Restaurante El Barco Caníbal II. Barcelona (de quienes lo hicieron posible)
Posted on 3 septiembre, 2012 By CC Gastronomía, Paraísos glotones, portada
NOTA: Procedemos a exponer aquí, de forma más o menos novelada, quienes fueron las personas que hicieron posible este famoso restaurante que comenzó su periplo en la Barcelona del 92 y se hizo mítico, sobre todo, en los puertos de Marsella, Cannes y Mónaco)
…No he olvidado aún a mis hermanos aunque hace mil años que no sé de ellos. Un día madre se fue. No nos abandonó. Se fue. Yo ya tenía dieciseis años. Escribió una larga carta que nos leyó a todos Mao, el mayor. No recuerdo ahora lo que nos escribió aunque yo conservé esa carta muchos años y muchas noches la leí y releí hasta aprendérmela de memoria. Quiero vivir mi libertad… nos encontraremos en el futuro… cuidaos entre vosotros… el Sir tiene instrucciones. Muchas cosas. Nadie lloró. Todos entendíamos a mamá. Nos había dado más de la mitad de su vida y ahora deseaba tener la otra mitad para ella sola. Era lo justo. Eso nos dijo Mao al final. Me parece justo ¿no creéis?. Todos asentimos sin decir nada, desconcertados, muy tristes, mudos. Para Sir John Pierce Mac-Pearson éramos como sus hijos y Jim, Jack, Winston eran también nuestros hermanos. Estudió el que quiso y el que quiso encontró buenos trabajos gracias al bodeguero.
Mao hizo ingeniería junto con Jim en Londres. Ya desde niños les dio por destripar motores. Se pasaban horas y horas en el taller mecánico del Dionisio que estaba cerca de las bodegas, ayudando en las reparaciones y llenándose las uñas de una grasa negra que no se quitaba con nada. Pero Jim cuando terminó la carrera volvió a la bodega a hacerse cargo del negocio familiar entonces en crisis y Mao encontró trabajo en unos astilleros donde se fabricaban enormes petroleros de trescientas mil toneladas, barcos inmensos, monstruos de los mares que transportaban la savia venenosa de este mundo. Pronto se convirtió el jefe de diseño, inventó hélices más eficientes, transmisiones más ligeras, sistemas de doble tanque, pilotos automáticos. Era un tipo formidable en su trabajo, pero tras el desastre del Exxon Valdés dejó la compañía. Él había diseñado el nuevo sistema de navegación automático y aunque lo que falló y produjo el desastre de llenar el precioso estrecho del Príncipe Guillermo de millones de litros de chapapote tóxico fue un error humano de los oficiales del barco, supongo que se sintió de alguna forma responsable. Se pasó los siguientes cinco años de su vida de oficial mecánico en cargueros de mala muerte y banderas de conveniencia que transportaban por el mundo de todo y no siempre muy legal. Cada carta suya que recibía estaba remitida desde una ciudad distinta hasta la última escrita desde la prisión de Dongling en la ciudad china de Shenyang. Estoy bien. No te preocupes. Saldré pronto. Avisa al Sir. No recuerdo si le pillaron sacando disidentes perseguidos o traficando con inmigrantes. Él solo mantenía los motores a punto. Se pasó cinco años en una pestilente cárcel china. Entró con cien kilos de cuerpo y algo de sobrepeso y cuando le soltaron pesaba menos de sesenta y odiaba el arroz blanco. Yo estaba estudiando cocina en París, en “Le Cordon Bleu” junto a Winston que tenía mi misma edad. Un jueves de febrero llegó Mao hasta la escuela de cocina. Nos pareció un cadáver andante. Se pasó comiendo las pruebas de clase toda la tarde, un montón de lenguados en salsa de mostaza con tres botellas de Sauternes frío que le compró Winston. Durmió dos días en nuestro pequeño apartamento y se largó sin despedirse.
Mi hermano Alexis, el segundo, amaba el mar. A los dieciséis abandonó los estudios para desesperación del Sir porque era de largo el más inteligente de todos nosotros. Consiguió trabajo como pescador de altura en un atunero. Era guapo, fuerte, desenvuelto, políglota, ligón. Ahí en esas cajas tengo muchas fotografías suyas con atunes enormes, de verdad dioses de los mares, divinidades sabias que ya no existen, convertidas ya hace muchos años en sashimi. En otras fotografías abrazaba a mujeres guapísimas, diosas de los mares, de esas que creemos que no existen y que sólo él saboreaba como el mejor de los sashimis, frescas y crudas. Debía de tener treinta cuando tuvo que salir por pies de Bilbao porque un armador le pilló en la cama con el nabo metido en el culo de su hija querida. El tipo ordenó a unos matones franceses que dieran cuenta de él. Vaciaron los cargadores de sus armas mientras Alexis, desnudo, se escapaba mar a dentro después de lanzarse al agua desde las rocas del Peine de los Vientos en Donosti. Había sido campeón de natación en el colegio. Le creyeron ahogado. Tuvo mucha suerte. Logró llegar hasta la cubierta de un pequeño barco de bajura, un almejero cuyo patrón, un viejísimo lobo de mar que solo habla euskera e inglés. Betiri, que así se llamaba el anciano pescador, le dejó ropa seca y una botella entera de aguardiente de manzana. Más adelante hablaré de Betiri. Alexis llegó a París la semana de nuestra graduación. Habíamos sacado el título con honores y teníamos pensado irnos a San Francisco, a ver mundo, y trabajar en el Mayes Oyster House, el restaurante de un viejo amigo del Sir. Dejamos nuestra casa a Alexis. Fue él quién utilizó esa expresión de el nabo en el culo de la rubia, que a Winston y a mi, con diecinueve recién cumplidos y extensos conocimientos culinarios en las variedades de zanahorias, rábanos y nabos, nos dejo pasmados. Es que a ella le encantaba, pero al padre no debió de parecerle muy bien. Aún me persiguen esos gansters. Me quedo en vuestra casa unos días y luego desaparezco chicos.
Del otro hermano, Luca, ya no recuerdo su cara. He tenido que sacar ese viejo recorte del periódico El País y esa foto junto a un avión azul para poder recuperar sus ojos risueños y el rictus burlón y arrogante de sus labios. Junto a Jack, estudió leyes en Oxford. En el Saint John’s College, tuvieron de compañero a un tipo llamado Tony Blair que luego llegó lejos, pero ellos no terminaron los estudios y se dedicaron diversos negocios mineros en lugares difíciles del mundo, Ruanda, Somalia, Liberia. Las cosas les fueron muy bien y luego algo mal. Recuerdo que alquilaron ese pequeño Jet de la fotografía para llevarnos de San Francisco a Nueva York a Winston y a mi, además inyectaron unos cuantos miles de dólares para la reforma de cierto restaurante de postín que nos contrató con los brazos abiertos. Una semana después salieron sus fotografías en las páginas de este periódico español acusados de haber robado diamantes a no sé qué ladrón, asesino, tirano, expoliador presidente corrupto de cierto pequeño país africano. No les sirvió eso de que quién roba a un ladrón tiene cien años de perdón. De nuevo amigos del Sir consiguieron identidades nuevas para Luca y Jack con la ayuda de un buen cirujano plástico de Ginebra porque el dictador había pagado un buen puñado de diamantes para que sus cabezas y sus penes acabasen disecados en su sala de trofeos. Creo que Jack trabaja ahora de broker en la City. Luca se hizo patrón de barco de recreo. Su trabajo fue entonces pasear turistas por las calas de Menorca, emborracharse con buenos vinos, presumir de un barco que no era suyo y sentirse solo cuando volvía a puerto y debía dormir en un chabolo que hacía de oficina de la empresa. Su jefe era un mafioso constructor e ilustre prohombre de la isla que de cuando en cuando utilizaba el barco como picadero. Una vez subió su jefe al barco a dos niñas para tener una juerga. No tendrían más de doce años, te lo aseguro. Me negué a arrancar el motor. Mentó a nuestra madre. Le dí una buena paliza al cabrón pedófilo y me largué de allí. Eso nos relataba mientras daba cuenta de tres docenas de ostras que habían sobrado esa noche en el River Café, en Nueva York. Al día siguiente Winston se volvía a Londres para trabajar en una cadena de asadores de carne irlandesa y yo me quedé dos años más allí, aprendiendo a salsear con una matrona dominicana que hacía vudú, a asar chuletones de un kilo de un negrazo panameño aficionado a la carne cruda, a perfeccionar mi cocina francesa de un chef adicto a que le mearan y que le metieran el puño en cierta parte y a descubrir la cocina casera china de un músico exiliado que tocaba la flauta de bambú y sobrevivía de cocinero semi esclavo en un tugurio de Harlem donde hacían la mejores sopas del mundo. Me alegra mucho recordar bien las caras de todos esos maestros. Me enseñaron a ser cocinero de verdad, practico, resolutivo, libre, con genio. Me demostraron que la amistad que se forja en los infiernos de las cocinas nada la rompe. Tras zamparse las Ostras Luca se fue a México hasta que montamos aquel circo del “Barco Caníbal”.
Mi hermano Juan tenía tres años más que yo. Se fue a Madrid a estudiar medicina pero lo dejó en tercero de carrera por un puesto de pinche en Zalacaín. El Sir proveía de buenos vinos de Jerez y otros caldos franceses a Jesús Oyarbide. Tanto él como Chelo, su mujer, trataron siempre a Juan como a un hijo. El chef Benjamín Urdiain le enseñó con una paciencia que no tenía con nadie todos los secretos de la buena cocina burguesa y con Custodio bebió de todo hasta tener nariz y criterio de sumillier clásico. Pero a los cuatro años tuvo la oportunidad de un contrato como jefe de cocina de un trasanlántico de lujo ganando cuatro veces más que en el Zalacaín. Aquello sonaba muy bien, tu no te acuerdas pero había una serie en la tele que se llamaba “Vacaciones en el mar” y yo imaginaba algo así. Cocinero de postín ligando cantidad. Pero me harté de echar pienso a mil turistas al día que no les importaba comer verdadera mierda siempre que esta tuviera una presentación, apariencia o aspecto excelente. Todo eran alimentos congelados. Recuerdo haber sacado de las catacumbas de un inmenso congelador una pieza de lomo alto argentino que tenía diez años. Parecía mamut siberiano. Lo servimos para la mesa del capitán con una salsa de ostras y gustó mucho. En cuanto Juan recibió la llamada de Mao con el proyecto del “Barco Caníbal” no se lo pensó dos veces. Preparé un inmenso pastel de cabracho con treinta kilos de merluza podrida que encontré en la cámara con fecha de caducidad más que pasada. Tras servirla, en el barco se produjo un tsunami de diarrea que afectó a todos los comensales vestidos de gala. Pero yo no vi el excelso evento, luego lo leí en la prensa. Ya volaba hacia Marsella en helicóptero para luego tomar un ferry a Barcelona donde Mao nos esperaba.
Mi admirador y médico no conoce esta parte de mi vida como cocinero. Todo esto no está escrito en mi brillante biografía como chef, pero fue allí, con mis hermanos, ese año, en ese barco restaurante, con ellos, donde aprendí a ser un gran cocinero de verdad. Creo recordar que Mao vivió unos años en Hong Kong hasta que un oscuro jefecillo corrupto quiso volver a enchironarle y logró escapar por los pelos de la ciudad. Tenía mujer y una hija en un pueblo llamado Luhé cerca de la costa y su sueño era lograr sacarlos de allí y traerlos a España. Tampoco sé como Mao acabo jugándose a las cartas un riñón en un timba del puerto de Barcelona y en lugar de perder una víscera ganó en la partida un pequeño carguero roñoso, el Blue Normand. A la mañana siguiente, mientras los abogados tramitaban la documentación del traspaso, Mao nos fue llamando a todos con esa idea loca de montar un restaurante itinerante que fuera de puerto en puerto, el “Barco Caníbal”. Todos volvíamos a estar juntos, hasta vino Winston y Jim y Jack prometían ayudarnos a organizar la logística de aquel tinglado demencial. Yo llegué el último. Era un domingo de marzo. Cada uno cargaba con su saco de renuncias, traiciones, huidas, fracasos y dolor, pero juntos, de nuevo juntos, todo parecía brillante, posible, feliz, hasta aquel barcucho pringoso que tenía en la cocina cucarachas gigantes y dos dedos de mierda sedimentada, negra, rocosa.
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