriedad. Sobre todo, era un exponente de las ideas morales dominantes en los finales del siglo XIX. Su normalidad y su conducta iban en perfecta correspondencia con la normalidad y la moral de esos años. Estas virtudes del marqués serían el inconveniente que haría tropezar y caer en la ruina al más talentoso escritor del reino, el irlandés Oscar Wilde.

 

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El marqués de Queensberry tenía un hijo, Alfred. Para desgracia del marqués, el muchacho era mal estudiante y había abandonado uno de los mejores colegios ingleses sin graduarse. Pero no era todo: tampoco le gustaba el boxeo ni los deportes. Más bien, le agradaba la poesía y escribir versos de amor. Sobre todo, divertirse en costosas fiestas privadas a la que asistía un selecto grupo afecto al sexo y al opio. Claro que estas cosas provocaban desencanto en el marqués. Pero, lo que más podía afectarlo era lo mismo que afectaría a cualquier padre normal: la homosexualidad de su hijo. Nada tan  espantoso como un hijo anormal. De modo que lo anormal debía ser escondido, como lo haría cualquier persona normal. Si no se ve, no existe.
El marqués, decidido a llevar a su hijo por el camino correcto, dejó de darle dinero. No era tonto. Nada más grave para un aristócrata mantenido que quedarse sin dinero. ¿Con qué pagaría sus trajes hechos a medida y sus cenas en restaurantes costosos?
Alfred tenía suerte. En un mundo de injustas desigualdades, a él le había tocado pertenecer a la clase más alta, es decir, a la constituida por los que viven a expensas del resto. No era todo. Al encontrarse sin dinero, el destino le puso enfrente a Oscar Wilde.
Cuando esto ocurrió, ninguno de los dos lo sabía pero se habían sentado en un sube y baja. En un extremo, Alfred iría hacia arriba. En el otro, Oscar bajaría con tanto ímpetu que terminaría de traste sobre el arenero.

 

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Oscar era hijo de intelectuales y se había educado en Oxford. Su talento literario era tanto como sus ansias de notoriedad y de ser el centro de atención en donde se encontrara. Su capacidad artística le permitía escribir obras de teatro como “La importancia de llamarse Ernesto“, una novela como “El retrato de Dorian Grey”, poemas, y relatos, profundos y bellos, como “El Príncipe Feliz” o “El ruiseñor y la rosa”. Esteticista, ingenioso conversador, irónico y sutil, padecía del mal de muchos: ser homosexual y esconderlo.
Apenas había terminado sus estudios, mostró a su familia una novia, Florence Balcombe, que era una de las irlandesas más bellas de su tiempo. Florence, hija de un militar y acostumbrada a estar con hombres duros, se alejó rápidamente de Oscar y se casó con Brad Stoker, el autor de “Drácula”. Oscar se mostró muy ofendido por el abandono y, mostrándose desdichado, juró no regresar a Irlanda. Esto le permitió viajar bastante y conseguir otra mujer para casarse. La elegida fue Constance Lloyd, hija de un consejero de la reina. Constance era una buena chica y se sentía feliz de cuidar de su casa, de su marido, y de los dos hijos que tuvo con él. Claro, ignoraba que se había casado con un homosexual.

 

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Todo funcionaba bien en la vida de Oscar. Su esposa, Constance, lo quería y admiraba, y entendía que él era un tanto excéntrico y de carácter histriónico. Para nada se le ocurría suponer que su marido tenía una doble vida: en una, fingía ser un heterosexual; en la otra, adecuadamente encubierta, actuaba como homosexual. Constance, en el medio de esta actuación, al fin pareció advertir las verdaderas preferencias de Oscar. Sobre todo, cuando su esposo comenzó a frecuentar al crítico de arte Robert Ross. Ambos se veían con frecuencia y era razonable que así fuera: eran amantes. Ross estaba enamorado de Oscar y llegaría a aceptar lo que fuera por permanecer cerca. Constance quedó relegada y ya no tuvo ninguna vinculación sexual con su esposo. Era el momento adecuado para la aparición de Alfred Douglas.

 

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Oscar encontró en Alfred, “Bosie”, como le gustaba llamarlo, al amante ideal. Alfred era un aristócrata de apenas veintiún años, con buen gusto, deseoso de encontrar un mecenas, y dispuesto a divertirse y divertir a Oscar. Juntos tuvieron múltiples momentos de alegría compartiendo a adolescentes conseguidos en las calles por un poco de dinero. Es cierto que alguno de ellos provocó cierto malestar en Oscar cuando lo chantajeó amenazándolo con revelar sus alegres prácticas homosexuales. Fuera de eso, la pareja funcionaba muy bien. Hasta la desafortunada aparición del marqués de Quensberry, dispuesto a arruinar todo.
El marqués, que había seguido cuidadosamente las andanzas de su hijo, tuvo una idea: dejó su tarjeta personal en el club al que asistía diariamente Wilde. La tarjeta decía: “Para Oscar Wilde, que presume de sodomita”.
Oscar se sintió muy ofendido. Decidió hacerle juicio al marqués por calumnias e injurias. La policía llevó preso al marqués, que no tuvo otro camino que contratar a detectives para que lograran pruebas de la homosexualidad de Wilde. Si estaba diciendo la verdad, no había calumniado a nadie. Por supuesto, no fue difícil obtener las pruebas. Y así comenzó la ruina del célebre Oscar Wilde.

 

 

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El juicio por difamación contra el marqués fue seguido por todo el mundo. El periodismo y la gente atiborraba los pasillos del tribunal. Wilde pretendió ser simpático, mordaz, gracioso. El jefe de abogados del marques, Edward Carson, lo destrozó. Después de hacerlo pedazos en el banquillo, anunció que llamaría como testigos a varios muchachos que afirmarían haber tenido relaciones con Wilde. Por consejo de su abogado, Oscar dejó caer la acusación y retiró los cargos contra el marqués. A partir de ese momento, se inicia su verdadero calvario.
Los británicos siempre han sido personas que conocen de moral. En especial, el modo de acondicionar la moral a los propios intereses. De ese modo, la piratería no resulta inmoral porque los piratas ingleses robaban para su reina; el entrar en guerra con China para obligar a los chinos a plantar y consumir opio, y el resto de la droga comercializarlo en Europa y América empleando la armada real, jamás fue considerado inmoral; muchos menos, llevar al nivel de esclavitud a los africanos de sus colonias para que trabajaran en las minas de oro; o ser responsables de centenares de miles de muertes en la India con la hambruna que provocaron al colonizarla.  Según los británicos, ninguna de estas acciones tenía ni el mínimo de inmoral. Pero, sin dudas, era inmoral la homosexualidad.
Los ingleses crearon una ley para castigar a los homosexuales. En 1534, durante el gobierno de Enrique VIII se promulgó la ley de sodomía. En 1563, la hija de Enrique, la reina Isabel hizo más precisa la ley. El que practicara la homosexualidad, sería ahorcado. La ley se mantuvo vigente casi tres siglos, hasta 1836. Entre los años 1830 y 1836, fueron ahorcados cincuenta y ocho homosexuales. En el año 1861, a los ingleses les pareció un poco exagerado ahorcar a los homosexuales. Mostrando su espíritu humanitario, dejaron de lado el ahorcamiento y la homosexualidad pasó a ser considerada como un delito contra las personas. Las condenas eran variables: podían ir desde unos meses de prisión a la cadena perpetua. La ley contra la homosexualidad en Gran Bretaña fue derogada en 1967. Una lástima para Wilde. Los hechos que protagonizaba sucedían en 1895.
Como la ley que protegía a la sociedad de los homosexuales se encontraba en plena vigencia, el escritor Oscar Wilde, por el delito de ser homosexual, fue a la cárcel.

 

 

 

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Constance se separó, cambió el apellido de sus hijos e impidió que Oscar los volviera a ver. Cuando lo trasladaban a la prisión, la gente lo abucheó y lo escupió. En la cárcel, le impidieron tener papel y pluma durante bastante tiempo. Le dieron una cama dura, un trabajo duro y raciones de alimentos escasas. Wilde se enfermó y pasó dos meses en la enfermería. Con un poco de ayuda, pudo obtener los recursos para escribir y alimentarse un poco mejor. Pero su salud estaba deteriorada y su espíritu quebrado. Desde mayo de 1895 hasta noviembre de 1897, Wilde estuvo en la prisión de Reading, cercana a Londres. Al salir, no era el mismo.
Lo estaba esperando su amigo Robert Ross, con el que estuvo un tiempo en una localidad de Normandia, en Francia. No tenía un centavo y apenas tuvo voluntad para escribir “Balada de la cárcel de Reading”, que nada tiene que ver con él, excepto por el verso: “cada hombre mata lo que ama”.
Alfred Douglas fue a buscarlo. Vivieron juntos en Napolés.  Constance se enteró y dejó de mandarle el dinero con el que  ayudaba a Oscar. La familia de Douglas le hizo saber que, de continuar con la relación, no recibiría más dinero y sería desheredado. Al fin, la pareja terminó por distanciarse definitivamente.
Wilde se quedó solo y en la pobreza. Vivió en una pieza de un hotel de tercera clase en París. En 1900, a las cuarenta y seis años, se murió. Dijeron que por meningitis.
Dos años más tarde, el homosexual Alfred Douglas se casó con Olive Eleanor Custance, una chica quue escribía versos mediocres pero que era muy adinerada. Poniendo la tierra bajo la alfombra, la moral británica quedaba satisfecha.

 

Juan Carlos Boveri

 

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