Comer en el Murakami
Por Ramón J. Soria Breña
Además de la invasión hamburgueseril, pizzera, kebabquera, chinófila… tai, vietcong, indú, tecno y exótica, vaga, difusa, confusa… comenzó a pegar con fuerza lo japo: el sushi, el sashimi, las tempuras y el resto de melindres de las islas antípodas de nombres y aliños siempre rarísimos.
Pero a los españoles, piscívoros desde tiempos ancestrales, arrozófilos, crudívoros avant la lettre, sin demasiados prejuicios para llevarnos cosas raras a la boca, nos gusta la cocina nipona, los chismes tecnológicos japos, el manga, usar los palillos y sorber la sopa. Si el imperio del sol naciente no estuviera tan lejos y no fuera tan caro viajar hasta allí, sin duda ahora mismo Japón estaría atestado de españolit@s devorando cuantas delicias nos ofrecieran sin mayor reparo, pero o compasión. No nos frenarían ni el idioma, ni sus manías reverenciales, zen y karaokeñas, ni el no entender ni jota de su idioma hablado o escrito. Un español en Japón se encuentra como en casa. De no haber estado en las antípodas, en lugar del moreno rizo magrebí que lucen muchas de nuestras testas castellanas presumiríamos de ojos rasgados y melenita lacia. Sin duda, después del buen comer viene lo otro y el mestizaje le gusta mucho al rostro pálido hispánico. Me atrevería a decir incluso que nos unen invisibles lazos de parentesco en la cosa culinaria aunque a primera vista y comparando un sushi a una ración de callos, una cuchara de boj con unos palillos de bambú, el parecido sea difícil de encontrar… ¿o no?.
Debe haber en Madrid ¿tropecientos mil japoneses?, desde el telesushi baratiki al niponfino hipercaro y demás mixturas con lo peruano, lo californiano, lo andalusí y hasta lo cutre. Por eso, cuando K. me llevó casi a rastras a cenar al Restaurante Murakami, pensé de nuevo en el horror de los sushis secos o viscosos, los arroces pastosos, las salsas de soja de saldo, la pasta de wasabi sucedánea y todo ese revoltijo de sopitas ramen babosas y atiborradas de sobras infames, los surimis de colores pop y las algas correosas de tanto japonés de pega.
Además, horror, ese nombre, me evoca cierta literatura de similar sabor a pescado revenido y arroz glutinoso pasado y antiafrodisiado por más que a los críticos literarios new age post-existencialista se les haga la boca agua con el Murakami escribidor. Encima el tugurio se encuentra en el barrio Tribal, Malasaña, Maravillas, donde más de uno y más de dos dueños de restaurantes me quieren dar una sopa fría de hostias por hablar mal de sus antros candidatos a Pesadilla en la Cocina IV parte versión gore y dos rombos. Así que me puse un sombrero, unas gafas de sol y una gabardina para ir de riguroso incógnito.
El sitio es nada, una barra de una preciosa madera de cebrano para diez comensales y otra pequeña barra de esquina para seis o siete personas que esperan su turno. La cocina, los cocineros, los pescados y los fuegos a la vista. El chef sirve diez platillos según se van cocinando, siempre distintos, aunque con un sentido y un ritmo secretos y cuando los comensales terminan el cocinero nos despide con mucha ceremonia y tienes que largarte para que las sillas altas sean ocupadas por otros diez glotones. La gente espera tomando cerveza o sakes en la pequeña barra esquinera donde sirven, para acompañar y entretener el tiempo, unos diminutos sushis de tapa muy buenos. Y digo diminutos porque deben medir ¿dos centímetros?.
K., mi anfitriona se dedica al alpinismo, es una fanática de la comida oriental y ha visto suficiente mundo en sus famosos vagueos escaladores por el planeta como para opinar que el Murakami es de los mejores japos de Europa. Además come como una lima aunque pesa unos cincuenta kilos de oxido y hueso. K, cuando viene a Madrid, tiene como entretenimiento mañanero hacerse veinte kilómetros corriendo campo a través, me canso sólo de pensarlo.
¿Qué comimos?. Los recuerdo en desorden: un exquisito trampantojo de fugu pero hecho con rodaballo salvaje y especias, onsen tamago (cangrejo de caparazón blando) rebozado en kuzu con un caldo dashi, unas gyōza (pequeñas empanadas rellenas de cerdo aliñado, cebollino, col, jengibre…), shiobiki shak a la sal (salmón), ikura (huevas de salmón en una salsa de limón), mojama sakabitashi (más salmón), sashimi de caballa con su jengibre rallado, su cebolleta, su salsa de soja suave y su potente wasabi, más sashimi de toro y luego un tartar de atún con higos cortado todo en kakugiri, Gindara no saikyōyaki (bacalao negro macerado con saikyō miso), anguila ahumada y anguila en sashimi con ensalda de algas, huevas templadas de erizo, una riquísima hamburguesita de wagyû con salsa de nabo… Si, es cierto, todo suena muy raro, exótico, nomevaagustar pero cierras los ojos, saboreas el plato y algo de muy lejos resuena en la memoria.
El gobierno nos empuja a emigrar a Alemania y a Laponia pero, ¿porqué no nos envía a Japón?, creo que nos parecemos más a un japonés que a un alemán, algo en la memoria de nuestro paladares tiene invisibles vasos comunicantes. El consumo de pescado en Japón es de 64 kilos por persona y año y el de España de 45 kilos (sólo nos gana Islandia, Portugal y Noruega), si a ellos les gusta el arroz, a nosotros también, aunque en paella, y… ¿no es el zen una forma distinta de estar tan agustiíto?…
Ahora, claro, leo a Haruki Murakami con otros ojos más golositos y las locuras que hace en la montaña mi amiga K. hasta me parecen aceptables. El menú de los diez platillos y los distintos sakes que nos van sirviendo para acompañar las delicias cuesta 50 euros, una verdadera ganga porque las raciones de cada platillo no son nada minimalistas sino bastante españolas. A ver si acercan un poco su isla o nuestra balsa de piedra se va para allá, a las antípodas (cómo me gusta esa palabra).