Madrid. Barrio de Maravillas. Casa Mentero
Por Ramón J. Soria Breña
Está en Madrid, en el número 69 una calle que nombra a algún prohombre que mandó sin titubeos a cientos de mozos sin fortuna a ser aniquilados por la patria a alguna colonia remota y filipina, o tal vez me equivoque y la callejuela recuerde a un insigne poetastro ya expulsado para siempre de los libros de bachiller y de la Wiki, muerto tísico, maldito y adicto a los anisetes y la absenta. O quizá el rancio nombre y el extraño apellido de esta calleja sean el de un famoso general o el de un banderillero de entreguerras o el de algún archimandita de bigotes resecos, famoso entonces y hoy desconocido, adicto a los gazpachos y vegueros, las retiradas a tiempo y la oreja al ajillo.
Pero qué más da el dónde… Lo que importa es su comida, su maldito cocinero y la bodega catacumba, en la que están los reservados, que sin duda guarda caldos de Galilea, de cuando aquella cena última, chateaux de a mil el lingotazo, Burdeos con telarañas napoleónicas, Riojas y Riberas exquisitos, Sirah de última moda, licores portentosos y así miles de botellas en lo oscuro, suficientes para embriagar a dos o tres generaciones de fanáticos vinícolas.
La decoración también es lo de menos, imagina que Pascua Ortega ha tenido una pesadilla en la que Philippe Starck le decora el trastero o viceversa, que Philippe tiene un mal sueño en el que Ortega le decora la caseta del perro. Pero a mi me gustan sus manteles de brocado desteñido, la cristalería sin duda robada a un exiliado ruso íntimo de los Romanov, los cubiertos de plata mexicana, pesados como lingotes y la vajilla minimalista y blanca hasta el insulto de porcelana fina de Limoges.
Allí me llevas siempre a comer y a beber todo lo que es pecado en este siglo, a abusar de las grasas y las sales, las vísceras y los bichos medio extintos, las verduras más raras, los guisos cavernícolas, zarzueleros y antiguos, propensos a fabricar gases de esos de efecto invernadero, a hacer babear a las duquesas más finas y a entusiasmar a los paladares más rijosos y también a los más ultramodernos. Pero mucha gente debe estar en el secreto y muchos que van de fanáticos o conversos del pueril popurrí tecnoemocional, de la tortilla desestructurada acaban aquí pringoteando sin mucha educación las salsas, chupándose los dedos, gorgojeando piropos al cocinero y jurando, por varios dioses diferentes y en idiomas distintos, que no dirán a nadie dónde está este secreto templo comidista. La última vez que me invitaste, en la mesa de al lado, dos críticos de la cosa golosófila, el uno presidente de un gangsteril club de tragaldabas finos y el otro afilado crítico y anónimo soplón del Kamasutra Michelin, ya sin corbata, sin vergüenza, sin gafas, sin retórica, daban cuenta de el menú al completo y se prometían comenzar de nuevo el festín al terminar los cuatro postres del día.
Allí me llevas cuando vienes a Madrid a trabajar y necesitas recordar que la globalización, la crisis y tu nefasta empresa no ha acabado aún con tantas prohibidas golosinas. Aquí hemos visto roer con fruición las vértebras de un rabo a cierto monarca majo y satisfecho, devorar muy despacio unos callitos picantes al cocinero más grande de la tierra, rechupetar con usura unas almejas al actor ese archifamoso que hace por igual proselitismo de una iglesia que de una dieta blanda, vegetal y sospechosa, al ministro y la exministra de partidos enemigos, muy juntitos, jugándose a cara o cruz la última gamba o quién pagará el hotelito de la siesta, a la princesa aquella de la canción del tío Sabina y también a su padre el potentando de la mafia inmobiliaria que tripitía el plato de gachas manchegas, a la modelo talla fideo que sale en Vogue poniéndose las botas con unos proletarios huevos fritos y torreznos a juego… y a muchos más de esos famosos y ricos por su casa, que vienen a este extraño restaurante a dar rienda suelta a sus más bajos instintos obesófilos.
Casa Mentero, anda que el nombre, no aparece en las guías gastrotétricas. Todo el mundo que viene aquí a comer con alegría, se cuida mucho de anunciar su fama y sus delicias. Se dice que hasta el mismo cocinero clavó un cebollero muy usado a cierto pregonero del tugurio con ínfulas de crítico glotón y que el maitre azufró con un diarreico muy potente un plato de criadillas a la plancha que se comió con hambre de león un inocente plumilla rellenito que osó escribir alabanzas sobre el antro en el País Semanal.
A mi me gusta por ti, porque tú pagas y pasas a la empresa el facturón, para que yo no hable mal en esta revista de la multinacional de la hamburguesa para la que haces planes estratégicos. Ya ves, me dejo corromper por poco más que un plato de lentejas y por tu cuerpo y tus dedos en mi espalda. Y también porque después de comer se sienta en nuestra mesa Jaime el cocinero, un sesentón con pinta de portero de discoteca malaspulgas, de boxeador sonado, de gorila de gangster o ministra del ramo, que guarda en su memoria lo mejor de la cocina antigua y barriobajera de esta tierra de todos los demonios que es España. Y hablamos de montar un restaurante itinerante, nómada, medio pirata, en un barco mediano, que vaya de puerto en puerto por el mundo dando de comer a los que sepan comer y a nadie más. Y hablamos de todos esos otros sitios que no figuran en ninguna Guía Michelin pero que dan de comer de lo mejor y de la mejor manera cocinado. A mi me gusta “Casa Mentero” porque en este pequeño restaurante como lo que me echen si tú estás a mi lado. Me dejo invitar siempre y te dejo que me dejes. Tú te burlas siempre de mis preferencias anticuadas, de huir de todo lo construido, reconstruido, destruido o reconstruido y amar los guisos pobres, subsistenciales y viejos , aunque en el menú no hay platillo que no baje de los treinta euros.
Aviso a navegantes y amantes de los sitios más in del mentidero: dejaos invitar, id de gorrones, “Casa Mentero” es un tugurio carillo. Entrad en la tasca con soltura, con naturalidad, con un punto de despiste y pedid mesa mientras murmuráis a vuestro acompañante que: Jaime me conoce de cuando trabajaba en Barcelona en el Barco Canibal. Esa es la contraseña. Y como dice la canción del tío Joaquín “absténganse brutos y obsesos en busca de orgasmo” (o a los que la palabra colesterol es anatema).
Nota: Recomiendo los buñuelos de sesos con salsa de boletus, los huevos rotos con torreznos y virutas de trufa blanca, las famosas gachas manchegas, el rabo de toro en adobo, la ensalada de corujas y los riquísimos callos galdosianos. El restaurante no tiene carta sino un menú del día más o menos extenso que les recitará Gonzalo, el Maitre.
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