Equipo Amor. Torneo de verano
Por Israel Sánchez
Despierto acalorado, y percibo con ordenada claridad el hastío que produce encontrar al lado propio a una y siempre la misma persona, ya no mujer, con la cara deformada por el apoyo sobre la almohada tras ocho horas de relajación muscular. Este es, forzosamente, el peor rostro capaz de presentar en toda la jornada, y mi ventaja, en tanto que soy el primero que ha despertado, estriba en no ser visto en la misma situación, que predispondría contra mí afectos negativos más perturbadores que los que esta visión pueda suscitar contra mí en ella. Tras todo este tiempo juntos, sin embargo, aún no sé cuándo duerme y cuándo permanece quieta y alerta, inmóvil tras la inexpugnable justificación de que nada era motivo para realizar un cambio pero, sospecho a veces, como ahora, que vigilante y taimada hasta el punto de enorgullecerse por no haber sido aún incriminada con pruebas seguras.
Abre los ojos y sonríe, provocándome un placer fugaz. Se despereza magnífica con la arrogancia de quien apenas empezar ha ganado ya la primera batalla, sin comprender hoy tampoco que no hay guerra en la que yo participe que no venza en mi derrota, pues entregar la victoria es condenar al contendiente a la esclavitud de triunfar para evitar el fracaso, allí donde tuvo la oportunidad de haberse liberado de él. Sería yo, sin duda, una virtuosísima persona si lograra explicarle esto y hacerla partícipe de ello.
Esa contienda ritual con la que el día es recibido hace, por su misma rutina, recordar que este tipo de jornadas son promocionadas por las agencias de viajes como siempre novedosas; la demostración del fraude vacacional en la intimidad del laboriosísimo silencio de pareja; la virtualidad del producto puesta al descubierto en el revés que para este sol prohibitivo es no poder inocular en nosotros una pizca de entusiasmo. Ahíto de repetición he necesitado, a pesar de todo, de esta circunstancia para apreciar la dimensión completa del sinsentido, lo que refuta mi queja. Incluso he estado a punto de tener fuerzas para levantarme, y si no hubiera sido por esta fisura en mi sutilísima denuncia, habría alcanzado ya el inodoro.
“¿Qué tal has dormido?” es la pregunta ceremonial del amanecer realizada bajo estrictas reglas disciplinarias, que dictan encontrarse en el baño, cepillo de dientes en mano, y mirar de reojo justo antes de enjuagarse la boca. La imagen de una colosal investigación sobre mi sueño a lo largo de infinitos días, con la sola pregunta “¿Qué tal has dormido?” y las dos únicas respuestas contempladas de “bien” y “mal” alternándose, impotentes para aportar algún tipo de significado a la serie fabulosa, me provocan un ataque de risa. “¿Qué pasa?”, me increpa, entre sorprendida y malhumorada. Este gesto, si bien perteneciente a la familia de los desagradables, mejora en mucho al de dormida, y aunque no es dedicado a mí desde el afecto, experimento cierta simpatía, presa del vano paternalismo que en mí ha generado el eureka previo. Todo indica que la reflexión sobre el estudio tiene un componente mezquino del que espero, sin lograrlo, sentirme culpable. Mientras, el halo de victoria se extingue en ella y es sustituido por una pequeñez notablemente convincente. Surge en mí un raro impulso altruista que me empuja a buscar la forma de hacerle remontar esa injusta insatisfacción mediante una atención apreciable, y sin apenas meditarlo me veo ausente, preparando una pequeña sorpresa de ternura para el desayuno, que llega a ilusionarme. Es por causa de esta bienintencionada meditación, y por la costumbre, por lo que no llego a contestarle.
Nada de lo que hago durante el desayuno logra sacarla de una apática displicencia. Ni mi interés por su estado, ni mi atención al concederle el sitio más confortable, ni mis bromas pueriles alcanzan a extraer de ella nada parecido siquiera al reconocimiento de un esfuerzo. Salgo de la cafetería del hotel tras ella, preguntándome qué es lo que sí puede provocar una reacción. El desafío excita mi creatividad y pergeño un par de amables tretas con los que desarmarla de camino a la playa.
¡Qué generosamente juzgamos nuestra conciencia frente a la de los otros! Apenas soy capaz, a partir de la expresión de su rostro, de concebir pensamiento alguno que esté ella pudiendo tener y, sin embargo, no otra cosa que una compleja concatenación de ideas evolutivas y parcialmente contradictorias han debido acompañar su imperturbabilidad durante el trayecto. Mis sospechas se ven confirmadas del modo más lúdico, pues es la llegada a la playa, ese cambio perceptivo integral, lo que impulsa la renovación de su estado de ánimo, en el que el aire sombrío había alcanzado ya casi el agotamiento, y es sustituido por un principio de dinamismo locuaz cuyo contraste con la actitud de las horas previas delata la reciente liberación de un bloqueo. Si pudieran ser aquellos pensamientos los que me comunicara… No lo que necesitamos saber para coordinarnos, sino los secretos informes que cada departamento de nuestra pareja elabora ante las anomalías…
Comprendo pronto que no voy a abrir la boca. Me resulta refrescante el intercambio de papeles. Ahora es ella la que asedia mi silencio mediante comentarios aparentemente casuales que prácticamente me obligan a contestar. Es casi un juego. Para de pronto, se vuelve, me mira y pregunta “¿Me he dejado la crema?” Yo tengo que sortear la contingencia con la actitud más inmutable que pueda lograr, pero ella es extremadamente diestra. Se diría que nos encontráramos en un momento en que mi participación es imprescindible, mientras que en el anterior, cuando era yo quien requería la suya, todo diálogo parecía superfluo. Me estimula el desafío, y estoy dispuesto a aceptar mi derrota de buen grado, pero no sin antes presentar feroz batalla. Ella ya logró una puntuación destacada en su turno, pero el mío no ha terminado aún, y percibo una incipiente ventaja en la impaciencia de su tono. Si no conserva la calma perderá la agilidad necesaria para que su imaginación siga manteniéndome en jaque.
El día es ciertamente agradable, o al menos proporciona la satisfacción que brinda la correspondencia entre la expectativa y su cumplimiento, pues no se me escapa que esta temperatura que tapiza la arena de toallas no es la deseada por quien espera disfrutar de sus vacaciones en una gran ciudad, por ejemplo. “Hizo un tiempo magnífico”, dijimos al volver de Roma, porque prácticamente no vimos un solo día el Sol. Hoy el tiempo es magnífico de nuevo, lo que significa que apenas puede soportarse caminar por la arena y que no bien hayamos clavado la sombrilla lo mejor será cubrirse de protector solar resistente al agua e introducirse en ella para reducir la temperatura corporal. Pero esta luz esplendorosa, que hace resaltar así el colorido de cada pequeña cosa de la vida, anima a todo tipo de bromas y fantasías.
Me descubro tumbado boca abajo en la toalla, apoyado sobre los codos, y con la mirada fija en los pechos de una joven bañista que se broncea a apenas cinco metros de mí. No les encuentro, bien pensado, rasgo digno de especial atención, y sólo me mantiene en mi postura un tenue magnetismo que se beneficia de mi abandono. Hacerme consciente de este estado no tiene solución de continuidad con preguntarme por el resto de los pechos al alcance de mi vista, y giro sobre mí mismo para aumentar el campo de visión y la comodidad, atendiendo al cálculo sencillo de que, si dos pechos me han entretenido unos minutos, necesitaré de una posición confortable para no sufrir durante el tiempo que me consumirán el resto. En pocos instantes he perdido la consciencia otra vez, y sólo buceando en mi memoria inmediata, que no muestra nada my diferente del presente mismo, puedo entrever mi atención fluyendo ingrávida de uno a otro par de pechos de entre tantos que pasan ante mí, descansan al sol, permanecen de pie en la orilla de la playa… Ahora no me siento del todo conforme con el adjetivo que he usado, y me estoy refiriendo al modo en que he calificado el flujo de mi atención, pues precisamente comencé hablando de magnetismo, y no hay trazas de ingravidez, como se sabe, de flotación incierta, en el movimiento generado por la fuerza magnética, sino, al contrario, una orientación decidida del desplazamiento. Es, efectivamente, de modo semejante como salta impetuosa mi mirada de uno a otro objetivo, siguiendo siempre trayectorias certeras y alcanzando el lugar en el que su comportamiento se trasforma incontestablemente en reposo. Actúa, por tanto, de modo distinto a, nuevo error, la ingravidez. Pero el salto subsiguiente no se hace esperar, refutando la atracción ejercida por el par que me alberga. Me ilusionó un momento, debo confesarlo, identificarme con el movimiento de las olas que ejercen de fondo en esta escena; ser como el primer plano de ese dibujo borroso que se descubriera distinto y sorprendente al aparecer próximo. Pero también a la imagen de las fuerzas físicas elementales debo renunciar, para dar cabida a esta suerte de arrepentimiento continuo y cambio de lugar. ¿Es mi mirada como un pájaro libador? ¿Es una aguja que cose cada pecho, puntada a puntada, en un solo e informe trabajo? ¿Es una araña tejedora que deja el cabo de uno de sus pregnantes y minúsculos hilos adherido a las formas redondeadas para generar una tela inmensa, inútil y efímera? Todas estas imágenes son tan artificiales y traídas a desmano… Y sin embargo ahí están esos dos veraneantes, jugando con sus palas, y ofreciéndome la metáfora perfecta. ¡Esa es mi mirada! Esa pelota a la que un impacto lanza en incólume parábola hacia la siguiente pala, hasta el siguiente golpetazo, que la devolverá al aire en busca de un golpetazo más. Esta idea aporta un componente grotesco que me parece un acierto, justo el encaje que la comparación necesitaba. Así soy yo, vapuleado por un sinnúmero de palas gemelas portadas por jugadoras de variadas modalidades, lejanas, cercanas, fijas, transitorias, generosas, especuladoras… Y sus palas tienen forma de pelota. Por tanto, ¡soy yo pala, y me veo golpeado por muchas pelotas! Este súbito descubrimiento, más chocante todavía, me provoca una carcajada estentórea que me saca a mí mismo de mi ensoñación para mirarla. Ella me mira a su vez, o me miraba, ¿quién puede saberlo?, con pétrea seriedad. No alcanzo a recordar con la celeridad que sería conveniente el último de sus estados de ánimo del que he tenido constancia, y la duda congela mi gesto frente al suyo durante un espacio que seguramente resulte extrañamente largo. “¿Comemos?” Me interroga con aversión. “Sí.” Contesto.
La playa parece nueva otra vez, ahora que ha cambiado el objeto de atención, y la ardiente arena me distrae con el dolor inflingido. Me pregunto cómo es posible convertir a un bañista enarenado y sudoroso en el comensal de un oneroso restaurante de costa. Las duchas me aportan una explicación parcial, pero el perro que se rasca con fruición bajo uno de sus grifos siembra en mí nuevas dudas. Entonces el tema regresa. ¡Lo tengo! ¡Soy una pulga! ¡Salto! ¡Pico! ¡Absorbo! Mucho en los pechos grandes, poco en los pechos pequeños. Y en cuanto he terminado, ¡vuelvo a saltar! Me explico mal si doy a entender que esta reflexión ha estado gobernada por mi impasibilidad. Al instante de verme como una pulga he prorrumpido en una carcajada estridente y, seguramente, desagradable, que ha vuelto sobre mí la mirada de casi todos los bañistas que esperaban la ducha, hecha la salvedad de mi acompañante, que destaca así sobre el resto. No habré estado más de tres o cuatro minutos riendo, y no todo el tiempo al mismo volumen indecoroso, de modo que, por establecer una comparación a propósito, diré que ni siquiera ha ocupado mi risa el tiempo de un turno de ducha. Es decir, que quien entró cuando yo reía me encontró ya sosegado al salir y quien, estando ya en la ducha, me escuchaba aún tras haber terminado, sólo podía ser, rigurosamente hablando, o porque había ya casi finalizado al prorrumpir yo en mis carcajadas, o porque no había prestado adecuada atención a su higiene. Todos estos cálculos tienen el objeto de explicar mi perplejidad cuando, al reanudar el camino hacia el restaurante, ella me pregunta, desde la incomodidad más notoria “¿Qué te pasa? ¿Es que eres tonto?” Por una asociación que no colijo, el opcional atributo me hace caer en la cuenta de que tengo un hambre voraz. “Cariño”, contesto, “¿Te has fijado en si en esta playa hay pulgas de agua?”
El restaurante es abierto, pero la sombra bajo la que cobija sus mesas es real, no como las que las sombrillas improvisan sobre el suelo en ascuas, y que van desplazándose a lo largo del día para permitir que cada grano de arena quede perfectamente incendiado. Aquí se experimenta una sensación de privilegio, de algo diferente de lo que se está disfrutando porque seguramente será incluido en la cuenta. Ella se ha puesto el bañador, lo que es una lástima, porque verla comer enmarcada por su cuerpo desnudo dejaría en mí un poderoso y memorable recuerdo casi con seguridad. Una postal de verano que llamaría desde los primeros fríos a esperar con ilusión la llegada de las vacaciones. En el restaurante, sin embargo, no parece permitido ni tan siquiera el top-less, pues la nómina de pechos a la vista se ha reducido a cero. Yo, en cualquier caso, no localizo advertencia alguna, ni termino de entender cómo podría existir, siendo ésta una playa en la que aceptar la libre convivencia entre los diversos niveles de desnudez parece algo tan de buen gusto. Siendo así que no hay orden explícita, pero que todos la siguen, la posibilidad de atreverse a convertir el suyo en el único cuerpo íntegramente visible se me hace irresistiblemente seductora. Es evidente que serían muy numerosas las miradas que se concentrarían sobre ella, y sobre mí, y a través de mí sobre ella de nuevo, cubriéndola de un manto de deseo al que estaría yo dando satisfacción en la mente de cada admirador, y al que daría satisfacción real más pronto que tarde. No son pocos los ojos que ya la vigilan, menos furtivos de lo que lo harían si nada se ocultara y fuera natural centro de atención. Así, cada uno vive la ilusión de ser el único que la ha descubierto, y la contempla con descaro, confiado en que quien pueda sentirse ofendido tome por objeto de observación otro que, coincidiendo en la trayectoria, se encuentre a diferente distancia.
La comida nos da la oportunidad de conversar animadamente. Los temas no son inéditos, pero ella tiene el talento de reconocer las novedades y convertirlas en el hilo conductor de su discurso. Admiro esta habilidad, y la agradezco. Imagino mis intervenciones como el extravío en un campo trillado del que no se sabe si esperar el descubrimiento de algún secreto rincón o el tedio de la mano que pretende dibujar sobre la arena seca mientras ésta se escurre de nuevo hasta su lugar, no bien la herramienta lo ha abandonado. Si es así, a ella no parece molestarle, o debe añadirse al talento anterior el de encontrar el interés en este discurso, el mío, en el que yo no lo encuentro.
La tesitura es en extremo agradable, y no sufrimos más interrupción que las llegadas sucesivas del camarero, empleado joven y atento, oriundo y patente usuario de los placeres del sol y el mar, a juzgar por el moreno de su piel y la salud que transmite. Ser yo el que debe detener siempre la intervención para incluir dejar espacio a la de él me proporciona privilegiada atalaya para apreciar que dichas detenciones son cada vez más largas, y que al obligado coloquio sobre la opción gastronómica se añaden de manera creciente valoraciones accesorias acompañadas de bromas estereotipadas.
Cometo sin duda un error tratando a mis lectores de este modo y, por indiferencia, malentendida discreción o ingenuidad grave, dejando en la penumbra lo que debe ocupar un lugar privilegiado, si es que para ustedes no es ya el verdadero objeto de atención y meollo de todas las comidillas. Abandono de una vez la descripción de pormenores neutrales para arrojar la necesaria luz sobre otros infinitamente más delicados y, por esa razón, de imprescindible registro. Como no podía ser menos, me dedico de inmediato a analizar con más detenimiento estas paradas, a constatar cuál es su verdadera razón, puesta en entredicho la alegría espontánea, y a vigilar cualquier atisbo de reciprocidad por parte de ella. Esto es, precisamente, lo primero que puedo constatar, así que poco más me queda por hacer que disfrutar del supuestamente furtivo espectáculo. Me acomodo en mi butaca de comensal y le llamo de nuevo bajo un pretexto arbitrario. Naturalmente, él aprovecha la primera oportunidad para reorientar el diálogo hacia ella, a pesar de ser yo quien lo ha suscitado. Me deleito con el malabar de sus insinuaciones y el despliegue de su lenguaje físico. Sé apreciar con hidalguía sus virtudes y atractivos, condenando en cualquier caso que ella se rebaje hasta el punto de prestarle atención, pues distingo aspectos que me parecen ostensiblemente desagradables e indignos de ser llevadas a su presencia. Cuando el empleado se ha reincorporado a su trajín, dejo caer un par de comentarios casuales sobre la simpatía con la que estamos teniendo la fortuna de ser honrados. Ella contesta sin efusividad, haciendo siempre gala de una pericia que me obliga a dar lo mejor de mí para conservar la iniciativa. “¿Le llamamos otra vez?”, pregunto. Ella me mira y cambia el gesto repentinamente, mudando su relajada alegría a una expresión de odio resignado. He descubierto mis cartas, es cierto, pero también lo es que ahora su juego ha perdido recorrido, pues cualquier paso que añadir a los ya dados sería una baza suicida. Si ella se hubiera burlado de mi torpeza seguramente estaría ya encogido, pero al verla taciturna y amargada, pensando seguramente en su torpeza propia, o incluso en los placeres, sean cuales sean los que esperara de esta situación, de cuyo gozo acaba de ser privada, mi ánimo no se resiente del paso en falso, y sigo llevando el peso de la partida. “Deberías ir al servicio”, le propongo. “¿Para qué?”, contesta ella. “Estoy seguro de que lo más divertido que pueda pasar ahora sucederá bajo esa condición”. “No voy a ir al servicio”, contesta tajante. “De acuerdo. Iré yo.” Soy consciente de que la desconcierto con estas alternativas ingeniosas. Parece controlar con virtuosismo un sinnúmero de variables siempre que pertenezcan al comportamiento convencional. Pero mi imaginación, incapaz de prever así lo cotidiano, me proporciona movimientos que ella no espera, y frente a los que no encuentra tiempo para reaccionar. Cuando abandono la mesa he dejado atrás un rostro derrotado, pero que apenas, valoro sucintamente, ha empezado a pagar el precio de su soberbia.
La ventaja de no tener tarea genuinamente urgente que realizar en el baño me permite atender a un cálculo preciso de los tiempos atribuibles a cada una de las acciones que, presumo, se van a suceder desde el momento de mi desaparición. El camarero, pendiente como está de todo cuanto acontece en nuestra mesa, no habrá pasado por alto mi ausencia. Dejándome el tiempo justo para asegurarse de que me entrego al trabajo que me supone, seguramente orinar, sin peligro ya de que cualquier rectificación me devuelva momentáneamente a la mesa, se habrá aproximado a ella y, curtido en la práctica de estos flirteos, y sabiendo que ésta y no otra es su oportunidad, abordará la cuestión de manera absolutamente directa. A juzgar por el ánimo en el que ha quedado ella, no descarto que lo rechace, al menos en principio, cosa que él contará ya entre las reacciones más frecuentes y probables, y para cuyo contrarresto tendrá con seguridad automatizada una técnica que puede perfectamente consistir en extenderle una tarjeta con su número de teléfono. Teniendo en cuenta que todo esto ha de suceder antes de que yo termine en el aseo, el medio de sorprender in fraganti esta jugosa escena es abandonar mi posición antes de lo que sería previsible, es decir, ya. Lo más deseable sería lograr interceptar la tarjeta. No me cabe duda de que yo sería capaz de dar una ingeniosa salida a este trance, que prefiero no preparar, y dejar al albur del electrizante entusiasmo que en este momento domina mis actos.
Doblo la esquina que pone la mesa al alcance de mi vista y compruebo, como primer hecho relevante, que el camarero no se encuentra allí. Esta posibilidad, aunque decepcionante, estaba también prevista, y continuo metódicamente con mi plan, cuyo siguiente paso es buscarlo para, localizado, calcular el tiempo mínimo que lleva alejado de ella. Debo parar un momento porque no lo encuentro por ningún lado. Tarda unos segundos en aparecer desde la cocina, lo cual descabala mis cuentas, salvo en que me brinda la posibilidad de pensar despacio y colocar cada reflexión, dado que, a lo que se ve, nada ha sucedido. “¿Ya?”, me dice ella cuando vuelvo a sentarme. Su tono no es alegre, pero sí victorioso. Mas su victoria, ¿cuál es? ¿Ha conseguido demostrarme que me equivocaba, y espera ahora que acepte haber alimentado una paranoia? ¿Ha logrado dejarme con las manos vacías, esquivando mi tentativa de sorprender su ofensa, y postergando ésta para cualquier otra ocasión más propicia? ¿Ha esquivado mi vigilancia más directa, haciendo alarde de aptitudes muy superiores a las mías, y guarda ya en su bolso una servilleta donde aparecen precipitadamente trazados los dígitos que la conectarán el algún momento con el indígena? ¿Están perdidos esos números ya en el laberinto de su populosísima agenda, donde me sería imposible reconocer un nuevo contacto?
La derrota y la duda me atormentan por igual. Quisiera encontrar el modo de volver todas mis angustias contra ella. Quisiera que esta humillación se multiplicara y recayera sobre su ostentosa dignidad de campeona inmaculada. Quisiera encontrar la jugada maestra que volviera la partida entera del revés, convirtiendo la derrota completa en victoria definitiva.
Llamo de nuevo al camarero. “¿Tenéis erizos?”, pregunto con naturalidad. “Hay una ensalada de erizos en la carta”, me contesta a título de anécdota. “¿Se ha quedado con hambre?” “Siempre me tomo un erizo después de comer”, afirmo rotundo. Alcanzo a descifrar mi nombre conformado en un hilo de voz que, ¿de qué otro lugar?, debe haber salido de la boca de mi compañera. El bronceado joven, por el contrario, permanece en expresivo silencio. “¿Me puedes traer un erizo, por favor?” explicito. En un desesperado esfuerzo por resultar profesional en las más exigentes circunstancias, da forma a una orden que jamás ha escuchado antes y que nunca volverá a escuchar. “¿Un erizo emplatado?”. Es inútil que intente salir airoso. Estoy en mi medio, y cualquier improvisación para salvar las apariencias será contestada con un compromiso aún más ungido en veneno. “¡Emplatado vivo!”. Se retira conservando un decoroso grado de equilibrio. Para cuando reaparece con la insólita orden, me he provisto ya de una roca de buen tamaño. Deposita ante mí un plato sobre el que descansa una esfera espinosa de unas dimensiones más bien mezquinas. “Viene con las espinas, porque si le hubiera quitado las espinas se habría muerto.” Me habría gustado obsequiarle con el deleite de su propia frase, que parece un homenaje a mi actuación, pero me debo al espectáculo y éste requiere aún de su apoteosis. Ante su mirada perpleja hago surgir la piedra que reposaba a mis pies, y, alzándola sobre mi cabeza, descargo sobre el hirsuto alimento un golpe desproporcionado.
No sé si soy yo el que calla, si callamos los tres, o si se ha callado el restaurante entero. Sí me ha parecido apreciar en sordina el chasquido cremoso de la porcelana quebrada. Se diría, no obstante, que la mesa ha resistido. Levanto la roca sin hacerme la menor idea de qué voy a encontrar debajo. Cierta forma imprecisa de sufrimiento en lo que allí aparece indica que, efectivamente, aquello, antes, vivía. Un terrible cargo de conciencia cae sobre mí, como si fuera el rebote retardado de la roca. Miro al camarero y, mientras lo despido con una sacudida de la mano, procuro dar pie a que recupere su tranquilidad: “Se hace así”. Él asiente, quizás mientras aún dirige sus ojos hacia nosotros, pero tal vez lo haya hecho cuando ya estaba de espaldas.
El silencio reina de nuevo en el camino de vuelta al hotel. Conduce ella, y las controvertidas circunstancias del día despiertan en su conciencia la capacidad de reconocer el trayecto correcto para volver desde una playa que ha visitado hoy por vez primera. Yo me encuentro desconcertado y mi pensamiento del todo inestable, con diversas y contradictorias emociones sucediéndose sin más relación que formar parte del rosario que ha salpicado las últimas horas. Seguramente esa desorientación me hace valorar como repentina la risa de ella, cuando en realidad ha debido de venir abriéndose paso desde hace ya un tiempo considerable. Ahora ríe a carcajadas, y me mira de vez en cuando como si yo estuviera siendo el más participativo y cómplice compañero de alegrías. Entiendo sin dificultad dónde está la gracia del asunto, pero prácticamente puedo asegurar que en nada contribuyo al ambiente festivo, salvo porque el desamparo que transmiten mis ojos, cada vez más abiertos, sea el combustible idóneo para su felicidad.
El agotamiento con el que se alcanza el hotel tras un día de playa es uno de los más insondables misterios vacacionales. Se diría que, tras una jornada de práctica inactividad, uno querría entregarse, por ejemplo, a una contundente sesión de ejercicio físico. Sin embargo, y a pesar de haber dormido generosamente durante la noche, la cama nos retiene como una camisa de fuerza durante un período interminable. Al reincorporarnos ha empezado a doblegarse el larguísimo día de agosto. Es tiempo de prepararnos para la obligada salida nocturna, que las agencias de viaje promocionan enigmáticamente como “el momento de la diversión”.