Los “indignados” van a la ópera
Por Alejandro Molina Bravo
Para ser sinceros, no soy un entendido en ópera ni en danza. (Mejor sería decir que no soy un entendido en nada, pero ésa es otra cuestión.) De hecho, C(h)oeurs, la polémica propuesta artística del no menos polémico director de escena belga Alain Platel, fue mi primera visita al Teatro Real de Madrid que estrenó la obra en primicia mundial el día 12 de marzo y la mantuvo en escena durante poco más de diez días.
Fui atraído, no sólo por la controversia que había creado en los circuitos intelectuales y las polarizadas críticas que sobre ella había leído (algunas, francamente airadas), también me atrajo una generosa oferta que el TR tiene para con los espectadores menores de treinta años: un 90% de descuento en las entradas de último minuto, aquellas compradas a partir de cuatro horas antes del inicio de la función, o de dos horas si es en domingo o festivo. Es decir, que yo, que me presenté en la taquilla cinco minutos antes del comienzo de la representación, acabé sentándome por el módico precio de nueve euros en una de las tantas localidades libres que quedaban en platea al precio acostumbrado de noventa euros. Se pretende así atraer al público más joven, y a fe que lo consiguen: las mejores localidades estaban ocupadas por veinteañeros (y algunos ni eso) incrédulos que se mezclaban con espectadores maduros y experimentados. Todos ellos expectantes.
Se alza el telón y un escenario desnudo nos muestra a algunos de los diez bailarines/intérpretes que integran la obra. Uno de ellos está de espaldas, con un ligero vestido de mujer. Se va desnudando lentamente, retorcido. La musculatura compacta de su cuerpo nos dice que es un hombre al que no vemos la cara, pero el vestido nos confunde y el juego de luces da a su cuerpo la apariencia de un ser extraño y grotesco. Los otros bailarines, hombres y mujeres, se retuercen en posturas y posiciones extrañas. El estupor inicial, lejos de desaparecer, aumenta a lo largo de la representación: una mezcla de danza contemporánea, música clásica y teatro experimental, que más parece una performance que otra cosa. Los bailarines gritan, se retuercen, convulsionan, tratan de ponerse la ropa interior entre temblores, se besan, se desnudan. Su entrega absoluta es admirable en sus coreografías epatantes e incomprensibles, desagradables unas veces, y extrañamente hermosas, otras.
Aparecen entonces, bajo los acordes de una magnífica orquesta dirigida por Marc Piollet, los fantásticos cantantes del coro del TR, lo mejor de la función, pues no sólo interpretan de manera sobresaliente composiciones de Verdi y Wagner (la celebración del próximo bicentenario de su natalicio es la base de este encargo) sino que también actúan, integrándose con los bailarines, aun cuando en algunos es visible su incomodidad para con la propuesta del belga.
Es entonces cuando el título en francés cobra sentido: la (h) es la única diferencia gráfica entre las dos palabras homófonas que conforman este juego de palabras en francés que, con h quiere decir “coros”, y sin ella, significa “corazones”. Es entonces, en esta interacción entre los diez bailarines y los 72 cantantes del coro (vestidos de manera informal, de todas las nacionalidades y razas y edades, incluidos dos niños pequeños que, alucinados, imitan con diligencia a sus mayores) cuando es evidente la reflexión de Platel: la exploración de los límites entre el individuo y el grupo, cómo mantener la propia identidad en medio de la masa. Dicha reflexión está teñida con claras referencias a las revueltas de la Primavera Árabe y al 15 M. En un momento dado, y tras un enérgico batir de palmas que se transmite al público, los cantantes del coro se pasan unos micrófonos para decir sus nombres, cogen unos cartones y hacen con ellos pancartas con todo tipo de mensajes, donde el que más destaca es el que forman los niños junto a otros dos adultos: “Revoluciones devoran sus hijos”.
Tras un final apoteósico donde, tanto los bailarines como algunos cantantes se desnudan y desaparecen del escenario en busca de un nuevo amanecer o de la aniquilación total (no nos queda claro), el telón se baja. Jóvenes veinteañeros (y algunos ni eso) se levantan en pie aplaudiendo, otros tienen cara de circunstancias y los espectadores maduros experimentados (o no) ponen cara de sentirse estafados. Todo en medio de un rumor entre consternado y admirado. A mi lado, una mujer mayor que se ha pasado casi toda la función mirando el reloj, me confiesa que sólo ha venido porque su sobrino-nieto es uno de los niños, y que lo que más le ha gustado de toda esta rareza ha sido el coro y la música.
Yo, que no soy un entendido, salí contento de haber visitado el TR, de haber visto un espectáculo diferente a todo lo que suelo ver, de su rabiosa actualidad y de sus más que evidentes y simplistas ganas de polemizar. Y de que sólo me costara nueve euros. Si me hubiera costado noventa probablemente pensaría otra cosa.
http://www.youtube.com/watch?v=Ul-DMF8wDec&list=UUUAIpH80mPMnB9ePa0rCOgA&index=2&feature=plcp