Días de vino y prosa – Moda en crudo
Por Mariano Fisac
Igual que en otras cosas, en la gastronomía también hay muchas modas. Aunque de esto sabe más una amiga que afila tacones y cuyo blog recomiendo vivamente, todos sabemos que generalmente las cosas van y vienen, ya se trate de pajaritas, de la lentejuela o del estilo Jacqueline Kennedy.
Con la cocina ocurre algo parecido y aunque hay platos que permanecen con el tiempo, algunos que desaparecen definitivamente, y otros que van y vienen. Entre los setenta y los ochenta se vivió un auge de la cocina barroquizante. Ensaladas atroces en las que podían encontrarse foie, angulas y caviar, bogavantes con jamón ibérico o terribles gelatinas con huevo hilado, pero también fue el auge del steak tartar, un plato que tras haber sido condenado al ostracismo durante las dos últimas décadas, ha vuelto con fuerza y para fortuna de todos.
¿Por qué?, pues miren, no lo sé. Quizás haya tenido algo que ver la ruptura del tabú de lo crudo que ha supuesto el auge de la cocina japonesa en España.
Curiosamente, este plato ha visto su resurgir tanto en restaurantes estrellados de nueva cocina como en las nuevas barras de tapeo clásico de las que venimos hablando últimamente. En el primer caso adaptado a los gustos del cocinerito de turno, y en el segundo siguiendo la fórmula clásica.
Como he probado cosas interesantes en ambos casos, no me decanto, pero no podemos olvidar que se trata de un plato de producto- la carne- y que cuanto más condimento lleve, más camuflada queda ésta.
Llegados a este punto, yo les daré mi fórmula, que no es ni mejor ni necesariamente peor que otras que puedan encontrar en la red.
Lo primero pasa por acercarnos a nuestro carnicero de confianza y pedirle la mejor pieza de solomillo (u otra zona carente de nervios y grasas) de la ternera más fresca que tenga y llevárnoslo entero aunque el profesional insista en meterlo en la picadora. Para cuatro personas, si el steak va a ser plato principal, valen unos 600 g.
Una vez en casa metan la carne en la nevera y no empiecen a trabajar hasta media hora antes de servir. Cojan entonces el mejor cuchillo que tengan, una tabla grande y bien limpia, manos impolutas o guantes de látex si lo desean, y a picar. El tamaño va por gustos, pero a mí siempre me resulta más agradable bien picado, de forma que las piezas no sean más grandes que un garbanzo pedrosilano.
Ahora pasen la carne a un plato previamente enfriado en el congelador e incorporen una yema de huevo por persona, dos cucharadas de aceite de oliva virgen, una de vinagre reducido (las cremas de vinagre que venden ahora son perfectamente válidas), una cucharadita de salsa worcestershire (Perrins, vaya) y sal al gusto.
Sólo queda mezclarlo bien y acompañar con lo que cada uno desee. Lo clásico pasa por encurtidos muy bien picados, especialmente alcaparras y pepinillos, pero también cebolla y aceitunas negras.
Aunque hay quien incorpora la mostaza en la mezcla, yo soy más partidario de ponerla aparte y que cada uno se sirva lo que le parezca.
Entre los añadidos de nueva cocina que me han parecido interesantes, destacaría una nube de un gouda o un parmesano, viejos y rallados en cualquier caso. Tampoco iba nada mal con un guacamole sin demasiado cilantro y, por supuesto, con patatas fritas.
Por su textura y sabor dulzón, la presencia del huevo y las sensaciones acéticas de su aderezo, el maridaje es difícil y la frontera entre el triunfo y el más absoluto fracaso es delgada. Aquí es importante destacar la especial relevancia que adquiere la compañía del tartar, pues para disfrutar realmente de un buen plato sin que se nos haga pesado, es necesario un contrapunto crujiente (patatas, pan tostado o lo que se les ocurra) y un vino a la medida para atemperar entre bocado y bocado. De lo contrario el festín puede convertirse en una dura tarea.
Frente a todo pronóstico, yo me la pegué con un fantástico champagne de pinot meunier, que quedaba totalmente anulado y relegado a la categoría del lambrusco más ramplón. Pensé entonces en un vino recio y bien armado, pero que tuviera acidez para refrescar y atemperar la boca tras un bocado tan potente y potencialmente cansino como es el del tartar.
Se me ocurrió tirar de Ribeiro y en tinto, sin embargo, no era lo más recomendable acudir a los delicados y sensuales vinos de Arnoia, a riesgo de caer en el mismo error, porque esto pide más caña, así que nos fuimos a Gomariz con el tinto que se elabora bajo la batuta de X.L. Sebio con el nombre de Abadía de Gomariz 2008.
Un coupage de variedades autóctonas (sousón, brancellao, Ferrol y mencía) cultivadas en laderas de esquisto y cuyo producto se cría doce meses en roble de segundo uso. Un tinto de aromas profundos de laurel, cereza y eucalipto, balsámico y bien armado, con mucho peso en boca, pero con una acidez refrescante y muy integrada.
Aquí el ensamblaje fue casi perfecto, pues el steak desarmaba lo más salvaje de la sousón, permitiendo captar su parte más sutil, y al tiempo éste nos limpiaba preparando para un bocado más. Un tinto que si no recuerdo mal no alcanza los 10 euros en tienda.
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