LA ELECCIÓN DE GULLERMO

Por Carmen del Caño. Periodista.

Cuando Guillermo entró en su casa a la vuelta del trabajo se quedó unos segundos quieto en la entrada disfrutando del olor que venía de la cocina. Una catarata de recuerdos llegaron a su mente: las galletas de mantequilla de su abuela, las magdalenas y el insuperable bizcocho de su madre. Todo aquello había desaparecido hacía tiempo, sin embargo, gracias a Colette, su nueva mujer, volvía a evocar muchos recuerdos.

La conoció por casualidad en uno de sus frecuentes viajes a Europa. Le habían hablado de una pequeña patisserie en un minúsculo pueblo cerca de la frontera entre Francia y Suiza y hasta allí se encaminó, para descubrir si esa pastelería podría formar parte de la cadena que poseía y ser una más de su holding. Quiso ir él personalmente sin esperar a su abogado ni a los directivos que le acompañaban.

Preguntó por el propietario. Apareció entonces desde la trastienda una joven con las manos y la cara manchadas de harina. Parecía enfadada, le miró y le preguntó qué deseaba. Guillermo se presentó y amablemente le dijo que quería ver al dueño del negocio. Colette le contestó: “Es mi madre”, sonrió y se marchó por donde había venido. Instantes después llegó la propietaria, Marie, una mujer madura que conservaba su belleza a pesar de sus 48 años. No engañaba su aparente sencillez pues se atisbaba una elegancia innata en sus gestos que la confería un atractivo difícil de evitar.

Veinte días duraron las negociaciones para la compra de la pastelería y durante ese periodo la relación entre Guillermo y Marie fue cordial. No así la  que mantuvo con Colette, quien vió en Guillermo el príncipe azul que venía a rescatarla de aquel pequeño pueblo que la ahogaba.

Fue una boda rápida pero con todo el boato de este tipo de eventos como requieren los cánones de su clase social. Durante 3 meses viajaron de un lado para otro. Para Guillermo fue una mezcla de negocios y placer. Para Colette, un sueño.

Iban a fijar su residencia en Barcelona, en Pedralbes, uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Se trataba de un palacete que Guillermo había heredado de su familia y que había sido sometido a una reforma integral para instalar una gran cocina, único capricho de su nueva esposa. Y Guillermo se la dio: 50 metros cuadrados, cocina de gas industrial, doble horno pirolítico, despensa con termostato de temperatur, frigorífico para bebidas, otro para comida, arcón congelador, todo tipo de moldes de repostería guardados en los muebles de diseño y por supuesto una gran mesa que esperaban pronto llenar de hijos. Todos los electrodomésticos de alta gama y elementos decorativos en madera rústica para dar calidez a la estancia.

Cuando Colette la vió se alegró de que no tuviera nada que ver con aquella donde amasaba los pasteles junto a su madre. Era perfecta. Este era su primer día instalada, así que quiso sorprender a su marido con los famosos pastelillos de Marie.

Y ahora él estaba allí de pié disfrutando del aroma de la canela, la crema tostada, el olor del chocolate caliente… Dio el primer bocado con los ojos cerrados y un segundo más tarde se dio cuenta de que algo no iba bien.

Había vuelto a equivocarse en la elección al casarse con la hija y no con la madre.

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