Restaurante EL Barco Caníbal. Barcelona (I parte. De cómo se montó)
Posted on 6 agosto, 2012 By CC Gastronomía, Paraísos glotones, portada
Por Ramón J. Soria Breña
NOTA: Procedemos aquí, en tres partes, a contar como se gestó el famoso restaurante “Barco Canibal” que comenzó su periplo en la mítica Barcelona del 92 y se hizo mítico en todos los puertos mediterráneos de Europa en los años siguientes.
El secreto de Mao. Nunca pensamos que aquel barco tuviera otro fin que ir por los puertos del Mediterráneo haciendo felices a sus comensales. Dulce marzo en la Barcelona de noventa y uno, todos juntos, jóvenes, libres, bestias. Olvido a veces sus caras, sus voces, pero no he olvidado aquella primavera dulce, aquel verano maravilloso, aquel otoño de sorpresas.
Mao nos fue llamando uno por uno, seduciéndonos, convenciéndonos, picándonos con esa idea demencial que a todos nos parecía tan lógica, tan buena, tan sensata. Tenía un precioso barco preparado. Tenía todos los permisos y parabienes. Tenía una gran proyecto que sabía que iba a funcionar, un restaurante de lujo, dentro de un bajel que iría de puerto en puerto. La bomba. No nos importó mucho que lo único que tuviera fuera un pequeño carguero de quinta mano lleno de mierda y una idea loca. Al contrario, descubrir al llegar que todo estuviera por hacer nos gustó mucho más.
Mao tenía una mochila de lona verde llena de fajos de billetes de diez dólares, la cara marcada por la tristeza y una energía desbordante para organizar la puesta a punto del Blue Normand rebautizado El Canibal. El casco está bien, solo tiene un siete muy bien reparado a babor de la quilla. El motor está nuevecito, recién cambiado, no tiene ni tres años, un diesel con el doble de los caballos necesarios para mover este tonelaje que ronronea como un gatito mimoso. Lo demás lo van a hacer estos colegas rusos. Cinco tipos que vivían en un barco que llevaba amarrado en una zona marginal del puerto casi cinco años. El armador les había dejado abandonados, sin pagar los impuestos, ni los permisos, ni el amarre, sin gota de fuel, con el motor roto y debiendo a los marineros tres años de salario. Comían de la solidaridad de la gente del puerto y de algo de pasta que les pagó un programa de televisión que contó su caso. Aquellos hombretones de manos duras de buen acero soviético restregaron, lijaron, pulieron, cortaron, desmontaron, arreglaron, remacharon, atornillaron, pintaron todo lo que Mao les ordenaba desde la mesa de diseño que había montado en el puesto de mando del capitán. En tres semanas el zurcido carguero parecía otra cosa muy distinta. Mao era un genio en lo suyo pero aquellos cinco marineros desesperados tenían dedos de artista. En el primer entresuelo de carga montaron las cámaras frigoríficas, la bodega, dos despensas. En el segundo entresuelo un amplio almacén para el mobiliario, los armarios de las vajillas y una cocina que me fue dejando más y más alucinado cada vez que traían los extractores, las parrillas, los fogones, las encimeras de trabajo, los calientaplatos, los lavavajillas y todo era montado, ajustado y rematado como hecho a medida y al milímetro, pero es que el viejo Mao había diseñado aquella cocina así, al milímetro. Aún faltaban los equipos de trabajo, las mantelerías, la cubertería, las vajillas y montar el comedor de cubierta, la mitad al aire libre, la otra mitad bajo techo y con ventanales de vidrio que permitían cerrarlo por completo o abrirlo hasta dejarlo casi como el otro comedor. La mochila llena de dólares de mi hermano mayor estaba ya vacía. Pero bastó una llamada a las oficinas de Jack en la City de Londres para que al día siguiente, la recién creada empresa Barco Caníbal & Co con sospechosa sede en la isla de Jersey, contase con la generosa liquidez de ciertos inversores anónimos. Capital riesgo, balbuceo Jack. Mejor no preguntar. Nadie lo hizo. Otra llamada a Jim que seguía peleando para reflotar las bodegas de su padre para que tres días después llegase un camión refrigerado de color negro y dos tipos alemanes también vestidos con monos de funeral y cara de gansters llenaron la bodega del barco con una fortuna en vinos. Juan fue el encargado de catalogar los caldos, al principio gritaba y reía deslumbrado, luego lloraba y babeaba de gusto cada vez que leía las etiquetas de las cajas y sacaba las botellas de los embalajes. Junto con los albaranes de entrega había una nota de nuestro Jim. Le conté a Benjamín Urdiain vuestra idea y le pareció una gran locura, pero entre él y Custodio me hicieron la lista de la compra de estos vinos. Si os tenéis que arruinar o ir a la cárcel que sea con los mejores caldos del mundo. Eso dijeron los dos viejos. Con el dinero que ha enviado Mao ha habido suficiente. Cuando leí la factura casi me da un síncope.
Un día, antes de que comenzásemos a montar la cocina, apareció en cubierta un extraño ser, grande como el Yeti, con el pelo blanco recogido en una coleta, rosado y arrugado como orejón de albaricoque, hablaba en un idioma extraño, sólo entendíamos el nombre de Alexis entre aquellos sonidos incomprensibles. Mi hermano llevaba una semana metido entre albaranes y calculadoras calientes, haciendo llamadas, pidiendo presupuestos a los diversos proveedores de alimentos que debían ir llenando las despensas del Caníbal en los puertos donde pararíamos. Mao iba a echar por la borda a aquel viejo chiflado cuando salió Alexis de su pequeño camarote de la cubierta de arriba gritando, Betiri, Betiri. Se abrazaban y se besaban ante el cachondeo creciente de todos nosotros y de los marineros rusos. Era Betiri, simplemente. Luego descubrimos que aquel pescador que tenía noventa y ocho años no sólo hablaba euskera e inglés, sino también ruso. ¿Quién era Betiri?. Entonces nos fue suficiente saber que había salvado el pellejo a Alexis transmutado en sireno perseguido por meter el nabo donde no debía. Allí se quedó. Le adoptaron los rusos. Los domingos bebían juntos vodka hasta caer inconscientes, todos menos el anciano que se quedaba sentado en la cubierta más alta con su largo pelo blanco despeinado por la brisa, musitando palabras que no entendíamos, sonriendo, creo que feliz, rodeado de los cinco chicarrones rusos roncando la borrachera.
Juan, Winston y yo seríamos los cocineros. Nos pasábamos el día discutiendo guisos, recetas, menús, salsas, mezclas, inventos. La intoxicación masiva de aquel crucero aún coleaba en la prensa y Juan había sido denunciado por la naviera. Estaba en busca y captura acusado de intento de envenenamiento. Winston se aburría como una ostra asesorando desde Londres sobre menús dietéticos o biodinámicos o emocionales a cierta cadena de hoteles de lujo que le pagaba por ello un montón obsceno de pasta, ya no lo soporto. y se apuntó al Barco Caníbal sin que Mao le tuviera que engañar demasiado. A mi si me tuvo que engañar. Trabajaba en Le Coude Fou de París, comenzaba a ser respetado y hasta querido por mis ocurrencias mediterráneas como decía el chef jefe, un integrista de la cocina francesa pura, sin mezclas ni modernidades. Era feliz, estaba enamorado, vivía con Alicia en una gran buhardilla en des Rosiers. Nada de una buhardilla cutre de bohemio, teníamos cien metros de casa, suelo de roble canadiense, casi vistas al Sena, una extraña cama redonda que venía con la casa, un cocina estupenda a la que no faltada ni el más mínimo detalle, utensilio o herramienta, calefacción central, una buena chimenea donde asábamos castañas cuando echábamos de menos Madrid y una bañera antigua, obscena, profundísima, de mármol, en el mismo salón en la que cabíamos los dos dentro y aún sobraba espacio. Ferdinand, mi jefe, me la había alquilado por un precio ridículo. Hay que mimar al amor, decía.
Como cualquier cocinero llegaba a casa siempre de madrugada, agotado, con las manos quemadas o cortadas y oliendo hasta el último rincón de mi cuerpo a mantequilla quemada. Me pegaba un baño y me metía en la cama para despertar a Alicia. Ella volvía del País de las Maravillas a nuestro paraíso. Solo decía, que bien, ya estás aquí. ¿porqué iba a cambiar el paraíso, mi futuro laboral, mi vida de cocinero en París y enamorado por un barco cochambroso habitado de cucarachas gigantes?. Aquella Primavera mi mujer comenzó a trabajar otra vez en Bruselas y yo me sentía solo. Lo hablé con ella y no le importó, siempre que tengas un camarote y una mesa para mi. La cosa estaba revuelta desde la entrada de España, Portugal y Grecia en la Comunidad Europea y ser abogada para un lobby de agricultores franceses de Bretaña le obligaba ahora a trabajar el doble y estar fuera de casa casi siempre. Después de tres años de amor diario llevábamos dos meses de amor dominical. Atrévete, es una bonita aventura. Eso dijo ella. Pero no me convenció. Tuvo que ser Mao. Después de mucho dar vueltas me contó a medias el gran secreto. Sólo entonces dije que sí.
Luca y Jack se ocuparon del marketing, la publicidad, el papeleo burocrático en los puertos y ciudades, imagino que también de los sobornos y demás delitos necesarios. A finales de Mayo el barcucho oxidado parecía un extraño, lustroso y precioso yate de los años treinta pintado de rosa palo con toda la parte del comedor y acceso al público en acero pulido y madera tropical también terminada en un color rosado. Luca y Jack sabían hacer bien su trabajo. Teníamos todas las autorizaciones necesarias para estar y poder dar de comer en Barcelona,Valencia, Marbella, Saint Moritz, Atenas y Mónaco. Sin haber servido aún ni un platillo de aceitunas, en Barcelona no se hablaba de otra cosa, en los periódicos Xavier Domingo, Nestor Lujan, Manuel Vazquez Montalbán, Francisco de Sert ya habían soltado la liebre del misterioso barco restaurante. Y Luca había enredado hasta a Oriol Regás para que organizase la inauguración del Caníbal.
Pero yo iba a contar, necesito contar, aquella primera comida de reencuentro, con el barco todavía lleno de óxido y de cochambre. Mis hermanos me parecieron entonces unos viejos. No habían tenido una vida suave, ni feliz, ni apacible desde que salieron de Jerez. Luego supe que al menos habían tenido la vida que ellos desearon. Yo llegué el último. Habían montado una mesa en la cubierta con un tablón de madera y dos bidones vacíos de keroseno y una barbacoa en otro bidón con una rejilla de ventilación encima. El perfume de marisco asado llegaba hasta la entrada del puerto, también la música que salía de un viejo tocadiscos que encontraron en un camarote. On a dark desert highway, cool wind in my hair / Warm smell of colitas, rising up through the air / Up ahead in the distance, I saw shimmering light. Me parecieron todos muy mayores, ojerosos, agotados, pero sus achuchones y risotadas borraron pronto esa impresión. Será difícil que la enfermedad mate esos recuerdos, será difícil olvidar a Mao en calzoncillos cantando Hotel California abrazado a Luca, el sabor de las inmensas langostas con salsa romesco que habían comprado en La Boquería y que asó en su punto Juan, Las buenas botellas de champagne que abrió Alexis y que bebimos a morro. Y luego, ya muy tarde, la voz profunda y ronca de Mao explicándonos el plan y dejando en la brisa de la madrugada aquella frase que no he olvidado: haremos la mejor cocina del mundo y quién se atreva a visitarlo no olvidará la experiencia. Será un barco caníbal que devore las noches del placer y que alimente los paladares y los sueños sólo de los valientes.
Ramón J. Soria Breña
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