EL CELO: ENEMIGO Nº1 DE LA DECORACIÓN
Existen dos tipos de padres: los que tiran los dibujos de sus hijos y los que no. Yo, (esto que quede entre nosotros), soy de los primeros.
Tengo tres hijas, y la naturaleza ha querido que las tres sean obsesivamente prolíficas en su producción artistica. Al principio te hace gracia, pero con el tiempo te das cuenta de que tienes un problema. La primera en nacer tuvo la suerte de pillar los cajones vacios y la guardia baja, pero las otras dos, mellizas además, llegaron cuando mi capacidad receptiva estaba saturada.
Recuerdo el primer dibujo de la mayor, un garabato de rotulador imborrable en la puerta de mi zapatero; allí sigue, pasados los años, dando un toque grunge a la habitación. Casi a diario se acercaba hasta mi mesa y me regalaba dibujos, uno tras otro. Y yo, incapaz de tirarlos, los iba almacenando en carpetas. Luego vinieron las manualidades, que básicamente consistían en churretes de pintura sobre un engrudo de arena, pegamento y ciertos elementos difíciles de identificar. Todo hecho con amor, eso sí, por lo que no me quedaba más remedio que buscarlas ubicación y distribuirlas por cualquier parte de la casa.
Del lápiz pasó a las ceras, ahora está con los acrílicos… ¡y ya me ha preguntado que si tengo óleos en mi taller! Espero no parecer un mal padre si confieso que la he mentido.
El caso es que, al ser la mayor, tuve la paciencia de ir guardando los miles y miles de dibujos con los que me obsequiaba. Llegaron entonces sus hermanas. Crecieron también rodeadas de amor por el arte, cosa que yo mismo fomento, pero con tan mala suerte que ya no les queda sitio donde exponerlo. Es por esta razón por la que los últimos años voy cultivando un profundo complejo de canalla y mal bicho. Ellas vienen con sus caritas inocentes y me regalan sus dibujos. Yo las digo que están genial, las doy un beso y, cuando se han ido, los tiro a la papelera. Suena mal, lo sé, pero si vierais mi casa me comprenderíais. Por ejemplo, la puerta de la nevera ya no da más de sí, ni las paredes, ni la escalera, no queda un sólo rincón sin sus huellas.
Últimamente tienen fijación por el celo. ¿Queréis un buen consejo? Nunca les deis celo, no caigáis en esa trampa. En cuanto tuvieron celo en sus manos se dedicaron a empapelar las paredes, y no conformándose con sus habitaciones, empezaron con las de los demás. El celo es el gran enemigo de la decoración. Lo odio. Ni siquiera su sustituto, esa masilla azul, el Blue-tac, ese invento del demonio. En mi cabecero tengo pegado el retrato de mi perra, una especie de albóndiga azul con un rabo muy largo.
Hablando con amigos que tienen hijos mayores que las mías me garantizan que la manía de pegar dibujitos es pasajera, pero que la sustituyen por las fotos de actores jovencísimos vestidos de horteras. La que me espera.
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