Días de vino y prosa – La magia del Pan y el Vino

Por Mariano Fisac

No sé si algún lector de esta revista ha hecho pan alguna vez. Si usted ha tenido esa suerte, entenderá lo que quiero decir, porque es algo que no puede expresarse suficientemente con palabras.

Harina, agua, levadura, sal… y magia. Magia desde el principio del amasado, en el que elementos etéreos toman forma, que sigue con el crecimiento de la fermentación y que termina con la metamorfosis de la plastilina en algo crujiente y esponjoso.

Hace una semanas comentaba en mi blog la satisfacción de haberme hecho con la panificadora de Lidl. Pero como todas las alegrías del ser humano, no duró mucho, porque uno siempre necesita más, más corteza, textura, más forma, cosas que el fogón del aparato no puede dar. Así que hemos dejado al preciado cacharrito para la primera parte del proceso, la mezcla, que es la más engorrosa, y también la que más mancha.

A partir de ahí cambiamos la fórmula de las instrucciones, terminamos el amasado con nuestras manitas e incorporamos la levadura. Fresca. Al horno entonces, al convencional, claro, y a disfrutar del espectáculo.

No perderé el tiempo en recetas, pues las encontrarán mucho mejores en internet. Tampoco digo que mi pan sea un prodigio de la estética, pero como al hijo feo, uno le coge cariño, porque además la belleza está en el interior. Y les aseguro que esos sabores de fermentación, de masa, de acidez, el aroma que impregna toda la casa, no tienen sustituto posible en ningún mostrador.

Una gozada.

Si quieren rematar el asunto pueden coger otro pan de hace dos días (esto es un vicio), mojarlo y triturarlo con tomates de verdad (si los encuentran), ajo, vinagre, sal y aceite de oliva en hilillo. Sí, sí, se llama salmorejo, y coronado con una baratísima aguja de excelente calidad y un poco más de aceite, les queda como la víctima perfecta de nuestro pan.

A mayores, para los que quieran montárselo como un marqués de los de antespues ahora ya solo quedan del tipo Sotoancho- pueden incluir en el festín a un vino salvaje, que como viene de Ribeiro  se llama Salvaxe, lo hace el “viñerón” Xosé Lois Sebio entre Gomariz y Arnoia, y, pese a lo difícil de la añada, es un espectáculo de profundidad, aromas y textura, fresca y grasa al mismo tiempo, no muy lejana a la de aquellos borgoñas de los que hablábamos también aquí un mes atrás.

Solo variedades autóctonas procedentes de cepas muy viejas de Lado y Silveiriña, junto a una mezcla de cepas más jóvenes de Treixadura, Albariño, Godello y Caiño Blanco de la zona de Arnoia y Gomariz, cuidadas prescindiendo de cualquier abono de origen animal externo a las propias parcelas, y acudiendo únicamente “adobos” vegetales de autofertilización. Todo ello con un seguimiento escrupuloso de los ritmos que marcan el suelo, la flora, la luna y el sol. Se cría en roble nuevo y de segundo año. Salvo que recuerde mal, se embotella en día flor, del calendario de la agricultura biodinámica.

Y si con hacer pan proporcionan a otros además un recuerdo inolvidable, cojan a los peques (hijos, sobrinos, nietos…) y métanlos en harina. Aprenderán que el origen del pan no es el súper y se lo agradecerán el resto de su vida.

 

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