Restaurante La Barraca Negra – Albufera de Valencia
Por Ramón J. Soria Breña
Sebastián Vicent, aunque tiene treinta y pocos ha ejercido ya de chef en muchas ciudades del mundo. De la popular tasca “Guapita” de Valencia se fue con menos de veinte años a las cocinas de un hotel gigantesco en Chengdu y luego a San Francisco, Tokio, Madrid, Bruselas y Londres. En Chengdu conoció a una cocinera china llamada Lia, se enamoró de ella. Hace tres años decidió volver a sus orígenes. Sus padres tenían un pequeño huerto y una barraca cerca de El Palmar y ellos se gastaron todos sus ahorros, pidieron un crédito, empeñaron su alma y convirtieron la barraca abandonada en un pequeño restaurante de apenas doce o catorce mesas. Sebastián y Lía dominan todas las tendencias, manías, novedades, trucos, secretos, guisotes antiguos, modernos, postmodernos, construidos, reconstruidos, tecnoemocionales o primitivistas pero también abandonaron todo eso. Leímos hace años la excelente crítica que les hicieron en la revista The Global Gourmet cuando estaban en las cocinas del “Adobe” en San Francisco.
En su restaurante sólo hacen arroz y para mayor riesgo sólo hacen dos tipos de arroces en paella: una arroz de verduras y otro con anguila, pollo, alcachofas y caracoles si es temporada. No tienen aperitivos, ni entrantes de ningún tipo, salvo aceitunas machacadas y una ensalada muy simple de tomate y lechuga de su huerto, cuando es temporada o de tomates secos y anchoas cuando no lo es. Es decir, es un restaurante de los llamados “kilómetro cero” y además sin menú ni ninguna distracción ni libertad para el cliente. Allí se va a comer “el arroz de Sebas y su china” como me dijo un paisano cuando, perdido en un carril entre naranjales y cañizos, le pedí indicaciones para lograr llegar al escondido restaurante. Dos insignes y creíbles periodistas gastronómicos me hablaron inquietantes maravillas de esos arroces tan simples, uno de ellos, viejo amigo, me pasó la tarjeta –en valenciá y en chino, tiene su gracia-, entonces era septiembre, andaba por Denia y deseaba acercarme, curiosear, comer el dichoso arroz y… en efecto, pude reservar mesa, pero… ¡para el 3 de septiembre de un año después!, es decir, para septiembre de este año. Pensaba que era una broma.
Antes de pasar a comentar el misterio de este restaurante por fin desvelado, es importante hablar del fenómeno paella como plato españolísimo “de destino en lo universal” o cómo, bajo el título de ese guiso, se han perpetrado y perpetran crímenes horribles que deberían tener pena de cárcel en celda de aislamiento. Tenemos los pack industriales, con el caldo deshidratado o en lata, los comistrajos etiquetados como paella de la sección de precocinados del supermercado, las paellas momificadas o ultracongeladas a elegir en todo tipo de sabores y colores que nos ofrecen o amenazan desde miles de restaurantes para turistas y esos arroces que se recalientan en miles de restaurantes, hechos en la famosa paella, pero con ingredientes de orígenes y calidades sospechosas, carnes sobronas, mariscos revenidos, verduras de lata, arroces evaporados y amalgamado todo con grasa neurotóxica y colorante fluorescente o radioactivo. Me asombra que los turistas admitan la trampa, el engaño o el crimen, me admira que los aborígenes hayamos transigido con el paellicidio y hasta a veces devoremos tan grasientos mejunjes, me tiene desquiciado que las autoridades de protección de la cosa cultural hispánica no digan nada y traguen con tan masivo y rentabilísimo desaguisado. Pero dejaré de hacer política con las cosas que nos llevamos a la boca. Recordemos de nuevo que paella es el cacharro en el que se cocina un arroz seco y olvidemos el resto de tóxicos inventos destinados a ganar dinero y arruinar el paladar y el estómago a millones de incautos.
Vuelvo a “La Barraca Negra” que así se llama el restaurante de Sebastián y Lia. Olvidemos las pesadillas antes apuntadas y recordemos el delicado, intenso, inolvidable sabor de su “arroz de huerta” y de su “arroz de anguila y pollo”. Si, pero también la minimalista maravilla de su ensalada de tomate y lechuga, con chorreón de aceite, gotas de vinagre, sal y ¡nada más! Verduras que además estás viendo mientras comes porque en los días buenos sacan algunas mesas fuera y comes, no en un jardín, no en una terraza con macetones de atrezzo, sino ¡en la misma huerta!, aspirando el perfume inconfundible de los tomates maduros y las pimenteras en sazón. Las anguilas y los pollos son engordados también cerca de allí y el arroz es de una exploración ecológica llamada Riet Vell que conjuga agricultura sostenible con protección de la naturaleza.
La barraca por fuera no es distinta de la idea que tenemos y que he hemos visto en las televisión (¿recuerdan la serie Cañas y Barro?… los menores de cuarenta seguro que no) pero por dentro la sala es muy moderna, suelo de madera envejecida en un tono muy blanco, mesas redondas hechas para el restaurante de distintos tamaños, sillas de cedro en madera cruda y ningún otro adorno o distracción salvo un rincón donde hay una estufa antigua de leña que se trajeron de Londres y una docena de fotos que recuerdan la andadura de la pareja de los jovencísimos anfitriones por las cocinas del mundo. ¿y la vajilla?, ah, si, se me olvidaba. Es que no hay, deberemos comer el arroz en la misma paella y con cucharas y tenedores fabricados en quebracho, una madera dura de origen nicaragüense, allí se las fabrican de forma artesanal según el diseño de Lia. Quién haya utilizado alguna vez un cubierto de ese material recordará cucharas bastas y gruesas, ásperas al tacto en la boca, sin embargo el diseño de Lia es finísimo y su pulido no difiere en tacto a una cubertería de acero, salvo que no te quemas la boca si dejas el utensilio en la paella, porque no se calienta (la peculiar vajilla es de un solo uso, el cliente se la puede llevar a casa su cubierto si lo desea). Entonces descubrimos el porqué de las mesas redondas de distintos tamaños, su diámetro se ajusta al diámetro de cada paella según sea esta para dos, para cuatro, para seis o para diez. Sólo así es cómodo comer directamente de ella.
La larga espera de un año se merecía pedir “todo el menú”, así que saboreamos el platillo de aceitunas amargas con una cerveza artesana estupenda, turbia, de amargor limpio y bien fría. Luego la ensalada fresquísima y los dos arroces mojados en un clarete de Requena (en la carta de vinos sólo tienen vinos de Valencia y de Aragón). El postre también tiene su peculiaridad, el comensal se levanta y escoge de varios fruteros situados en la zona de las fotografías las frutas de temporada que se estén dando en el huerto, aquel día había higos de cuello de dama y melocotones blancos. Tras elegir la fruta, pasa a la cocina y nos la presentan pelada y limpia, sin ningún adorno, en unos cuencos de loza primitiva china de color negro. Remata la faena un té sin teína, es decir una infusión de diversas hierbas digestivas de mezcla secreta, aunque yo detecté melisa y vainilla auténtica. No tienen café, ni licores variados, sólo un pura malta de las tierras altas, artesano y excelente.
No diré nada de la exquisitez del arroz, eso deberá probarlo el glotón que se atreva a buscar el lugar y soportar esos tiempos de espera. Pero me gustaría anotar con letras muy negritas que los tropezones de pollo y anguila, su sabor, no podré olvidarlos mientras viva. No debería contar que luego, tras comernos los dos arroces, rogamos a la cocinera que, si le había sobrado, nos sirviera algunos trozos más de anguila y pollo y nos explicase que clase de aliño o adobo llevaban esas carnes, accedió a lo primero, pero no a lo segundo.
Sebastián o Lia están tanto en la cocina como en sala y se demoran con los clientes explicando con amabilidad y paciencia el porqué del reducidísimo menú. Escuché que, aunque es Sebas el encargado del sofrito, la maestra arrocera es Lia Zhao. La Barraca Negra nace con una voluntad de cuisine du terroir, neoprimitivista y de kilómetro cero, por utilizar los términos al uso, pero también con una clave muy china. En muchas ciudades de ese país hay pequeños restaurantes monotemáticos que llevan haciendo un solo plato y sirviendo sólo ese guiso durante generaciones, alcanzando por esto una perfección que sólo entendemos cuando estamos allí y degustamos ese guiso, sea una sencilla sopa de pollo, unas gambas fritas o unos rollitos de verdura. De esta filosofía participa también este raro restaurante.
Nota presupuestaria:
Para dos personas: aperitivos, ensalada, los dos arroces distintos de ración “valenciana”, vino y postre: 120 euros.
Nota relax:
El restaurante tiene colgadas entre los naranjales varias hamacas grandes de tipo brasileño para hacer una buena siesta si se desea.
Nota chismosa:
¿Qué rancio crítico gastronómico de estirada etiqueta estaba allí, con toda su familia, el día que fuimos nosotros a comer?, nunca pensé que le vería comer sin plato y con cuchara de palo. ¿Qué ex presidente del gobierno y su reluciente señora daban cuenta del arroz de pollo y anguila sin cortarse en rechupetear bien los caracoles?, ¿Qué rockero ilustre que tocaba ciertas campanas tubulares no paraba de reír, hablar con Sebas en inglés y admirar a cada cucharada las excelencias del arroz? Y todo eso allí, un anodino jueves de septiembre, en el Palmar, al final de un carril perdido muy cerca de La Albufera…
Ramón J. Soria (Gastropitecus Glotón)
Fotografías de: http://historiasdeveronica.blogspot.com.es/
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