Aquella España rica, rica
Por Ramón J. Soria Breña
Todos envidian al crítico gastronómico, este trabajo obreril tan duro, peligroso y sacrificado. Uno les dice a los amigos que es vocacional y que sufre en silencio esta mala vida de excesos, festines e indigestiones. Argumento además que nuestra esperanza de vida es muy corta y que estamos amenazados por el sobrepeso, la colesterolemia y el estrés postraumático cuando vemos la cuenta. Además la mayoría de los ciudadanos considera nuestra actividad laboral idiota, chulesca, superflua y arbitraria, poco científica y que se presta, como los cargos políticos, a corruptelas, untes y convites. Yo no les niego el pecado pero debo contar que en tiempos no tan remotos, el crítico solía morir muy joven envenenado, intoxicado o con el higadillo licuado por las hadas etílicas. Tiempos duros aquellos que yo viví y doy fe:
Ya no existe, pero hace unos quince años, en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, en una carretera nacional de doble dirección, junto a un motel sospechoso, un puticlub decente y una estación de servicio con señor gasolinero (especie de homo sapiens ya extinta) se abría al respetable público un restaurante-bar-cafetería llamado de alguna forma, pero como el nombre estaba escrito a brochazos en la fachada y con las letrujas carcomidas por el sol, nunca lo supe. Teníamos el indicador de la gasolina a cero y además hambre, así que paramos a llenar ambos depósitos. Entramos en el antro con pinta de cantina del Oeste pero alicatada hasta el techo con azulejos blancos intercalados de otros azulejos, muy de la época, con dibujos groseros y refranes de refinado machismo que nombraban al vino y sus virtudes. La barra era de formica despostillada y el expositor de bebidas destiladas se reducía a coñá, anís, ginebra, ponche y Calisay. En esa barra, tras un cristal turbio, lleno de huellas humanas y de otras especies animales aún no descubiertas por la ciencia, se alineaban unos bocadillos de fiambre rosa de dinosaurio descongelado, un plato renegrido con un gurruño de ensaladilla encima, una bandeja de callos con la grasa naranja fluorescente coagulada con más solidez que el hormigón armado, otra llena de filetes marrones ahogados en aceite, otra de aceitunas negras directamente sacadas de un yacimiento arqueológico romano y una gruesa tortilla de patata de buena estampa y factura. . Hay también gambas a la plancha y mejillones. Dijo el camarero rebuscando la cerilla de su oído derecho con la uña larga de su dedo meñique. Nosotros, antes, sin haberlo mentado aún el camarero, ya nos habíamos dado cuenta del resto de su oferta culinaria porque el suelo estaba lleno de cabezas de gambas decapitadas y conchas de lamelibranquio en caótico desorden, rebozadas en serrín y arrugadas servilletitas de papel. Le musité a mi mujer. Vámonos, no tengo mucha hambre. Pero ella, como otras tantas veces, valiente o inconsciente, desafió al cielo, se burló del destino, ignoró los trillones de gérmenes mutantes que nos miraban babeando toxinas desde todas esas bandejas y pidió con pasmoso apetito: póngame por favor un poco de ensaladilla y un pincho de tortilla de patatas. El camarero, tal vez al ver la expresión de terror de mi cara, afirmó algo chulillo: No se preocupe señor, que la ensaladilla es casera y la tortilla está aún caliente. Yo sólo me pedí una cerveza que el tipo acompañó, rumboso, con un puñado de aceitunas resecas que el mismo cogió con los dedos.
De nada sirvieron mis ruegos y mis suplicas sobre visitas a urgencias, diarreas misereres, alergias marcianas y chirriar de dientes antes el seguro envenenamiento que implicaba tocar siquiera con los labios la casera ensaladilla. Mi mujer se la comió entera de cuatro paletadas, reprochándome: tu es que eres un melindres, un hocicoputa y un exquisito. La ensaladilla está buena. Apuró su cerveza y atacó sin descanso el pincho de tortilla. Yo puse tierra por medio y me fui a hacer un pis. Así eran entonces los aseos unisex de los bares de carretera: un exótico cuadradillo vidriado en blanco con restos que no quiero nombrar y unas huellas grandes moldeadas en el gres donde se ponían los pies y en la vertical urinaria natural había un agujero que daba directamente con el infierno a juzgar por los olores y las moscas que salían por allí. La cadena, como no, una cuerda de esparto con un nudo.
Para llegar al cuartucho unisex de las aguas mayores y menores se pasaba por la cocina, así que tras el alivio y la huida de aquel agujero infernal, puede contemplar despacio y horrorizado el laboratorio alquímico donde se habían cocinado las delicias: la cucaracha muerta de la esquina, el cazo requemado de la leche de servir cafelitos, la sartén con restos de una espuma amarillenta, los fogones llenos de pringue y sedimentos pardos, el cuenco mugriento donde el envenenador había mezclado una semana o dos antes todos los ingredientes de la ensaladilla y, encima de una mesa baja, otra tortilla grande y encima de la tortilla, tal vez para mantenerla caliente, estaba echado un perrillo mil leches que meneó un poco el rabo al verme pasar. ¿estará al menos vacunado el ayudante?. Le dije al camarero al salir. Tardó unos segundos en entender mi doblez y salir corriendo a espantar al chucho con palabras muy gruesas que no quiero ahora escribir.
Mi mujer ya se había comido la mitad de la tortilla cuando al cortar con el tenedor otro pedazo apareció ella, sedimentada como un fósil arqueológico entre los trozos y estratos de patata y cebolla grasienta. No era una mosca, era la madre de todas las moscas a juzgar por el negro zaino de su capa, los pelos que la adornaban y el tamaño del bicho. El grito retumbó en los azulejos, pero el camarero, rápido y al quite, metió su uña larga del meñique en la tortilla y sacó certeramente la moscarda. Ya está señora, pero si quiere le pongo otro trozo, gratis, por supuesto.
Juro que no exagero, mi mujer, hoy mi ex y sin embargo amiga, puede dar fe que mis palabras dulcifican mucho aquella realidad y mi memoria, siempre terapéutica, olvida lo peor. Esa España gastronómica ya está casi extinta pero antes de ayer palpitaba en innumerables antros, tascas, cantinas y bares de carretera.
Pero temo que en estos días, en una cadena de TV, el amigo Alberto Chicote nos recuerde de nuevo estos tiempos terribles, esta España profunda y tan poco tecnoemocional. Yo, que conocí y sufrí ese país no quiero volver a él.
En mis paseos por el mundo he comido en antros guarros, poco higiénicos y hasta muy cochinos, la sufrida vida del gastrónomo curioso, del gastrósofo erudito, del glotón explorador en busca de extrañas golosinas tiene esas penitencias, pero los peores de todos fueron siempre españoles. Así que no digáis, queridos lectores, que soy un privilegiado, que tengo muchas suerte de trabajar de crítico comilón, que me he jugado el pellejo muchas veces por el bien común, el vuestro.
PD: No, mi mujer no sufrió envenenamiento ni intoxicación alguna, debe tener algún gen especial que le hace inmune a salmonelas y demás primos hermanos, porque hubo otras muchas, muchas veces de entrar, incautos, y comer cosas que no quiero ni recordar, como ciertas costillas guisadas en el barco del extinto Caudillo reconvertido en…. Pero esa es otra historia.
Ramón J. Soria Breña