MI PRIMERA ITALIA
Por Raúl Fernández de la Rosa
Dijo Tabucchi,en su última entrevista en la RAI,que los viajes dan una pequeña sabiduría: saber que todo lo que tenemos es prestado. Frase que recogía el hilo de otra que decía, el que vive siempre en el mismo lugar corre el peligro de pensar que la tierra le pertenece. Yo me acerqué a lo italiano por lo rocambolesco del desamor, quede ahí la explicación.
Han pasado ya trece años, número caro a mí. En mi teórico último año de instituto, y con un retraso casi digno de la definición que de Rosales daba Dámaso, viajamos a Italia. Así que me encontré cantando canciones sentando en el anden, esperando el tren, no recuerdo si de Pisa a Florencia o al revés. Pero no puedo imaginar cosa más italiana que cantar en el andén; las canciones debían ser españolas, pero yo tengo la sensación de cantar melancolías románticas italianas.
El caso es que, hay recuerdos, imágenes, que tiemblan en la memoria; parecen apunto de desmayarse, como si fueran a desaparecer, pero no lo hacen. Como esas fotos viejas, carcomidas por el tiempo y enmarcadas por el sepia de una época que no vivimos; pero sí nuestros padres –disculpe si usted la vivió. Si la salud me lo permite, nunca arrinconaré la visión del David, de Michelangelo. Porque me había pasado media vida, literalmente, huyendo de los lejanos profesores: o miraba por la ventana o buscaba en el libro imágenes que me transportasen. El David y la Vieja friendo huevos -aunque esta no viene al caso- ejercieron un poder imaginativo a través de todos los libros y todos los años, abonados a las editoriales escolares.
Así pues, tuve una extraña sensación. La estatua me sobrecogió, más allá de la belleza o de contemplarla por primera vez en mármol y rodearla, sentí que formaba parte de mí: algo soñado. Antes habíamos pasado bajo el sol toscano delante de su réplica, en Piazza Della Signoria, y vislumbrado, a su derecha, la Galleria Degli Uffizi, parte del imaginario colectivo de los libros de Historia del Arte. Es clásica la vista de la fachada –patio- con el de arco-pasillo que servía a los predestinados para recorrer toda la ciudad sin pisar la calle. Historia ésta que hacia volar mi imaginación en modo parecido al pie martilleado hasta hacer añicos un dedo del David.
Pero claro, uno no espera ver al tipo del martillo. Lo que sí esperaba, sin saberlo, es el traspasar el umbral del arco. Pues siempre esa imagen me había llevado a verme caminando más allá de él, porque estaba la luz y lo desconocido. Sin formulármela la formulé: ¿Qué habrá más allá del umbral? Sí, claro, un río: el Arno. Pero tampoco lo sabía, la ignorancia nos acompañará hasta el silencio.
Recuerdo muchas más cosas, más imágenes. También la cercanía de un profesor, de los compañeros -casi todas compañeras. El encontrarme en otro mundo. El hablar con otra gente, en otra lengua o casi. Contemplar, tumbado en el césped, la Torre de Pisa, que también estuvo siempre en el imaginario y que existió allí por vez primera. O sentirme dentro de un mundo de arte a cada paso, decorados que eran ciudad.
Pero debo reconocer que no tiembla en mi recuerdo otra sensación tan potente como la de encontrarme en el Ponte Vecchio. Atravesé el arco de la Galleria Degli Uffizi en dirección al sol, encontré el río e Il lungo Arno. A la derecha estaba el puente; pero la visión del río, la ciudad, la luz y el mismo puente (todo ello como bosque) no me hizo reparar en el árbol. En el Vecchio algo extraño sucedía, en mitad del puente la luz reverberaba. Caminé sin pensar, pero decidido, hacia ella.
Los arcos que a lo lejos veía dejaban entrar la luz. Al llegar me di cuenta de que aquello era una plaza, que los arcos dejaban pasar no sólo la luz, sino el rumor del río, la visión de sus aguas: el puente era una calle. Pensé «si mi hubieran dejado aquí sin saber que era un puente».