CAFÉ DE NUIT
Por Francisco de Paula Pestaña Parras
“Lloraba de nuevo, borracho de pasado imposible.”
( Vladimir Nabokov)
Tal vez te sorprenda que tenga tu dirección. Lo cierto es que me la dieron en el mismo momento en que te mudaste de ciudad. Siempre hay alguna amiga que no se explica la ruptura. Porque no conoce la historia que callaron las persianas; porque no entiende que llega un momento en que la llave del otro en la cerradura suena a percutor de revólver; porque no midió los kilómetros a los que llegó a estar el otro lado de la cama durante los últimos meses.
No temas, no te escribo para lloriquearte. Iré al grano: El vecino ha muerto. El alcohol, por supuesto. Varices hepáticas, me dijeron (ya sabes, la inútil manía de los médicos por explicar la muerte). Fue hace unos días. No puedo contarte mucho porque apenas si hablábamos ya. Creo que nunca me perdonó que te fueras. Es curioso, ¿verdad? No me odiaba cuando te tenía, pero sí cuando te perdí. Él te amaba mucho mejor que yo, a tiempo completo mientras yo sólo lo hacía durante el turno de noche.
Ya mismo va a hacer cuatro años, ¿no? Desde entonces he luchado bien, torpemente, pero sin bajezas. Algunas me rompieron el corazón, otras sólo la cama. Iba a aquella terraza a leer todas las tardes porque cuando anochecía las farolas iluminaban lo suficiente como para no tener que volver a casa o buscar otro lugar para seguir leyendo. Me contaste que tú acudías porque la luz te recordaba a la de tu cuadro favorito, tal vez de Van Gogh, no lo recuerdo. Con el tiempo he olvidado cosas y retenido otras sin razón aparente porque, como te decía, la única ramera en esta vida se llama memoria. Te sentabas varias mesas más allá, subías la pierna en la silla y con la punta de los dedos acariciabas muy suave la esquina de la hoja hasta que la acababas y pasabas página. Eras de esas mujeres para las que cada silla de bar es un trono y todos los hombres sentados alrededor tus bufones. Pronto me encapriché con tus ojos jóvenes que miraban llenos de arrugas. Intentaba reunir valor para decirte algo a cada fragmento del libro. Me decía: “Cuando este degenerado se case con Charlotte” o “Después de que recoja a la niña del campamento”… Así pasaban las tardes y a mí se me iba acabando cobardemente la novela. Hasta que al poco de jurarme que me levantaría cuando él saliera de la casa de la embarazada Haze y volver a engañarme, te acercaste. Con una sonrisa tan impura como para dejar claro que me estabas mintiendo, dijiste:
-Creo que me he enamorado de ti.
Levanté los ojos sabiendo quien me hablaba y contesté:
-Mal hecho, soy un amante eficaz, pero un amado insoportable.
-Entonces, ¿Qué me aconsejas que haga?-Y te mordías el labio.
-Ir por partes,-respondí,-acompáñame, conozco un hostal barato aquí cerca.
Cerré el libro, porque supe entonces que iba a estar muchas noches sin leer, y juntos salimos del bar.
Y eras dulce. Dulce como dicen que es cortarse las venas. Me desangrabas sobre la cama y al final de la noche, vencido y vacío, sólo me quedaban fuerzas para mirar los cortes y sonreír somnoliento.
Durante varias semanas quedábamos en la terraza sin haber intercambiado siquiera los teléfonos. Te gustaba sentarte en una mesa distinta a la mía y jugabas a que leías como al principio, pero yo ya no llevaba ningún libro, sólo te miraba hasta que ya no podía más y me acercaba para recogerte y de nuevo ir a la habitación que alquilábamos por sudores en el número seis de la calle de la Luna.
Me costó mucho convencerte para que vinieras a vivir conmigo. Cuando al fin lo conseguí te plantaste en mi puerta únicamente con dos maletas, una para vestirte y la otra llena de libros y lo dejaste muy claro:
-La ropa te la arrugo yo, pero te la planchas tú. No vayas a equivocarte.
Fue entonces cuando os conocisteis. En el rellano, cuando él sacaba los contenedores de basura como cada tarde. Me preguntaste quién era. Estúpidamente pensé que te asustaba. Yo te conté su historia sin mucho interés. De cómo cuando llegué su madre ya había muerto y estaba solo en su casa. No era peligroso, te dije, sólo un alcohólico deficiente. La pensión que le pasaban por su retraso le daba para comer, pero para beber necesitaba un poco más. Por eso le pagábamos los vecinos por sacar los contenedores y recoger la basura que le dejábamos en la puerta. También hacía alguna chapuza de electricidad y cosas así. Salía más barato que un portero, supongo. Algunas veces aparecía borracho en el portal o lloraba demasiado alto a través de la puerta, pero nada más.
Enseguida comenzaste a hablar con él. En el pasillo, cuando ibas a trabajar o cuando lo encontrábamos tirado a la entrada. No lo hacías por lástima, ni para ser mejor persona, sencillamente lo sentías mucho más vecino de lo que nadie del resto del bloque lo sentimos jamás. Al principio el pobre se moría de vergüenza, pero poco a poco iba bajando menos la cabeza al responderte. Te hablaba con pena de su madre o te confesaba verdades sobre el mundo que sólo él había descubierto. Tú lo escuchabas siempre. Yo simplemente esperaba aburrido hasta que acabarais de hablar. A veces miraba una o dos veces el reloj para meterte prisa. Pronto noté que se había enamorado de ti. Tú también te diste cuenta, por supuesto, pero eso no te hizo cambiar tu trato hacia él. En realidad nunca te molestó o intentó algo contigo. No dudo que tendría sus perversiones y supongo que a menudo se emborrachaba en el bar de un burdel, pero a ti te veía distinta, transparente, ¿qué se yo? Imposible.
Supongo que al menos te despediste de él. Lo tendrías planeado desde hacía semanas, ¿me equivoco? ¡Y pensar que al final hubo veces que llegué a pensar que te habías resignado! Cuando ya ni siquiera me discutías, cuando apenas si éramos dos huéspedes que compartían pensión. Y sólo estabas esperando a que llegara el momento oportuno durante una de mis juergas. Me iba y regresaba a los tres días borracho y apestando, con el alcohol de la ginebra ocultando el olor del alcohol de perfumes que no eran el tuyo. Al volver una mañana ya te habías ido. Me bastó ver la estantería sin tus libros para saberlo. Desesperado te llamé por teléfono. Para recuperarte, para suplicarte que no me odiaras y te lloré hasta acabar sediento. Por fin entre mis patéticos lamentos escuché como decías con una indiferencia de la que jamás te creí capaz: “No te odiaré, voy a hacer algo peor que eso: voy a olvidarte.” Y supe que era verdad, que en el mismo momento en que colgué resignado borraste mi número ¿Cómo no ibas a tenerlo decidido? Tuviste tres días para recoger todo sabiendo que no te sorprendería. Te imagino sentada en el sofá mirando por última vez la casa, ensañándote en el pequeño placer de beber café en una taza que ya no tendrías que lavar. La encontré sobre la mesa junto a varias colillas, en su fondo nuestros últimos posos.
De todo eso hace ya mucho tiempo, ¿verdad?. Tú te fuiste a otra ciudad a empezar de nuevo y yo quedé aquí, acabado nuevamente. Alguien te traicionó sin que yo se lo pidiera, lo juro, me dio tu nueva dirección y yo la guardé en el fondo de todos los cajones. Poco a poco la gente dejó de preguntarme por ti, poco a poco las cartas a tu nombre dejaron de llegar al buzón y a mí se me pudrieron las uñas de aferrar las sábanas que olvidaste. El vecino por su parte lo llevaba peor. No salía de su casa casi nunca salvo para comprar botellas y cada vez menos para el asunto de los contenedores. Beberte y llorarte, tal vez también maldecirme, dudo que hiciera algo más.
Así han pasado estos años. Cerraron la terraza, demolieron el hostal y un día descubrí que ya no me dolías. Sin revelaciones, sin violencia, simplemente te diluiste entre los calendarios. Todos los rostros que veo por las calles ya no son el tuyo, ni es tu recuerdo el que llena mis cubatas, ni tus ojos los que lloran mis lágrimas… y tu fantasma ya no es bienvenido a mis noches.
Hace algunas tardes vi a un desconocido sacando los contenedores. Cuando pregunté me dijeron que el vecino ya no vivía en el bloque. Unos familiares intentaron meterlo en un psiquiátrico. Querían quedarse con su piso y creyeron que así sería más sencillo. Pero su hígado se les adelantó. En vez de en el manicomio lo ingresaron en el hospital. Desahuciado y con temblores de borracho sobrio, esperaba en la cama a la única visita que creía vendría a verle. Y no era la tuya, ni la mía ni la de los cabrones de sus parientes.
Intenté ignorarlo, pero su imagen me perseguía. Lo imaginaba solo como lo estuvo en los últimos años. Estaría encamado, pero ya no en los escalones del portal, ni en la calle mojada ni en cualquiera de sus otros dormitorios. Y recordándote aún. Entonces se me ocurrió algo aunque no estaba seguro de que tuviera tiempo si le quedaba tan poco como decían. Para asegurarme fui al hospital, antes y por si fuera tarde saqué algo del mueble y lo guardé en el bolsillo.
Al llegar casi anochecía. Entré y busqué a su médico. Un hombre mayor con voz sincera y ojos cansados de ver morir. Le pregunté si tendría tiempo para escribir una carta a alguien que lo conocía y que vivía lejos, si le daría tiempo para venir a verlo antes del final. Me contestó que no, que ya era tarde para casi todo, que llevaba suficientes años cerrando párpados como para saber que no pasaría de esa noche. Le di las gracias, también mi número de teléfono para que me avisara cuando ese momento llegara. Se marchó y entré en la habitación.
No voy a decirte como lo encontré, sé que no quieres saberlo. Al escucharme se volvió lentamente. En su mirada no había extrañeza, ni rencor, tampoco perdón. Simplemente miraba muy cansado, muy lejano. Sin decirle nada saqué del bolsillo una de esas botellitas pequeñas de whisky que venden en los aviones. Le pasé mi palma tras la cabeza para elevarla un poco y acerqué el licor a sus labios. Bebía con tranquilidad, como si fuera una medicina más, cómo si fuera la que por fin le curaría. El resto de la botella lo puse en su mano, tuve que ayudarle un poco a apretar los dedos para que no se le cayera. Lo dejé que se la acabara solo y salí de allí. Avergonzado por la indiferencia que le tuve cuando tú eras la única que le hablaba, caminé ya de noche por calles que no me reconocieran.
Murió esa madrugada. El médico me llamó para decírmelo. Lo siento, ya ves que no hubo tiempo para avisarte. Ni para que vinieras al funeral. Sólo estuvieron el cura y una asistenta social. No entré a la iglesia, ya sabes cómo pienso. Esperé fuera a que lo llevaran al cementerio. Allí conmigo ya sumábamos tres, la poca familia que le quedaba no pudo venir ocupada como estaba en hacer mudanza. No sé el tiempo que hará por allí, pero aquí ya llegó el frío. Por eso la última oración que le dedicaron, las últimas palabras que le dijeron, salieron hechas humo de los labios del cura.
Apenas me queda ya nada que contarte. Al regresar rescaté tu dirección para escribirte esta carta. Fue entonces cuando encontré un libro que llevaba años perdido, desde aquella noche con las farolas iluminando las mesas en las que reinaste. Lo abrí sorprendido por donde lo dejé, por sus últimos capítulos, y continué leyéndolo para distraerme: El bueno de Humbert empujó la puerta de la casa que buscaba y, como ya no podía acariciar a la pequeña Dolores, entró acariciando una pistola.