EL OLOR DE LA MEMORIA

Por Rafael Caunedo.

Rafael Caunedo

Mis abuelos tenían una casa en un pueblecito por ahí perdido en la que, de año en año, pasaba algunos días de vacaciones. Era una casa rústica, tan rústica como los lugareños con los que cada tarde te cruzabas paseando por los caminos, sobre todo señoras, de esas que me pellizcaban los carrillos y hablaban a voces. Tenía la casa dos plantas y un jardín con árboles, todos ornamentales menos uno, una higuera, que me surtía de lo que con el tiempo se ha convertido en uno de mis frutos favoritos: los higos. A la sombra de esa higuera me sentaba yo a leer a la hora de la siesta mientras mis abuelos dormían dentro, cada uno en una habitación, refugiándose de la solana. Era una casa fresca, por no decir fría. Andar descalzo por sus pasillos era catarro asegurado, y como te pillara por medio una corriente traicionera, te jorobaba el verano.

Mi abuela cocinaba como las abuelas, sin recetas ni libros de cocina. Empleaba el sentido común y la herencia genética a partes iguales. Todos los días hacía pan, de suerte que la casa por las mañanas olía a tahona. Por más que se abrieran las ventanas, el olor no se iba, como si prefiriera estar allí dentro, al albur de aquel remanso de tranquilidad. Mi hermana decía que se aburría con tanta paz. Yo en cambio, gracias a eso, he crecido con una tendencia enfermiza al silencio. Sólo el canturreo de misa de mi abuela rompía aquel encanto. Lo hacía mientras espachurraba la masa para meterla en el horno. Eran canciones sin letra, o al menos yo no lograba entenderla, una especie de mantra con la que acompañaba el proceso del pan.

Cuando yo aún estaba en la cama, subía cada mañana ese olor a bollo, a pueblo, y mis tripas comenzaban a retorcerse al imaginarse una tostada recién hecha embadurnada de mantequilla y mermelada, nada de aceite, que por entonces no se estilaba. Bajaba dando botes por la escalera, despeinado y con legañas, siguiendo el soniquete de mi abuela hasta llegar a la cocina. Un beso mal dado, rápido y ansioso, para después subirme a un taburete cojo, abrir la alacena y sacar un tazón. Una alacena de castaño, vieja como mi abuela y suave como mi madre. Tantos años en aquella cocina, hicieron que el olor se colora por cada poro de la madera.

Hoy esa alacena está en mi casa, en ella guardo la vajilla y la nostalgia de aquellas vacaciones. Cada vez que la abro, me huele a pan; es como una caja de música que al abrirla suena una canción de mi abuela. Yo no hago pan, ni canturreo mientras cocino, ni en casa hay muebles evocadores. A veces tengo la sensación de que no voy a dejar huella en los objetos que me rodean. Tal vez sea la fugacidad de su existencia, o en la dichosa ‘obsolescencia programada’, pero tengo dudas razonables de que mis hijos, cuando sean mayores, me vean y me escuchen cuando saquen un tazón de algún mueble. Tal vez, eso sí, me asocien a un ordenador y a una silla de oficina, sin olores ni músicas. Tendré que replanteármelo.

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