Restaurán Pedro, en La Mancha inhóspita
Por Ramón J. Soria Breña
¿Calor africano?, peor, calor manchego, agosteño, seco. Tengo veintipocos, un billete de mil pesetas, una pequeña mochila de lona gris y una dirección del sur escrita en un papel. Vivíamos tiempos salvajes y prehistóricos, no existía el móvil, ni Internet, ni el euro…
Tal vez, además del egoísmo, el dinero, el sexo y el poder haya alguna otra cosa que mueve el mundo y nos empuja a épicas, viajes y locuras equinocciales… ¿el amor?.
Debían ser las dos de la tarde y no transitaba ni un alma en aquella secundaria llena de espejismos, barbechos resecos y secanos segados. No llevaba cantimplora, ni viandas, ni mapa. Mi único objetivo era llegar al sur a dedo o a pata, cosas del amor y sus circunstancias. Con veinte las locuras nos parecen muy sensatas, fáciles y realizables. En la estrecha carreterilla, junto a unos pedruscos rojizos en los que estaba pintado con poco arte un punto kilométrico, descansaba también el esqueleto pellejudo de una cabra que me sonreía apretando sus dientes amarillos y negros. Lejos de pensar en malos farios, consideré la aparición un signo de fortuna. Porque con veinte años además de inconsciente uno es fatuo, crédulo y absurdo, pero eso lo descubrí más adelante. Las chicharras entonaban su rock&roll, el sol convertía cualquier signo de vida en un orejón reseco y comenzaba a sentirme perdido, mareado, muerto de calor pero aquella cabra fósil y apestosa, medio puesta en pie contra la peña en la que estaban pintarajeteados los cientos de kilómetros que me quedaban aún para llegar al mar y al paraíso, la sentí como el mejor de los agüeros. Y así fue. No era un sueño. No era el delirio fruto de mi insolación y mi agotamiento de tres días de autoestop con escasa fortuna y poca pericia. A mi lado paró un imponente Mercedes descapotable de color rojo, conducido por un tipo grandón, barbudo, barrigudo, risueño. ¿Te llevo a algún sitio chaval?.
Nunca agradeceré a aquel hombre lo suficiente que parase. Mi aspecto sucio, greñudo y jipioso no debía ser muy de fiar. Luego descubrí a aquel señor muchas veces hablando de erotismo y de cine por la televisión, pero entonces sólo era un buen samaritano, con pinta de marqués o algo peor, que me sacó de aquella carretera de mala muerte y me agasajó con una generosidad que sólo hoy entiendo. Seguro que si no me hubiera recogido hoy estaría yo también apoyado en alguna piedra de aquella estepa siniestra y desértica, disecado como la cabra, avisando a otros transeúntes inocentes de lo peligroso que es caminar en agosto y a las dos de la tarde por La Mancha confiando para llegar al sur sólo en el amor y en la juventud.
Es la hora de zampar. Dijo el tipo. ¿Has comido?, ¿Te parece que paremos en el pueblo que viene ahora a picar algo?. Es la casa de un amigo, seguro que nos pone algo bueno para comer. Tenía la boca tan seca que dije que sí, pero no me salió la voz. A unos treinta kilómetros se destacaba entre unos pocos chopos una casona grande. Pintado en añil viejo, con letras pequeñas, en una esquina medio tapada por uno de esos chopos milagrosos que debía de beber agua de algún río subterráneo, ponía: “Restaurán Pedro”. En el terragal del aparcamiento dos camiones Barreiros y un tractor oxidado aguantaban el solaco mortal. Entramos. El antro estaba fresco, decorado como lo que era, una venta quijotesca sin ninguna pretensión. El dueño, cocinero y camarero y su señora, saludaron al “marqués” con mil parabienes. Él sólo dijo. Aquí el chico y yo, que tenemos algo de hambre y más sed que un beduino. Ni carta, ni menú del día, ni sugerencias de la casa. Con diligencia y ritmo fueron apareciendo en nuestra mesa: Una ensalada fresquísima de lechuga y tomate, otra de berros, un platazo de berenjenas aliñadas, pichones escabechados, morteruelo templado, pimientos asados con bacalao, pisto con setas y para rematar o morir en el intento unos inmensos galianos o gazpachos manchegos humeantes, espesos y exquisitos. Pero no morimos, más bien resucitamos, gracias a las dos jarras de barro de vino fresco y bueno de la tierra y al café de puchero que tomamos después. Postre no nos sirvió el ventero, por fortuna. Yo hubiera reventado como un globo.
Aguardamos a que el sol se diera por vencido para salir de nuevo a la intemperie. El señor se echó la siesta en una mecedora que los dueños de la casa de comidas le ofrecieron. Yo me apoltroné en el patio, a la sombra de un limonero repleto de fruta y me puse a leer el único librito que llevaba en mi saco, “Lope de Aguirre la cólera de dios” de Ramón J. Sender, muy propio. No pasó ni media hora cuando la ventera, relimpia y algo gruesa, atenta y misteriosa, me saco una jarra como de dos litros de limonada helada con mendrugotes de hielo y hojas de hierba buena. Me quedé sin palabras.
El resto es previsible. El tipo se levantó de la sienta, bebió un buen vaso de limonada, de un trago y sin respirar, se despidió con muchos abrazos y recuerdos de los venteros. Nos montamos los dos en el cochazo y tras muchas horas de carretera llegamos al mar. Me pesa no recordar, tantos años después, de qué estuvimos hablando tantas horas. De su cine, algunas películas me gustan y otras no. De su forma de ser, del tipo amable y simpático que yo conocí entonces esa tarde, sin saber quién era, me gustó todo. Bueno chaval, hasta otra. No dijo más. Eran casi las doce de la noche. Había llegado por fin al sur, al paraíso. No muy lejos me esperaba en un pensión sin nombre, aún despierta y algo inquieta, mi enamorada.
Luego, muchos años después, uno descubre que el paraíso es otra cosa, tal vez el camino y no el llegar, que diría el abuelito Kavafis. Tal vez ese día de la cabra momificada. Tal vez otros días difíciles y duros en los que, sin embargo, la vida se disculpó con uno y pudimos seguir adelante aunque en el camino todo fuera incierto, inhóspito y desértico.
Cuando bajo al sur me paro siempre. Hay que desviarse algo de la autovía y sufrir veinte kilómetros una olvidada carretera trufada de baches. El cartel añil y los chopos frescos tapando la fachada de la venta siguen igual. Los venteros son ahora bastante más viejos pero sus dos hijos les ayudan a servir a los camioneros expertos, a los aborígenes manchegos, a los glotones avisados y a algún turista abducido. “Restaurán Pedro” sigue en la brecha. Yo me siento en la esquina más sombría, la que da al patio con el limonero, en la que casi seguro paró Don Quijote a refrescarse el gaznate, aunque Don Miguel no lo cuente en su libro, por guardar el secreto del sitio, supongo. En la pared hay una foto mediana de mi samaritano con los dueños, una foto de esas dedicadas, tan típicas. Sonríe detrás de su barba blanca. Yo pido siempre una ensalada fresca, tan buena como entonces, el pisto y unos galianos bien calientes. Me da igual que fuera los termómetros se fundan y las cabras se queden disecadas señalando el punto kilométrico del mismísimo infierno. Como con gusto los gazpachos y brindo por él, que vive en el cielo de la memoria de muchos.
Sus películas han pasado a la historia del cine. Para mi él será siempre el marqués del mercedes descapotable rojo que me salvó el pellejo, me invitó a comer y me llevó al sur, al paraíso. Gracias Luis.
NOTA: Se trata de un restaurante sin carta. No obstante, en temporada, hay que pedir la ensalada de corujas con escabeche de perdiz, el famoso pisto con setas de cardo salvajes, el conejo de monte al ajillo y, por supuesto, los galianos o gazpachos manchegos cuya torta de pan especial se hace en la misma casa. De postre sugiero el helado de mazapán, imprescindible.
Ramón J. Soria Breña