Cosas de la lengua
Por Francisco Traver Torras
La mayor parte de la gente no lo sabe pero el lenguaje no tiene nada de neutral, es por así decir, portador de múltiples significados. Y no sólo eso sino que a pesar de la apariencia monolítica es ambiguo y portador de desencuentros múltiples entre los comunicadores adscritos a sus cláusulas, es decir nosotros.
Pocas veces pensamos en que el lenguaje es una colección de símbolos finitos que dan lugar a significados infinitos a pesar de su finitud. Es curioso que tan solo con 27 letras seamos capaces de componer un número tan alto de palabras, de acciones y de intenciones.
No me refiero tan solo a las leyes gramaticales sino sobre todo a los tres niveles del lenguaje que componemos con nuestras palabras y de los que muchas veces no somos conscientes. Es como si el lenguaje solo atendiera a sus propias reglas y anduviera emancipado de quien lo usa. Recordaré a continuación, esos niveles:
- Nivel denotativo, “lo que se dice”.
- Nivel connotativo, “como se dice”.
- Nivel pragmático o contextual, “a quién, dónde y en que contexto se pronuncian las palabras”.
La mayor parte de los enredos, peleas y desencuentros entre las personas proceden de la confusión de estos tres niveles de lenguaje y sobre todo la incapacidad para discriminar en qué nivel las palabras fueron pronunciadas y sobre todo: ignorar que toda formulación remite inevitablemente a otro plano de definición.
Un conocido mío iba un día por la calle y una mujer que no conocía de nada se le acercó y le preguntó de forma abrupta ¿Por qué engañas a tu mujer?. Esta persona que mantenía en secreto una relación amorosa con su secretaria acudió a mi días más tarde en un estado de angustia mientras se hacia la siguiente pregunta:
– ¿Cómo sabía esa mujer lo de mi secretaria?
Era muy fácil, así que le aseguré:
– No lo sabía, sólo tú lo sabes, pero es suficiente para que te sientas intimidado por aquella “acusación”.
Con todo, lo importante de este ejemplo no es la “culpabilidad” reactiva e inducida por aquella acusación sino la siguiente pregunta que me formuló.
– ¿Entonces si ella no lo sabía por qué se dirigió a mí en esos términos?
– Probablemente porque está loca, le aseguré.
Efectivamente una confusión constante y radical de esos niveles de definición es propia de la locura, pero no sólo de ella como veremos más abajo. Lo que le sucedía a esa mujer que andaba por la calle en plan inquisitorial con todos los viandantes que se encontraba a su paso es algo así como esto:
Ella fue engañada por su marido o pareja y precisamente por ello enloqueció. Al enloquecer a causa de este sufrimiento echó mano de la proyección, un mecanismo que permite sacar fuera lo que está dentro. La proyección se transformó en una conducta concreta, la acusación y toda acusación se transforma en miedo o intimidación en la otra parte. Esta es la secuencia completa de comunicación entre la mujer desconocida y mi atribulado conocido.
Y si digo “enloquecer” es a causa de una conducta apragmática que se encuentra en la base de esta interacción. ¿Por qué dirigirse a un desconocido y no a la pareja infiel?
Precisamente porque aquella mujer se hizo un lío con los niveles de definición del lenguaje y perdió la noción de que aquella pregunta debía ir destinada (nivel pragmático) a su pareja, pero no a un desconocido.
Vale la pena señalar que esta confusión no es una simple confusión de personajes, no se trata de un falso reconocimiento, sino de una generalización que podría traducirse así “todos los hombres sois unos crápulas infieles” en el nivel denotativo.
Nótese que la anterior afirmación no es una afirmación alienada y aunque puede discutirse se trata de una opinión sin más. Lo que le da el carácter patológico no es la afirmación en sí, sino hacerlo de forma acusatoria (connotación) y hacerlo a un desconocido (descontextualización).
Pero no hay que llegara pensar que todos y cada uno de los errores en el procesamiento de las señales lingüísticas son casos extremos de patología mental. Hoy sabemos que la mayor parte de las discusiones entre parejas, por ejemplo, son errores en la tipificación de estos tres niveles por donde discurren las narraciones que construimos.
Nosotros los psiquiatras y también los psicólogos somos expertos precisamente en escuchar y comprender estas quejas, pero no lo supimos hasta que los terapeutas comunicacionales nos enseñaron las leyes del lenguaje que se ponen en juego en toda interacción entre seres hablantes.
Una queja muy frecuente entre las mujeres y destinada a su parejas suele ser esta: “no me ayuda” o esta otra “no me escucha” o esta otra “no me deja ser yo” ¿Qué hay de verdad en todo eso?
Los maridos parejas-consultados suelen defenderse de estas “acusaciones” con argumentos verosímiles a veces y otros con la “huida del campo” una forma comunicacional que da grandes réditos a los hombres, me refiero a esa especie de “sordera electiva” con que se relacionan con sus parejas o bien esa estrategia tan masculina de la evitación de los discursos femeninos.
Fueron esos mismo terapeutas comunicacionales los que descubrieron lo que se llama la causalidad circular, donde una acusación va seguida de una sordera o de un sabotaje u olvido que a su vez genera otra acusación y así hasta el infinito. Lo importante de esta secuencia de hechos predecibles es que generan en ambos miembros de la pareja desmoralización e indefensión que termina por socavar los cimientos de cualquier unión. En la causalidad circular lo importante es que cada miembro de la pareja está convencido de que sólo está reaccionando a las maniobras del otro sin caer en la cuenta de que él mismo está realizando acciones concretas para robustecer el bucle sin fin de la causalidad circular.
Es bueno recordar ahora las tres etapas por las que han pasado las técnicas comunicacionales para tratar de ayudar a resolver los enredos del lenguaje. Estas tres etapas constituyen cada una a su modo, tres estilos de maneras de contemplar los enredos comunicacionales:
1.- La comunicación es el problema.
2.-La definición del problema es el problema.
3.- La solución del problema es el problema.
En el caso de la mujer que se queja de que su pareja “no la ayuda” -con independencia de que sea verdad o no, más abajo volveré sobre la verdad- existe una definición del problema que es precisamente la causa del problema. En su aspecto denotativo la frase es de lo más neutral, no así en el aspecto connotativo (pues se trata de una queja, acusación) ni sobre todo lo es en su aspecto pragmático, pues la frase remite inmediatamente a otra de un nivel superior que queda oculta: mi marido no me ayuda (cuando yo digo que hay que ayudar). Nótese que en lugar de haber una negociación sobre cómo, cuando y quién ayuda a quién y en qué tareas, lo que hay es una velada imposición frustrada por el sabotaje de la otra parte y el consiguiente enfado.
Cualquier comunicación que se establece entre dos personas tiene que abordar alguna vez el tema del poder. Puesto que no es posible pensar en una interacción humana ajena al mismo (como tampoco es posible imaginar una pareja sin sexo), se hace necesario negociar constantemente las cuotas de poder en cada miembro de la pareja o familia. Es por eso que las relaciones duraderas y exitosas son aquellas donde existe una continua negociación del poder, mientras que las parejas que se rompen son aquellas donde el poder no pudo ser negociado y todo quedó en sabotajes parciales o totales al poder del otro.
Y la manera de escapar de esos bucles circulares de acción-reacción es precisamente comunicar sobre el contexto, comunicar sobre -acerca de- la relación, en lugar de comunicar sobre los hechos concretos. La manera de escapar de ese bucle diabólico es precisamente metacomunicar.
La realidad y las ficciones narrativas mantienen entre sí una extraña relación y es necesario volver ahora sobre la queja de la mujer atribulada porque su pareja “no la ayuda”. He sostenido que la causa del problema es precisamente la definición del problema y las acciones destinadas a ponerle remedio. En ningún momento hay que pensar en que la queja no es razonable o verdadera. Es muy posible que lo sea y sabemos que lo es precisamente porque es una queja demasiado común para ser ficticia. Pero toda queja ha de conocer y explicitar también su parte pragmática, pues toda queja es una reclamación de poder y el poder no se negocia a través de la queja.
Las quejas son siempre, aun verdaderas, fruto de una descontextualización.
Construimos narraciones precisamente porque no tenemos acceso a la verdad. En este caso a la verdad psicológica, tanto a la interna como a la externa. No reconocemos nuestra pulsión por el poder, no reconocemos nuestra parte de responsabilidad en la manera en que nos relacionamos con los demás, somos bucles extraños replegados en nosotros mismos y miramos siempre hacia dentro, estamos orientados hacia el Yo y la provisión de nuestras necesidades, no somos en definitiva objetivos nunca, somos jueces en cada parte. Nos sentimos siempre inocentes y le adjudicamos al otro su cuota de maldad o de locura cuando nos sabotea en lo más íntimo.
Y tenemos muy escasas habilidades de negociar una relación, por eso preferimos imponerla y por eso nos sabotean, para volverse a quejar más tarde.
Salir fuera del campo de la denotación es necesario para eludir las consecuencias de la causalidad circular, pero no existen varitas mágicas para resolver problemas endemoniados, solo podemos aspirar a disolverlos al cambiar su nivel de definición. Una relación humana está destinada a la tensión y se columpia en un equilibrio inestable roto siempre en favor del uso y abuso del poder, sea consciente o inconsciente, larvado o premeditado.
A partir de hoy mis lectores deben realizar el siguiente ejercicio (auto-aplicable cada vez que se enfaden con su pareja):
¿Cuántos gramos de poder oculto existe en cada queja?¿Cuántas quejas somos capaces de construir para mantener oculto nuestro deseo de poder?