Eos o contra la aurora
Por Francisco de Paula Pestaña Parras
Los griegos contaban la historia de Eos, que no era sino la Aurora. Cada noche, cuando ésta es ya postrera, se despierta de su lecho en Oriente y recorre el mundo anunciando el amanecer.
En una ocasión, Afrodita descubrió que la Aurora había yacido con Ares, su amante más frecuente. Celosa, la diosa del amor maldijo a Eos con una terrible maldición: A partir de entonces sólo se enamoraría de jóvenes mortales. Si con lo que decidió perder a su rival hubiera sido lujuria hacía los seres humanos el castigo podría tenerse por piadoso. Todos los dioses satisfacían frecuentemente sus apetitos con mortales, incluso en ocasiones con bestias todavía más indignas. Pero Afrodita es cruel y se ensaña, y sabe que el amor humilla más que la lascivia. Y en verdad era doloroso ver a la Aurora, toda una diosa, arrastrarse y suplicar por el favor de un mortal, a veces incluso por el de un vulgar esclavo. Muchos la despreciaban, asqueados por ese amor enfermizo, más propio de perras que de diosas, pero otros obtenían provecho de ello. Le sonsacaban acerca del significado de los oráculos o el lugar donde los dioses escondían sus tesoros. Los hombres supieron así gracias a ella mucho de los olímpicos: a la casa de quién pensaban arruinar o a qué ejército otorgarían la victoria en la próxima guerra, todo ello a cambio apenas de las sobras de una caricia. Hay incluso quien asegura que fue Eos quien contó a un joven y hermoso Hesiodo todo lo que nos dejó escrito acerca de los dioses, de sus orígenes y perversiones.
Los divinos acabaron descubriendo quien esparcía sus secretos por la tierra y poco a poco fueron apartando a la Aurora. La expulsaron del Olimpo y si se la tropezaban apenas si le dirigían la palabra, temerosos de que lo que dijeran pudiera llegar a los oídos de cualquier porquero. Así vaga todavía Eos, despreciada por sus padres y hermanos y enamorada de los hombres.
Hubo un tiempo que cuando estaba próximo el día y los pájaros chillaban apiadándose del triste aspecto de la Aurora que se acercaba, ello alertaba a los enamorados que comenzaban a hacer el amor de forma desesperada para demostrar a Eos que la pasión que los unía seguía intacta y persuadirla de que era imposible que el amante abandonara a su amada por una pobre maldita. Los griegos explicaban así el deseo que inunda a las parejas en las horas de la aurora, cuando los cuerpos tendidos en el lecho son como nubes negras de tormenta a las que la más débil brisa o susurro las hace arreciar de nuevo.
Pero es que los antiguos descubrieron también que es durante ese tiempo de la aurora, cuando con más frecuencia mueren quienes se hayan aquejados de fiebres. Por eso en las casas donde se velaba a un enfermo, sobre todo si era joven todavía, las madres reían cuando notaban que expiraba la madrugada, las esposas se mostraban felices y sacaban a los niños a jugar a la puerta, ocultando así el sufrimiento de la familia, no fuera a ser que Eos, intrigada acerca de la causa del duelo, descendiera y al mirar por la ventana del dormitorio se fascinara con el enfebrecido, se tumbara junto a él en el lecho y lo abrazara con fuerza, robándole cualquier poco del aire que durante esos momentos de lucha resulta precioso; o que le contagiara algo del calor terrible de los todopoderosos, elevando así su temperatura todavía más hasta matarlo. Y es que tales eran las formas con las que las gentes de entonces creían que la aurora aniquilaba a los febriles.
Así que, amigo mío, la próxima vez que veas llegar a la Aurora, hazle el amor al hombre o a la mujer que se tumbe junto a ti del modo más cobarde posible. Y si acaso estás solo, no te avergüences de cubrir tu rostro con las sábanas, de taparte como un chiquillo miedoso, aunque ya no te creas joven ni te sientas enfermo, no vaya a ser que Eos te descubra y quede prendada de ti.
Que si algo nos enseñaron los griegos es que, cuando una diosa ama a un mortal, es a ese mortal a quien acaba destruyendo.