“DÉJÀ VU” EN EL RASTRO
Por Carmen del Caño. Periodista.
El domingo pasado fui al Rastro. Hacía un siglo que no iba, por lo menos 20 años. Recordaba el bullicio y la incesante marea humana, pero lo del otro día ya fue algo fuera de lo normal: riadas de personas, niños a hombros de sus padres y perros incapaces de encontrar hueco para avanzar entre tanto humano; en ocasiones, no podías ni caminar, tenías que permanecer quieto… ¡aquello parecía una procesión de Semana Santa!, de hecho, incluso vimos una procesión de Hare Krishna.
Curioseando entre puestos con toda clase de artículos, en su mayoría inservibles, llegamos a las Galerias Piquer. Allí mismo me enteré que deben su nombre a doña Concha Piquer. Se trata de un espacio para los anticuarios, coleccionistas y galeristas donde poder encontrar pequeñas obras de arte. Aunque no hay que engañarse, pues disfruta de un público ecléctico con ganas de renovar hogar y despachos a precios ajustados con una amplia oferta de piezas originales y de calidad, alejadas del mueble purista de madera noble y aburrido.
De pronto, al entrar en una de sus tiendas, tuve un “déjà vu”. ¡Yo había estado antes en esa habitación! O eso me pareció. Había una exposición maravillosa de muebles, sillones, mesas y lámparas de los años 50, 60 y 70. Mi mente volvió 35 años atrás y me ví en el salón de casa de mis padres. Recuerdo aquel sofá rojo intenso como de goma espuma en su interior con sus patitas negras muy finas y sus apoyabrazos un tanto rígidos, de lo más chic para la época. Junto al sofá, la mesita de cristal, muy ligera, con tres pisos en forma de triángulo romo donde descansaban, entre otros objetos, una lámpara de mesa de base ancha y pantalla en forma de platillo volante. Todo impecable pues en el salón no se entraba salvo que viniera una visita, como era norma en la mayoría de las casas de entonces.
Y no puedo dejar de mencionar los dos butacones de orejas, enormes, o eso me parecían a mí, mullidos, donde también se sentaba mi abuelo para jugar con nosotras y contarnos los cuentos que todos sabemos. Los orejeros nunca estuvieron en el salón sino en el cuarto de estar, lugar privilegiado pues allí era donde nos reuníamos cada día toda la familia.
Los muebles más sofisticados se fueron quedando por el camino, entre una mudanza y otra. Los orejeros cambiaron varias veces, tantas como retapizados tuvieron, pero todos ellos se han quedado grabados en los recuerdos de mi infancia. En realidad, no sé que suerte corrieron, pero cualquier día creo que puedo encontrarlos a ellos o a sus hermanos gemelos en cualquier local destinado a exponer y vender pequeñas joyas mobiliarias del siglo XX, como me ocurrió el otro domingo.
Conocía el poder evocador de la musica y de los olores, pero nunca había pensado en que los muebles también lo tienen.