ARIADNA Y LAS FLORES
Por Rafael Caunedo.
Ariadna ha tenido desde niña atracción por las flores, pero nunca se planteó que iban a ser justamente ellas las que provocaran su separación.
Siempre tenía flores en casa. Disponía para ello de una colección de jarrones que, convenientemente distribuidos, llenaban se casa de color y, a veces, olor. Gracias a un curso de manualidades on line aprendió a añadir todo tipo de ‘inventos’ a sus centro florales, desde frutas hasta bombillas, cualquier cosa con tal de hacerlo original.
Sus favoritas eran las gerveras, que combinaban la humildad de las margaritas con la variedad cromática de las vanidosas rosas. Gustaba comprarlas siempre en la misma tienda, con lo que, viendo en ella una clienta lucrativa, la floristera se esmeraba en su trato con ella y le daba conversación cada vez que se veían.
Su casa era, para disgusto de Paco, su resignado marido, un muestrario de estrafalarios centros, ramos pretenciosos y todo tipo de inventos florales que el curso la recomendara. Su última obsesión fueron las macetas verticales con las que «reforestó» todos los baños de la casa convirtiéndolos en pequeños invernaderos.
A Paco también le gustaban las flores, pero dejaron de hacerlo desde la noche en que sintió un ahogo mientras dormía y se convenció que eran las flores las que estaban acabando con el oxígeno. Ariadna, en cambio, estaba orgullosa de su casa y no hacía ascos a las visitas, a las que paseaba por las habitaciones como si estuvieran en las salas de un museo.
Toda obsesión daña, lo sabían muy bien sus amigos y familiares, a los que Ariadna regalaba ramos y centros cada vez que iba a sus casas, incluida la de su hermana Carmen, cuyo hijo pequeño tenía que salir corriendo por los brotes alérgicos cada vez que anunciaba su visita.
Y es que Ariadna no podía controlar su pasión. Lo malo es que esa obsesión deja huellas. Un día, dado que el ascensor estaba en revisión, a su marido no le quedó otra que bajar por las escaleras. Al llegar al tercer piso, la puerta del 3 A se abrió justo cuando él pasaba. Salió de la casa un hombre guapo cargado con una bolsa de golf al hombro. Un rápido vistazo antes de que la puerta se volviera a cerrar permitió que Paco pudiera ver uno de los centros de su mujer sobre la consola de entrada, duplicado por su reflejo en un espejo de marco dorado. Un escueto saludo fue el único intercambio de palabras. Al llegar al portal, antes de salir a la calle, Paco se quedó pensando junto a los buzones, dudó un instante y por fin se volvió sobre sus pasos. De nuevo subió a casa. Quería preguntarle algo a su mujer.